Punta
Prima, 12/06/12
La
brisa entra suave por el portalón del mar, suena música venezolana
que me recuerda un viaje por los Llanos mientras mi autobús, salido
horas antes de Mérida, se dirigía hacia las terrosas aguas del
Orinoco. Me había despertado en el momento preciso en que el sol
asomaba sobre el mar dormido y oscuro; había dormitado un poco, me
había levantado y hecho mis ejercicios de yoga frente al sol
naciente; había hecho mis estiramientos, recogido y cubierto una
corta caminata hasta Cala Prima.
Me quedaba algo para llegar a
Binidali y cubrir la circularidad de la isla, pero la brisa y la
mañana eran tan gratas que pensé que mejor terminaba aquí mi
recorrido; por demás, de lo que me quedaba más de la mitad eran
urbanizaciones. Así que día de descanso, de escritura, de lectura,
de una exhaustiva mirada a un periódico menorquín; de, quizás, un
sesteo en la playa y una larga tarde en una terraza con una cerveza
entre las manos.
Llevo
un par de días agobiado por pensamientos reiterativos que no me
hacen bien. En la vida a veces se levanta un temporal inesperado que
arrasa todo, principios morales, convenciones, mandatos bíblicos,
todo; el bulldozer arrasa irresponsablemente y no deja títere con
cabeza. Ayer pensaba tristemente en mi condición de padre; dediqué
muchas horas de mi camino a ello; el día chorreaba un amargo pesar.
El camino no siempre es alivio y sereno encuentro con la naturaleza y
uno mismo. El camino es a veces un modo de no poder escapar de lo que
a uno le agobia. La soledad es entonces un fondo de vaso en donde hora tras
hora se sedimenta la sal; la tierra se resquebraja y sobre la
superficie lunar de su desierto sólo los surcos blancos embaldosan
el camino, la tierra se hace baldía y penosa de atravesar, nada
distrae al caminante que no sea este paisaje de sal.
Si
hubiera encontrado un poco de tiempo y ganas habría visitado alguna
de las taulas menorquinas,
un
escenario de grandes monolitos en donde en tiempos remotos parecía
celebrarse
algún
tipo de ritual mágico-religioso. Lugares para soñar y cargar las
pilas. Cita Garrido un libro de Gaston Bachelard que me es muy
querido,
Poética de la ensoñación.
“Cuando
se interpreta el texto de una civilización desaparecida, lo que
habría que reconstruir son las ensoñaciones”.
Las ensoñaciones, es decir su alma. El alma de la familia, el alma
del camino, el alma que vertebra nuestras relaciones con los otros. E
imagino una noche de luna como aquella lejana en los jardines del Taj
Mahal en Agra, o acaso en Stonehenge, o entre las taulas erigidas en
medio de la noche, milenarias, propiciando mi ensoñación, y a través
de ellas, la comunicación con el alma del mundo, con el espíritu que
vela en la oscuridad. En la noche del Taj Mahal al espíritu de aquel
mausoleo, acompañaba el alma del río Yamuna. También los ríos;
como los mares, como las estrellas titilando en el negro profundo y atávico de la noche.
La
realidad es con frecuencia en exceso pedestre, es por ello que de
tanto en tanto necesitemos elevar el tono de nuestras palabras para
tratar de alcanzar ese aroma que en algún momento del sueño o la
vigilia se nos aparece como la esencia de las cosas. Ejercicio que
con el tiempo se hace cada vez más arduo porque a base de
impregnarnos de la prosa de lo cotidiano, de tenerlo tan sabido,
terminamos por sucumbir a la tentación de despojar a la realidad de
su halo mágico, de su alma, haciendo de ésta escueta relación de
argamasa y ladrillos.
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