Con mi amiga Rita en la Peñota






Mi amiga Rita es sumamente puntual. Las cuatro de la mañana. Cuando bajo la luz de las farolas enfilo la ancha avenida en donde ella vive, ya tengo allí los faros de su coche que me vienen al encuentro. Hoy queremos ascender a la Peñota, un mirador especialmente atractivo para la hora del amanecer. Dejamos un coche en el Puerto de los Leones y con el otro nos vamos a Los Molinos, el punto donde comienza nuestra ascensión. Es la primera vez que salimos juntos en una excursión nocturna de estas características; Rita es buena deportista pero no parece habituada a caminar por los montes, tampoco se lo he preguntado. El camino arranca junto a la vía del ferrocarril, una pista que a la luz de la luna asciende poco a poco hasta dejar ver a nuestros pies el llano madrileño profusamente iluminado con el ambarino resplandor de su color miel. Una luna mediada deja su débil rastro luminoso sobre la pista de macadán. En el bosque sólo se oye nuestra amistosa cháchara. Cuando nos internamos en el pinar un ruido de follaje repentino me hace pensar en un jabalí; no, es un ruido más pesado, menos contundente que el de un jabalí dándose a la fuga; resulta ser un caballo.


Con Rita la conversación resulta fácil y agradable; llenamos nuestro caminar con nuestra charla. Terminamos pegando la hebra en torno tantra. Probablemente no venga a cuento hablar aquí en un blog sobre los caminos del tantra, así en mitad de la noche mientras ascendemos tanteando el terreno con los pies cuando el bosque se hace denso y el sendero ominoso, pero para el caso da igual, no es si viene a cuento o no lo que me interesa. Yo intentaba llevar la conversación allá donde creía que podía contribuir a un acercamiento en que mis dedos pudieran alcanzar su mano o su mejilla en algún momento, principio, pensaba yo, de lo que pudiera ser un rato de solazarse al sol y procurar a mi cuerpo un trozo de ese soterrado deseo que habita permanentemente en el hombre; tocar un cuerpo de mujer en definitiva, ese parecía ser la intención dominante cuando la cháchara derivaba de un tema x a un tema z. Rita es una mujer de armas tomar y de una iniciativa de echar a uno para atrás, era obvio, pero había que probar.
Cuando empecé a filosofar, se me ocurrió que una buena forma de comenzar era mencionar esa corriente del tantra sobre la que había estado leyendo un tiempo atrás. Se lo dije, le comenté que en lo último que estaba leyendo sobre ese asunto había descubierto un buen número de claves que podían ayudar a hacer más interesante la vida. Ella lo único que conocía del tantra estaba relacionado con el sexo, tenía la idea de una técnica mediante la cual se conseguía "eyacular para dentro". Eso dijo. Como yo quería a toda costa envolver mi frágil intención en blando plástico de burbujas que amortiguara mi ambiguo deseo de la hora del alba, me tocó hacer un sucinto resumen del tantrismo y para ello utilicé el símil del enjambre de abejas y las interconexiones del universo del que nosotros insignificantemente formamos parte, ese algo que hay en la naturaleza en donde cada ser, por pequeño o grande que sea, inteligente o carente de razón, que hace que cada abeja volando su propio vuelo siga, además, inexorablemente no solamente el vuelo del conjunto del enjambre, sino el objetivo, el destino que éste ha elegido; un lugar en donde el individuo vive su propia vida ligada inevitablemente al conjunto social en que está inserto; en el universo parece suceder algo similar, estrellas, planetas, galaxias, nosotros mismos, nos movemos como si aquel fuera una especie de enjambre girando intemporal y silencioso en el tiempo y en el espacio; infinito, sin finalidad, sin Dios, sujeto únicamente a la armonía y a la cohesión que nace de la interconexión, de la relación de sus componentes unos con otros. No necesitaba ningún Dios el Universo para existir plena y satisfactoriamente en medio de esa bolsa amniótica de la nada en la que todos giramos sin se conscientes de ello.
Todo esto lo fui hilando como sobrio argumento que me ayudara a ir abriendo cauce allá, En la noche oscura,

(En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
(¡oh dichosa ventura!)
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.)

no de amores tan sublimes como los del místico que estos versos escribía, que no es necesario llegar a tanto para un humilde pecador como un servidor, que tan sólo escondía tocar un cuerpo de mujer, sino como agradable conversación con que aproximarme al fruto prohibido.
 Y así, palabra a palabra nos fuimos aproximando al collado de Cerromalejo. Los brazos estirados de Orión se alzaban, allá, sobre el alfombrado llano madrileño de la iluminaria pública, como espantado personaje bíblico que estuviera lanzando un sermón exaltado a los dormidos feligreses de la región conminándolos a ser castos y obedientes a sus dioses. Castor y Pollux, más pacíficos ellos, pegaban la hebra sobre nuestras coronillas junto al impávido y silencioso Júpiter. Por levante la luz del alba comenzaba a abrirse camino en torno a las cumbres de Cabeza de Hierro y Maliciosa.
Conversación pues como murmullo de brisa en las hojas de los álamos, perífrasis con la que acercarse al perímetro vital de esa voz que tras de mí, al paso calmo del que trata de hacer del instante un apacible encuentro con el no yo, el otro, con el conjunto magnífico de la oscuridad, la noche, el bosque, la brillantez taciturna de Venus asomando entre las ramas de los pinos; que tras de mí escuchaba, contaba, narraba; recordar, inquirir, interesarse por la pulpa que poco a poco las palabras, sometidas a la obligada sordina, en la que el crujir de ramas y hojas transformaba nuestras voces bajo el peso de nuestras botas, las palabras destilaban. Porque eran las palabras, espléndidamente simples ellas en esta ocasión, las que constituían el arroyo arruyo cantarín de nuestras voces, las que se abrían paso en el boscaje a través del cual nosotros tratábamos de abrir cauces de luz; ¿o/pero no serían más bien las palabras puentes, rocas y piedras en el lecho del río mediante las cuales sortear la distancia, aproximar las orillas?, ¿o incluso, quién puede dudarlo, el rumoreo obligado de los circunloquios que tratan de ser preámbulo al galanteo frente a una posibilidad posterior, más arriba, cuando las palabras, sumadas unas a otras hayan ido construyendo un cómodo paso mediante el que abordar los francos pedregosos de la curiosidad, acaso del deseo del otro?; curiosos meandros del galanteo en este caso; ¿o también, simple y llanamente el placer de las palabras, el placer de la voz, voz de mujer, la suya, voz de hombre, la mía; el placer de escucharse mezclada, entreverada tu voz en la suya, en la débil luz que empezaba a teñir el bosque de liviana claridad; entreverada su voz en las músicas que hacen de lo femenino un lejano fermento de instancias situadas más allá de la vida y la muerte; ese koan, dos manos que dan una palmada: Este es el sonido de dos manos, ¿cuál será el sonido de una mano?
Y así, paso a paso, palabra a palabra, los canchales de la cumbre se fueron acercando a medida que la luz fue haciéndose densa y cálida. En lo alto, sobre una mole de granito, y junto al cilindro de hormigón, centro geodésico del lugar, celebramos nuestro encuentro con la cumbre y el sol que en aquel momento despegaba tembloroso hacia levante a los pies de La Maliciosa.
Fue una hora después, cuando la temperatura se hizo apacible y sedosa que buscamos acomodo en un prado que se extendía a los pies de una mole rocosa. Allí ella extendió su chubasquero e hizo una sucinta invitación para que me tumbara a su lado, allí se tropezó su bota con mi pie; cierta sorpresa, ¿casualidad, gesto con algún significado, prolongación de un sobreentendido?; allí se tropezó poco después mi pie con su bota. Por demás ella llevaba todavía puesto los guantes y hube de encontrar el modo de que los desnudara y mi mano tomara la suya, envolviendo así en palabras forzadamente indiferentes el acto, como quien no quiere la cosa, vamos. Era muy pronto y nuestro final de excursión no estaba lejos, así que había que probarlo, era la última oportunidad.


Más palabras, esta vez sentidas palabras salida de íntimos rincones de la memoria, palabras adensadas de convicción que acaso trataban de encontrar el momento preciso del inciso, que creyeron encontrarlo en cierto instante y que pronunciadas las palabras, había que averiguar si aquel pie y aquella invitación a tumbarse así tan inesperadamente en el suelo, cuando tan buen respaldo se ofrecía en el recién dorado granito; momento del inciso en que por fin fuera manifiesto el deseo de tocar aquella piel, acariciar aquella mejilla. Mas tan fugaz como la sugerencia, más leve e imperceptible si cabe, fue la negación de proseguir por aquellos derroteros; como una leve coma en el discurso, apenas más. Y entonces volver al recurso de las palabras, envolver con papel seda lo claramente no dicho, y proseguir allí donde la conversación había quedado varada entre la expectativa y el deseo de aclarar aquellos primeros gestos.
Ella se volvió amable, interpuso su cuerpo entre el sol y mi mirada, su pelo rubio castaño brillaba en el contraluz de un cielo intensamente azul.




1 comentario:

manipulador de alimentos dijo...

Brillaba en el azul del contraluz del cielo...