Puertito
de Güímar-El Socorro, 10/05/12
Hasta ayer me
preguntaba si volvería a escribir, una duda que siempre está a la
vuelta de la esquina, ya que hacerlo no depende de mí sino de alguna
hada madrina que me visita en circunstancias especiales y bajo cuyo
augurio me siento en disposición de este blablabla que me entra
cuando me alejo de casa. Ya calculé muchas veces dejar el ordenador
y la cámara en casa; esas bobadas, me decía, de más o menos volver
a repetirme llenando pantallas de ordenador tras pantallas. Pero en
esa estando, y con sólo una pizca de batería, porque olvidé un
cable del transformador en casa, sin que el hecho me importara mucho,
después de comer en Güimar el paisaje se me hizo tan agradable, tan
diferente a lo anterior, esos tramos de costa o montaña en donde uno
se siente parte plena de la naturaleza aunque el sol derrita hasta
las piedras, que nada más encontrarme con esas milagrosas cuevas
hechas expresamente para echar una buena siesta, volví a sentir el
pinchazo de mi hada madrina que me invitaba a apurar el resto de
batería con un rato de escritura.
Ayer
tarde, mientras consumía el final del día sentado al borde de un
acantilado frente a la isla de Gran Canaria, terminé con El
día de la independencia, de
Richard Ford, un libro que junto a su otra obra, El
periodista deportivo, consituye
un retrato un tanto inquietante de la sociedad norteamericana; un
lugar, Norteamérica, que se confirma para mí como un destino nada
apetecible, pese a sus muchas bondades, sus museos, sus paisajes
cinematográficos, sus hermosos parques nacionales. Y es que ello se
agudiza cada vez que leo a Noam Chomsky o Naomi Kleim; es el tipo de
vida del ciudadano medio, pero también es la expoliación del mundo
que hace este país después de Pearl Harbor. Un país, que desde que
pasó a colocarse a la cabeza del poder de este planeta, se ha
convertido en el más conspicuo representante del terrorismo mundial:
el Chile de Allende, Irak, El Salvador, Guatemala, Panamá,
Afganistán... miles de muertos con el único propósito de fraguar
sustanciosos negocios para las empresas norteamericanas, para seguir
ostentando un poder sin sombra. La codicia desmesurada de un país no
es un buen reclamo para el viajero, que a lo que aspira a es a
encontrar aquí y allá un poco de paz para seguir confiando
esperanzadamente en un mundo que un puñado de terrícolas están
llevando a la destrucción.
Total, que no cabía
empezar esta mañana otra novela y seguí con un libro que llevo
tiempo leyendo: Tantra, el culto de lo femenino, de Andre van
Lysebeth; el mar sonaba bronco a mi derecha no muy lejos de la
autopista. A veces era obligado seguir la senda junto al asfalto, un
paisaje nada prometedor. En cierto punto el camino desciende otra vez
hasta el mar y atraviesa pequeñas agrupaciones de casa, grandes
terrazas, formas geométricas simples y sin gracia, un no deseado
exceso de basura. Contrastaba todo esto con el hilo de mi lectura, la
sexualidad y el tantrismo, la defensa en todo momento de la no
eyaculación en las relaciones sexuales, la demora de las caricias,
la fusión del hombre con la naturaleza a través de la mujer, la
fusión de la mujer con la naturaleza a través del hombre; los
movimientos mínimos; la demora, siempre la demora, un modo de
meditación a dos, la desaparición del orgasmo como momento
culminante para ser sustituido por un estado de intensísima
conmoción íntima, plena de sensaciones físicas y psíquicas.
Pero, ay, mi forma
física es nula, y la lectura, aunque interesante, no era capaz de
distraer mi cansancio. El calor había apretado y tuve que buscar una
sombra para descansar un rato. Siempre la misma historia, pasar por
taquilla, pagar la tarifa que exige no estar preparado para aquello
que se pretende hacer. Junto a unos acantilados el instinto me lleva
a dejar el camino y dirigirme a la orilla del mar. A pocos metros del
agua encuentro un lugar encantador donde rompen las olas con fuerza,
una breve cueva en la sombra. Descargo, extiendo el aislante, me
desnudo. Estoy en el paraíso.
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Después se lo cual
un apacible sueño vino a ocuparse de mí y de mi cuerpo.
Al final de la
tarde, después de una subida que le pilla a mi ánimo totalmente de
imprevisto, tras abandonar el hormigón de Candelaria y las empinadas
calles de Iguesta, a setecientos metros de desnivel encuentro una
terraza rodeada de higueras y chumberas muy propia para mi vivac. Al
fondo Gran Canaria se baña en el último sol de la tarde. El
peso me ha producido un fuerte dolor de espalda. Desconozco lo que
tengo por delante y si podré abastecerme en este tramo, así que
cargo con agua y comida para dos días. Por otra parte otra vez la
serenidad de la sierra, su silencio. Mi cuerpo huele ya al espeso
sudor de las caminatas de otros veranos.
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