Para ti, Lucía. Mi vuelta a casa



Tenerife-Madrid, 16/05/12

Para ti, Lucía...    
(Con música para acompañar la lectura)

Mañana temprana de aeropuerto. Una ligera neblina cubre Los Cristianos. El cuerpo descansado, un leve sosiego a flor de piel; nada que hacer, esperar. Regreso de una larga y fatigosa caminata por la isla de Tenerife. ¿Se volverá alguna vez la vida más sosegada, esa vivencia desde la edad y la experiencia que hará que uno se encuentre con la realidad en una relación de habitualidad a la que lleguen los hechos y las circunstancias remansadamente, como una brisa sin demasiada importancia que refresca inadvertidamente nuestras disposiciones? Espero que sí, al menos que suceda con mucha más frecuencia que antes. El mundo se vuelve una prolongación de mi propia casa. Lo que quizás no sea bueno porque aminora sustancialmente la tensiones que lo nuevo produce, deja sin embargo en el ánimo un aire de seguridad y sosiego que quizás la edad está pidiendo desde hace tiempo. Ese cansancio a veces, no como algo negativo, simplemente como sensación de que un grado suficiente de quietud se ha instalado en nosotros, que hace posible vivir el momento más conscientemente sin las premuras de lo que continuamente tenemos por delante.

Desde esta disposición de animo escucho tras de mí a una mujer despedirse de la persona con la que está hablando por teléfono con un te quiero. Viejo dilema para mí que ayer mismo volvió a aparecer en un email de mi hija, que reclamaba desde unas cortas líneas la escritura de esas dos palabras al final de mis mensajes, siempre ayunos de ellas (bueno, no siempre). No crecí yo en un ambiente en donde se prodigaran de continuo esa clase de efusiones afectivas, le faltó a mi niñez y adolescencia, acaso, ese hábito que convierte las despedidas en un acto que viene a sellarse continuamente en un mar de efusiones incluidos los besos al telefonillo conque se cierran las comunicaciones telefónicas. Uno se extraña cuando ve películas chinas o japonesas al comprobar la frialdad con la que las personas cercanas se encuentran o se despiden; igualmente se admira de los hábitos en muchos países latinoamericanos de la profusión con que usan el amor mío, mi amor al final de cualquier intercambio de pareceres; los inuis se besan retregándose la nariz; los hombres varones rusos se saludan besándose en la boca; en París los amigos y amigas se saludan con un trío de besos. Me gustaría rastrear en algún tocho de antropología el rastro de las manifestaciones afectivas en otras culturas. Algún día lo haré.

La cultura de mi hija y la mía propia no creo yo que deban diferir mucho, pero sí parece que en ellas, en algún instante del cambio generacional se haya producido una necesidad, o un hábito, un deseo de explicitar algo de manera cotidiana que antes sólo se reservaba para los momentos de especial efusión afectiva. También es cierto que hay personas que necesitan más de estas manifestaciones que otras, siendo claro por demás, como ella me decía ayer en sus líneas, que es algo que ella sabe sobradamente, que lo que implícitamente se pide es el sonido del sonajero de esas palabras. A cuento de esto recuerdo una secuencia de El violinista en el tejado. Los judios inician su diáspora, un matrimonio mayor tira del carro con todos sus enseres. En un momento ella le pregunta a él: ¿Pero tú me quieres? El otro se queda pensativo y mueve la cabeza como diciéndose para sí: …esta mujer, qué cosas tiene. Al final le dice, pero mujer... después de cuarenta años... Inclina la cabeza como quien coge fuerza y sigue tirando del carro. Atardece y por delante tienen la desolación del destierro, pero sin embargo están juntos, se tienen el uno al otro.

Mi avión está ya en el aire, los plastas de Ryanair se han callado por un rato y el aparato este se mueve dentro de una calina intemporal semejante al líquido amniótico en que flota un futuro bebé. Como viajar en la nada, sólo el rumor de los motones y las conversaciones relajadas de los pasajeros. Tengo la vejiga que me está dando un toque, pero cualquiera deja la ventanilla y salta sobre chica que dormita a mi lado y su compañero, empeñado en teclar, también él, en un ordenador. Mi hija no me lee. Es una pena, no todo, que sería un coñazo de mucho cuidado, pero por lo menos algo, todo ese río, riachuelo de palabras en el que uno poco a poco va dejando lo mejor de sí, su forma de ver la vida, sus afectos, sus amores, sus deseos, sus frustraciones; cosas que salen del ánimo en precisos momentos de los viajes o las caminatas, de los recuerdos; versos de amor, palabras de desasosiego, de esperanza, de dicha de recordarles cuando estoy por ahí, ella, sus hermanos, la chica que me acompaña en la vida, una antigua amante que todavía me susurra nanas desde la memoria. ¡Ay!, Gorda, y es que uno es ruboroso y dice las cosas cuando nadie le ve, cuando vuela a diez mil metros sobre el nivel del mar, cuando atraviesa un desierto de lava preocupado porque no le queda un trago de agua ni comida y tiene que andar dosificando las fuerzas de su cuerpo para llegando a la civilización volver a enfrentarse a estas disquisiciones y saber que a fin de cuentas nuestras vidas están mucho más cerca que lo que las palabras con capaces de expresar.

Cuando el otro día atravesaba la solanera de las Cañadas del Teide, cuando subía fatigosamente una enorme cuesta y después rastreaba en el valle opuesto un resto de agua que aliviara mi sed, sentí muy densamente cuan estamos ligados a un puñado de personas; hay que sortear de vez en cuando algún tipo de peligro, la desolación de un paisaje inmensamente hermoso para encontrar dentro de uno muy vivamente ese tesoro escondido que de tarde en tarde asoma su naricillas entre los entresijos del alma. Os quiero.









2 comentarios:

Marga Fuentes dijo...

Qué bonito lo que has escrito.
Besos

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias, Marga