Arjuna y Krishna en la Tramontana

Caseta des Frances, 27/07/11



La tormenta sobre Sant Elm se deshizo una hora más tarde. Quedaron en el aire rastros de niebla, hilachos de nubes que se agarraban a las laderas perezosamente. Aprovechando el silencio del bosque, mientras el camino trepaba abruptamente la sierra, seleccioné en el ipod los primeros versos del Bhagabad Ghita, Krishna exhorta a Arjurna: El hombre que se libera de todo deseo y que se satisface en el yo por el yo, ese es el que tiene una sabiduría firme. No recuerdo cuando leí por primera vez este libro, quizás fuera en el transcurso de mi primer viaje a la India, allá por el ochenta y cuatro, pero no estoy seguro, tengo la sensación de haber bebido de su versos desde la adolescencia. La recurrencia a su lectura, igual que lo fuera en otro tiempo la de los Evangelios, fue siempre un antídoto contra las veleidades menos sanas de mi comportamiento. También las obras de Tagore estaban entre los libros a los que recurría con frecuencia. Ahora, leyendo accidentadamente mientras supero a cuatro patas un pequeño resalte rocoso que me corta el paso, que tu objetivo sea la acción, pero no su fruto ni su producto, siento cómo mi memoria vuelve a recordar las palabras de parecida manera a como se reconoce a un amigo al que hace largo tiempo no vemos; esos rastros que yacen ahí esperando la nueva lectura, un momento de paz en que volver a ser luz, luz para el camino de la vida. Tantas ideas que iluminaron el camino, pero que el tiempo debilitó y que constantemente necesitan ese toquecito que nos vuelva a la conciencia de lo que somos y de lo que queremos ser.



Puestos a considerar la preeminencia de lo global sobre lo individual, se nos puede llegar a caer de las manos la evidencia de que la raíz de un número considerable de problemas globales están precisamente en hechos notoriamente individuales. ¿O no es la codicia singularizada en personas de carne y hueso, y por poner un ejemplo, el causante esencial de los males que padecemos en estos tiempos de crisis? Si queremos cambiar la sociedad a mejor no hay discurso que valga la pena si en él no se incluye la educación personal, el limado continuo de nuestras propias asperezas.



Cuando termino con el Bhagabad Gita, el camino ha remontado la zona más escarpada, la isla de la Dragonera ha quedado a mi espalda y ahora la senda atraviesa pacíficamente la ladera dejando la amplia vista del mar a mi izquierda. La caliza clara de las lomas se alterna con los brezales, los juncos, algunos pinos enanos. La niebla merodea a ratos sobre mi cabeza. Después de media hora, vuelvo a mis lecturas, ahora Estados canallas. El imperio de la fuerza en los asuntos mundiales, de Noam Chomsky. Leer a Chomsky, y hay que leerlo de vez en cuando para saber el terreno que pisamos, es siempre un revulsivo necesario. Todas las miserias del poder, de la mentira más burda, de las matanzas sin escrúpulos, Timor, Irak, Nicaragua, Paraguay, Vietnam, Chile; todas las más infames intervenciones, manipuladas después por la prensa y la televisión, en los asuntos de otros estados. El tío Sam con sus manos llenas de sangre en pos de eso que llaman geoestrategia o el mantenimiento de su ideal de vida aunque sea con los actos más salvajes de terrorismo; ellos, los estrategas, los autores más significativos del terrorismo mundial. Es una lectura estremecedora. Así hasta que el viento me obliga de nuevo a apagar el ipod. Frente a mí aparece ahora la costa velada parcialmente por la niebla; las montañas caen violentamente sobre el agua en forma de enormes garras posadas sobre un mar desteñido y triste.



Recuerdo que hace muchos años, cuando empezaba a viajar regularmente por Italia, leí un libro que empezaba hablando de la luz singular de Italia, de cómo uno quedaba prendado por ella nada más atravesar sus fronteras. Fue una idea que dio alas a mi imaginación de tal modo que cuando yo me acercaba a Ventimiglia o estaba en las cercanías de Bolzano ya empezaba a ver esa claridad que no debía de diferenciarse mucho de la luz que ilumina los cuadros de Rafael. Hoy, leyendo un libro sobre Mallorca, Castillos en el mar, de Carlos Garrido, me encuentro con una idea parecida, el presagio de algo diferente que a no más tardar va a dejar en el visitante la huella de su misterio, de su historia, de la hondura de una mirada polivalente que fijará en nosotros para siempre la imagen de un lugar con muy especiales atractivos. ¿Realidad, ficción? Bueno, quizás una mirada de estas características podría aplicarse a cualquier lugar del mundo, con tal de que el lector esté dispuesto a sumergirse en la lectura con la disposición crédula y poética de empaparse de las palabras del autor y hacerse el propósito de sucumbir ciegamente al encanto de las palabras. Después de un ejercicio así, y siempre que uno se arme de cierta credulidad, será posible ver el lugar, las islas, a través del cristal mágico de las palabras, lo cual, si ello sirve para aumentar el gozo de nuestra visita, para descubrir lugares y hechos que la pura luz del mediodía harían imposible, pues mucho mejor que venir a las islas a palo seco. Cuántos paisajes, monumentos, ciudades no habrán vivido en nosotros su periodo de belleza y esplendor mucho antes de haberlas visitado.



El calor abotarga mis sentidos. Como bajo la escueta sombra de uno de los pocos pinos que encuentro y después caigo en el sopor, huyo del calor, muevo el aislante, me acurruco entre dos piedras; media hora más tarde cambio de sitio, así tres, cuatro veces. Vienen las moscas, saco el mosquitero; y entonces ese pequeño rastro de brisa desaparece y me ahogo bajo la tela negra. Termino por espabilarme, busco un acomodo similar al de casa y saco mi libro en papel, una cosa bien rara cuando camino. El libro habla de la tierra que piso, Mallorca, el calor se va humanizando, una suave calina envuelve las montañas de la Tramontana, montaña pelada, terreno calcáreo sin agua, roca clara salpicada de una vegetación rala que ahora mueve un viento ligero dando al paisaje la suavidad de esas tardes de verano en que pasear ya empieza a ser posible. El lugar es de una absoluta soledad; las aglomeraciones y los turistas desaparecen por arte de magia en el momento en que el terreno se pone patas arriba; terreno agreste sólo apto para las cabras y para los amantes del silencio.
Puaf, al fin medio metro de pinácea en donde sentarme e improvisar un vivac. Desde hace más de una hora la afilada roca calcárea no deja un miserable espacio en donde parar. Me había alejado del itinerario con la intención de sentarme frente al crepúsculo, de nuevo hermoso y rosado, pero tuve que retroceder. Casi se me hizo de noche. Desde mi última parada, allá cuando la siesta, he caminado un buen trozo, bosques de pinos, bellos escarpados y una pendiente un tanto agresiva en donde me perdí; por demás encontré una casa en donde pude surtirme de agua; así que todo perfecto. Ahora en el cielo de poniente, sobre un mar hundido en la oscuridad, queda el resplandor de las últimas brasas del día. Estoy jodidamente cansado, pero contento, la eminencia en donde dormiré es una buena atalaya sobre los alrededores. 




4 comentarios:

Noches de luna dijo...

La luz de Italia, la luz de la costa mallorquina sentida desde las alturas... Cuando yo era adolescente un pintor que eligió Segovia para vivir y pintar decía que la luz de Segovia era la más bonita del mundo. No recuerdo el nombre del pintor pero aquello se me quedó grabado y presumí durante años de esa luz de mi tierra. Chovinista que era una hasta que comencé contigo a caminar por el resto del mundo.

Un beso

Alberto de la Madrid dijo...

Se ve que la luz, como tantas cosas, está más en los ojos del que mira que en la cosa misma.

la granota dijo...

"que tu objetivo sea la acción, pero no su fruto ni su producto"

Sí.

Alberto de la Madrid dijo...

Claro!