Port d'Addaia, 9/06/12
¿Qué otra cosa leo mientras camino? Todavía un tomo sobre tantrismo que arrastro desde un mes atrás, Tantra, el culto de lo femenino; esta mañana ejercicios para controlar los músculos del yoni a fin de lograr hacer de él una mano de ágiles e inteligentes dedos con los que estrechar y acariciar a placer el lingam del compañero. Ayer era el turno del lingam, los secretos de un consumado arte que se detiene, juega, crece inenarrable siempre en el último umbral, prolongando el deseo y la ascesis mucho más allá de los usos corrientes. A estos ejercicios seguía una larga despedida del autor en donde se hablaba de la locura del mundo en que vivimos, esa tierra calcinada en que estamos convirtiendo el Planeta, a nosotros mismos, apurando la vida lejos de nosotros mismos, de la naturaleza, cercenando nuestra energía y vendiendo el alma al diablo de la tecnología y el consumo. No de una manera muy diferente reflexionaba el pastor con el que estuve conversando días atrás mientras atravesaba los acantilados entre Ciutadella y Binimel.la. No hace falta estar versado en tantrismo para saber lo locos que estamos.
A
veces se me ocurre que este ir por la vida un tanto a ciegas guiados por parte de los ramplones condimentos de la modernidad debería curarse
con el aire de los caminos y del mar. La distinta calidad del prana,
de la luz, de los elementos primarios de la vida, por la fuerza tiene
que coadyuvar a encontrar la senda correcta.
Esta
mañana llamé a casa para que Victoria me adelantara la vuelta de mi
vuelo un par de días ya que calculé mal el tiempo de mi
circunvalación a la isla, pero me arrepentí mientras ella indagaba
en la web de la compañía aérea. Caminaré más despacio, me
detendré más a menudo a contemplar las olas, haré mis siestas más
imprevisibles. Después de comer atravesé la carretera y me metí en
un pinar; hoy ni siquiera sesteo, hace un cierto fresco, los pájaros
musiquean en las alturas, pienso en mi hijo el cabrero, a quien los
humos se le han subido a la cabeza, y ello vuelve a dejarme
endiabladamente triste. Las cosas de la vida me revuelven por dentro.
Me gustaría saber cómo es la vida por el interior de otros
caminantes que conozco, qué se cuece dentro de ellos, cuáles son
sus pasiones y sus temores, el significado que las cosas esenciales
tiene para ellos, el amor, la paternidad, la muerte, los deseos que
les mantienen más despiertos. Yo casi desisto ya de conocer los
nombres de algunas flores nueva que me encuentro, la historia de los
lugares que atravieso, hechos remotos que desaparecieron en el
agujero negro del pasado; sin embargo no deja de intrigarme la vida
de la gente con la que me cruzo, ayer mismo un grupo de animados
comensales departiendo alrededor de una mesa en el restaurante de
Binimel.la, el otro día un pastor junto al faro de Punta Nati, hoy
un camarero con cierto deje siciliano, un hombre que pasó frente a
mí llevando en los brazos a su hijo pequeño como si fuera un saco
de cemento, una chica corriendo con la que me cruzo y me da unos
buenos días la mar de agradables. No me extraña esa pasión de
monsieur Balzac por pasarse el día en la calle fisgando el ir venir
de sus congéneres, voyerismo pleno con que saciar la curiosidad,
saber los motivos que persiguen a los hombres y mujeres en el curso
de sus vidas.
También
estoy con la lectura de un volumen sobre Menorca, Menorca mágica,
de Carlos Garrido. Hoy precisamente encontré en él una cita
interesante en relación con los primeros habitantes que poblaron
esta isla que camino. Se trata de Diodoro: “Les gustan sobre
todo las mujeres, y las aprecian tanto que cuando los piratas hacen
cautivas algunas, las rescatan dando a cambio hasta tres o cuatro
varones por cada una. Viven en agujeros practicados en las peñas, y
excavan cuevas en los acantilados y bajo tierra, donde habitan
buscando abrigo y seguridad. No utilizan nunca monedas de plata ni de
oro, y prohíben importar a la isla estos metales. A fin de tener
libres de ambiciones sus bienes, prohíben todo contacto con
riquezas. Por ello, y de acuerdo con esta ley, cuando en otro tiempo
servían como mercenarios en los ejércitos cartagineses, no traían
jamás a la isla sus ganancias, sino que las empleaban en comprar
mujeres y vino”.
Maravillosa
simplicidad de estos primeros habitantes de la isla que, mucho más
puestos en el arte de vivir que nosotros, conocen ya de temprano los
estragos que el dinero puede producir, a la vez que se les aprecia un
singular gusto por las mujeres. Lleno como estoy por la lectura
reciente de mi otro libro, Tantrismo, el culto de lo femenino,
me sorprende muy mucho que el autor del Menorca mágica, señor
Garrido, interprete la cita de Diodoro como retrato de un pueblo
elemental y lascivo. ¿Lascivo porque les gustan las mujeres o porque
tras ese adjetivo se esconde el neural y oscuro túnel de nuestra
moral de chichinabo de herencia eclesial? En cuanto al vino, no
parecían tener peor tino que el apreciado gusto de Omar Khayam por
él y por todo lo que fuera amor y disfrute de la vida. Nuestra
“avanzada” civilización, inundada por la impúdica moral de los
mercados y la codicia tiene bien poco que decir en muchos aspectos a
aquella otra civilización menorquina a quien, según el texto de
Diodoro, hay que alabar ese noble deseo de estar libre de
ambiciones; sabiduría primordial que de ser emulada por los
codiciosos de este planeta con toda seguridad pondría fin de
inmediato a la crisis y la mayoría de los problemas de la humanidad.
Aquí,
donde los talayots nos muestras en tantas partes de la geografía el
especial culto a los muertos de sus habitantes, ¿no cabría
admitirles, aunque fuera remotamente, un culto paralelo, culto a lo
femenino?; ¿no hay acaso indicios de tal en la prehistoria de otros
lugares, la venus de Willendorf, por ejemplo; y junto a ello el culto
a las deidades femeninas como Isis, la Pachamama, la virgen Maria,
etc.? Una curiosidad digna de ser satisfecha.
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