Alivio: una siesta en el Malpaís de Guímar



Puertito de Güímar-El Socorro, 10/05/12




 Alivio encontrar el mar del silencio y la costa solitaria, el ruido de las olas, el serpentear por la lava de un sendero que la atraviesa. Entre Puertito de Güímar y El Socorro, un bonito nombre aquel que se agradece, la única manera de echar una siesta como Dios manda es encontrar una cueva en este enorme campo de lava que cubre la costa; lo que sucede después de media hora de caminar bajo el sol inclemente de las tres de la tarde. Un campo de lava que me recuerda aquel otro de Timanfaya de hace años, ahora con la estación mucho más avanzada y por tanto más fatigoso de andar. Es un paisaje de excepción desde que he abandonado el aeropuerto junto a El Médano. Eso sí, de los tres días que llevo caminando siempre encontré un bello promontorio para montar mi vivac junto a la rompiente del mar; muy de agradecer, y también muy de agradecer esa enorme luna que salía poco después que yo conciliara el sueño y a la que veía ir de un lado para otro entre un sueño y otro, porque, siempre es así, la dureza del suelo me obliga a cambiar cada cierto tiempo de posición.


Hasta ayer me preguntaba si volvería a escribir, una duda que siempre está a la vuelta de la esquina, ya que hacerlo no depende de mí sino de alguna hada madrina que me visita en circunstancias especiales y bajo cuyo augurio me siento en disposición de este blablabla que me entra cuando me alejo de casa. Ya calculé muchas veces dejar el ordenador y la cámara en casa; esas bobadas, me decía, de más o menos volver a repetirme llenando pantallas de ordenador tras pantallas. Pero en esa estando, y con sólo una pizca de batería, porque olvidé un cable del transformador en casa, sin que el hecho me importara mucho, después de comer en Güimar el paisaje se me hizo tan agradable, tan diferente a lo anterior, esos tramos de costa o montaña en donde uno se siente parte plena de la naturaleza aunque el sol derrita hasta las piedras, que nada más encontrarme con esas milagrosas cuevas hechas expresamente para echar una buena siesta, volví a sentir el pinchazo de mi hada madrina que me invitaba a apurar el resto de batería con un rato de escritura.


Ayer tarde, mientras consumía el final del día sentado al borde de un acantilado frente a la isla de Gran Canaria, terminé con El día de la independencia, de Richard Ford, un libro que junto a su otra obra, El periodista deportivo, consituye un retrato un tanto inquietante de la sociedad norteamericana; un lugar, Norteamérica, que se confirma para mí como un destino nada apetecible, pese a sus muchas bondades, sus museos, sus paisajes cinematográficos, sus hermosos parques nacionales. Y es que ello se agudiza cada vez que leo a Noam Chomsky o Naomi Kleim; es el tipo de vida del ciudadano medio, pero también es la expoliación del mundo que hace este país después de Pearl Harbor. Un país, que desde que pasó a colocarse a la cabeza del poder de este planeta, se ha convertido en el más conspicuo representante del terrorismo mundial: el Chile de Allende, Irak, El Salvador, Guatemala, Panamá, Afganistán... miles de muertos con el único propósito de fraguar sustanciosos negocios para las empresas norteamericanas, para seguir ostentando un poder sin sombra. La codicia desmesurada de un país no es un buen reclamo para el viajero, que a lo que aspira a es a encontrar aquí y allá un poco de paz para seguir confiando esperanzadamente en un mundo que un puñado de terrícolas están llevando a la destrucción.

Total, que no cabía empezar esta mañana otra novela y seguí con un libro que llevo tiempo leyendo: Tantra, el culto de lo femenino, de Andre van Lysebeth; el mar sonaba bronco a mi derecha no muy lejos de la autopista. A veces era obligado seguir la senda junto al asfalto, un paisaje nada prometedor. En cierto punto el camino desciende otra vez hasta el mar y atraviesa pequeñas agrupaciones de casa, grandes terrazas, formas geométricas simples y sin gracia, un no deseado exceso de basura. Contrastaba todo esto con el hilo de mi lectura, la sexualidad y el tantrismo, la defensa en todo momento de la no eyaculación en las relaciones sexuales, la demora de las caricias, la fusión del hombre con la naturaleza a través de la mujer, la fusión de la mujer con la naturaleza a través del hombre; los movimientos mínimos; la demora, siempre la demora, un modo de meditación a dos, la desaparición del orgasmo como momento culminante para ser sustituido por un estado de intensísima conmoción íntima, plena de sensaciones físicas y psíquicas.


Pero, ay, mi forma física es nula, y la lectura, aunque interesante, no era capaz de distraer mi cansancio. El calor había apretado y tuve que buscar una sombra para descansar un rato. Siempre la misma historia, pasar por taquilla, pagar la tarifa que exige no estar preparado para aquello que se pretende hacer. Junto a unos acantilados el instinto me lleva a dejar el camino y dirigirme a la orilla del mar. A pocos metros del agua encuentro un lugar encantador donde rompen las olas con fuerza, una breve cueva en la sombra. Descargo, extiendo el aislante, me desnudo. Estoy en el paraíso.

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Después se lo cual un apacible sueño vino a ocuparse de mí y de mi cuerpo.

Al final de la tarde, después de una subida que le pilla a mi ánimo totalmente de imprevisto, tras abandonar el hormigón de Candelaria y las empinadas calles de Iguesta, a setecientos metros de desnivel encuentro una terraza rodeada de higueras y chumberas muy propia para mi vivac. Al fondo Gran Canaria se baña en el último sol de la tarde. El peso me ha producido un fuerte dolor de espalda. Desconozco lo que tengo por delante y si podré abastecerme en este tramo, así que cargo con agua y comida para dos días. Por otra parte otra vez la serenidad de la sierra, su silencio. Mi cuerpo huele ya al espeso sudor de las caminatas de otros veranos.





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