Un museo en el camino









Torrent des Cotonar, 10/06/12
Esta tarde sólo quería alejarme un poco de lugares habitados, tal y tal, pero la ocasión no se presentaba, mis especiales gustos por el silencio, un bello rincón no muy húmedo, un paraje sin muchos mosquitos; no muy seco porque me lleno de abrojos; no muy bajo ni muy alto, no donde no pueda ver las estrellas, etc., me vino a traer primero junto a Ses Salines, un lugar encantador en cuyo centro las aguas de un lago que avanzaba hasta unas colinas próximas recogían las últimas luces de la tarde pintando el entorno con los colores cálidos de un cuadro de Gainsborough. Sin embargo el bucolismo del realismo inglés no tardó en dar paso a las salas de un museo de gusto abstracto cuyos lienzos se cubría con profundos y oscuros verdes salpicados por breves manchas de amarillo limón; variaciones de ocres, castaños, tonalidades de color tabaco tras las gramíneas cimbreando elásticas y elegantes sobre el canal donde toda aquella marea de colores tenía lugar. Algas y líquenes que bajo especiales condiciones habían dejado para mis ojos de ser lo que eran para convertirse en pura fiesta de colores y formas que animaron mi gusto y mi afición de fotógrafo un tanto ayuna últimamente.


Como tantas veces, aquí la belleza no estaba, al menos solamente, en el paisaje, en un aquí o un allí que pudieran recoger las guías turísticas, la belleza plena se encontraba entre los carrizos, sobre el agua, una crema fangosa e impenetrable y otra clara sobre el légamo color betún del fondo. Contraste de colores, armonías formadas aleatoriamente por los accidentes del discurrir del agua. Pero no era todo, cuando el agua derivó fuera de mi camino, el sendero se hizo del siena de los caminos del África profunda, los líquenes se empericotaron en algunas piedras y el bosque se hizo de cuento.


Y la vegetación era demasiado densa y yo quería huir del posible relente y nada cambiaba, todo lo contrario, atravesé un prondoso valle y luego una indicación me metió en el parque natural de S'Albufera des Grau. Ya no podría quitarme los mosquitos de encima. Hermoso lugar para un final de jornada, pero demasiado frondoso, demasiados mosquitos. Por demás después de mi encuentro con la formidable culebra de la mañana anterior prefería dormir sobre un lugar despejado.


Se echó la noche encima. Al fin encontré un lugar algo abierto en la parte prominente de un breve collado y allí me quedé, en mitad del camino, más allá olía a mucho bicho suelto. Mi saco de verano quedó extendido a pie de una gran roca. Croaban las ranas, los mosquitos rondaban como una nube alrededor de mi cabeza. Por cierto también el zureo de las palomas, el ladrar de los perros, el zumbido de los insectos, ese vuelo junto al oído que hace prever que a punto están de meterte un aguijón por algún lugar de tu cuerpo.

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