En las Cañadas del Teide



Vilaflor, 14/05/12




 Primero fue mi falta de preparación, tres días caminando por la costa desde el aeropuerto a Candelaria, después la abrupta subida de mil quinientos metros cargado con comida y agua para dos días hasta La Laguneta y la posterior travesía de la sierra, una larga trotada entre los pinares hasta Aguamansa; y desde allí una nueva subida de setecientos metros que me dejaron en El Portillo, lugar donde mis reservas de agua y comida estaban casi a cero. En Aguamansa me habían asegurado que todo estaba abierto, hay tres o cuatro restaurantes, me dijeron. Pues bien, no, todo estaba cerrado a cal y canto, sin sombra de personal ni vehículo alguno. Tuve que sentarme un rato en el arcén para dilucidar qué habría de hacer. Por delante tenía el desierto de Las cañadas del Teide, y al final, después de quince o veinte kilómetros, en la cañada Blanca, cuatrocientos o quinientos metros de subida, hasta el labio superior de la cordal al otro lado del cual descendía el camino hacia Vilaflor, mil cien metros más abajo. Veintimuchos kilómetros de desierto inhabitado: ninguna broma para mi cansancio y las reservas que llevaba, cuarto litro de agua y un churrasco de pan con algo de chocolate. Aunque estaba extenuado no había otra opción posible que seguir adelante, intentaría mesurar mi paso para no desperdiciar energías.


Anochecía, la silueta del Teide se erguía a mi derecha como una inmensa teta nutricia, oscura, con su pezón cimero iluminado por una difusa claridad. Para retomar mi camino, que había abandonado para alcanzar los restaurantes, tomé la cuesta abajo de una accidentada ladera sembrada de grandes bloques de lava que se remansaba en pequeñas superficies de claro color tabaco que invitaban a instalar mi vivac. Pero no era posible, no podía arriesgarme a tener que atravesar la solanera de este desierto al día siguiente sin reserva de agua ni comida. Tendría que hacer todo el camino que pudiera por la noche, por demás fresca y que permitía caminar con sosiego.


Una vez alcanzado el camino, ya con la noche cerrada, noté sorpresivamente que mis piernas funcionaban con una regularidad inesperada. Mis ojos, acostumbrados a la oscuridad seguían el color claro de la senda como si ésta fuera un reguero de cal. Las fuerzas, salidas yo qué sé de donde, habían vuelto a mí inesperadamente y caminaba a un paso que ni yo mismo acertaba explicarme. La silueta del Teide me acompañaba constante y amistosa a la derecha. Caminar, intentar no forzar el cuerpo, hacer kilómetros, dejar por delante antes de dormir la menor distancia entre mi vivac y mi punto de destino. Debía de haber transcurrido una hora larga, siempre al mismo ritmo rápido de marcha, cuando delante, en la lejanía, me pareció ver moverse un destello de luz por la ladera (?). Quizás fuera una alucinación. Después de un rato volví a ver la luz, no había duda. Quince minutos más tarde alcancé a los portadores de las linternas; dos jóvenes y una chica esperaban intrigados mi llegada; hacían una marcha nocturna de ida y vuelta desde El Portillo. Charlamos sentados a la vera del camino; me ofrecieron un par de sandwich y un poco de agua, que naturalmente acepté. Me explicaron que si seguía una variante del camino podría llegar al Parador Nacional, a unos siete kilómetros de allí, un dato que mi track del gps no registraba. Desde allí tendría que retomar el camino de Vilaflor remontando los cuatrocientos o quinientos metros de la cordal al otro lado de la cual bajaba un camino hasta el pueblo.


Con estos nuevos datos decidí quedarme a dormir allí mismo. Tras dar cuenta de los sandwich quedé dormido instantáneamente. Amanecía cuando empecé a caminar de nuevo. No tenía nada para desayunar pero me encontraba bien. Resultó que para llegar al parador tenía que desviarme un kilómetro del camino; por demás era domingo y a aquella hora temprana la carretera junto al parador estaba llena de autocares y automóviles que preparaban su asalto en manada al Teide; para mis ojos de solitario aquello parecía una invasión multitudinaria. Por demás dos kilómetros añadidos a mi itinerario me parecieron demasiado en un momento en que el sol ya caía a plomo. Así que nanais. Quizás fue una decisión equivocada, visto lo mal que lo pasaría después hasta que pude encontrar agua.


Apareció entre las rocas una alemana tocada con un sombrero de explorador. The way to Vilaflor?, pregunté. Sí, era ese cuestón que tenía encima. Conseguí con disciplina llegar hasta arriba de un tirón, unos pocos metros antes de que desapareciera cualquier resquicio de sombra. Desde allí lo que quedaba era una desoladora ladera de lava de la que no se veía el final.

Satisfacer necesidades elementales a veces lleva un tiempo desmesurado. Fue el caso desde la tarde anterior. Mi cuerpo mal hidratado y poco alimentado era una masa que pedía imperativamente un sombra para derrumbarse y quedar profundamente dormido. Pero todavía faltaba mucho para llegar a Vilaflor, mi final de etapa, y cuando despertaba debía levantarme y emprender de nuevo el descenso bajo el sol de rigor. El valle, una cuenca desolada de suelo volcánico, era atravesado en algún lugar por tuberías donde cantaba débilmente el agua... y yo tenía una sed endiablada... y el agua circulaba por una tubería de hierro herméticamente cerrada. Inspeccioné la tubería en algún tramo buscando las uniones: nada; sin embargo, media hora de camino más abajo descubrí un ramal lateral de tubería de polietileno que me llevó a un empalme de rosca. Probé a desmontarlo, la pieza se movió algo. Me llevó un buen rato desenroscar aquello. Al fin brotó el agua como por ensalmo, la varita de Moisés y date, en mitad del desierto brotó cantarín el milagro del agua. Alrededor todo era un campo de lava salpicado por pequeños pinos con las hojas color de otoño. Era una delicia ir metiendo a sorbitos agua en el cuerpo mientras el sol caía a plomo sobre el lugar. Llené la cantimplora y volví a enganchar los tubos. Los responsables que se encargan de captar el agua de la montaña para dar de beber a los pueblos deberían tener en cuenta que los caminantes también tienen necesidad de ese agua que tan celosamente acaparan en sus herméticas tuberías. Ya me sucedió muchas veces encontrarme antiguas fuentes clausuradas que habían convertido en sistemas herméticos de captación de agua para servicio de usurarios lejanos del lugar. La Ley de aguas debería regular la posibilidad del acceso de los caminantes a estas fuentes clausuradas, es algo de cajón.


Después de encontrarme con la tubería comprendí que desde allí sólo tendría que resistir, echarle paciencia y dejar que mi cuerpo se despanzurrase de tanto en tanto a la sombra de un pino. Aquella tarde, después de comer y beber todo lo que me pedía el cuerpo, no pude hacer otra cosa que buscar un hotel. Dormí quince horas seguidas.  








2 comentarios:

la granota dijo...

Me gusta leer las impresiones de mi isla por alguien de fuera. Una lástima no saber que venías, te hubiera dicho los horarios de los restaurantes, la fuente natural que hay cerca de la cumbre entre las cañadas y vilaflor y el sitio donde sí hay una tubería abierta para beber muy cerca de dónde tuviste que desenroscar tú la tubería. :)

Alberto de la Madrid dijo...

Fue una bonita experiencia. Tenerife se me quedó a medias, llevaba más de medio año sin caminar y mi cuerpo se resintió. La próxima vez quiero explorar el norte. Saludos