La Maliciosa como telón de fondo



Había quedado en mitad de la noche con una mujer con la que coincidí días atrás en casa de amigos comunes, tras saber ambos de nuestra afición a caminar. Mas cuando temprano a las cuatro y media de la mañana me pasé a recogerla, sorpresa, me encontré con que no sólo tenía marido como en los versos de Lorca, sino que el marido en persona se aprestaba a acompañarnos. Una sorpresa; cosas que pasan, me dije enseguida.



Una contrariedad, porque entre otras cosas mis hábitos de caminante solitario me dicen que dos, bien, aunque somos ya mucho, pero tres ya me parecen una multitud. De las otras cosas: pues que mi curiosidad en este caso es algo exclusivista y si he de caminar acompañado prefiero una mujer a mi lado; sea quien sea ella y la edad o el estado civil que pueda tener, su cercanía se me presenta generalmente con cierto cariz halagüeño. Su proximidad, pese a lo común del caso en tan variadas circunstancias de la vida para cualquier habitante de este planeta, siempre parecen tener cierto aire de excepcionalidad: ser mujer era, es ser otra cosa, nada que tenga que ver con un compañero de trabajo, un amigo, un conocido; ellas, lejanas, ideales, deseables tan frecuentemente cuando se muestran desposeídas de las toscas realidades que conforman la prosa de lo cotidiano; ellas, las de peculiar voz, objeto reiterado del fecundo imaginar de los hombres, pueden llegar a ser, amén de un placer por el sólo hecho de pensarlas, un verdadero dolor de cabeza para los incautos cuya imaginación corre más aprisa que la propia sombra; ya se sabe, pero no importa, la cabra tira al monte en todo caso. Sin embargo por ahí por ahí anda la gracia, jugar con las distancias puede llegar a convertirse en un sofisticado deporte en donde los dos planos, realidad e imaginación, arriesgan transformarse en entidades físicas con campos magnéticos de compleja y agradable variabilidad, en los que los jugadores tanto pueden gozar de las sutilezas de un juego inteligente inventado y desarrollado por y para ellos mismos, peripecias entonces de lo que se dice y se hace que pueden ser dignas de sabrosos recuerdos posteriores, como sucumbir ambos a la incapacidad para sacar partido al juego convirtiendo en anodino el resultado del encuentro.
Esto, claro, lo pienso ahora; probablemente lo intuía antes pero nada más. De ahí mi invitación ligeramente interesada, y mi decepción, por tanto, cuando me encontré con que ese pequeño juego que yo inconscientemente había imaginado, se venía abajo. Nada estaba más lejos de mi intención que llenar esa media hora larga de automóvil de la madrugada con un parloteo que en todo caso me sería ajeno. La situación no tenía atractivo. Ni juego de género, ni magnetismo.
La noche era pastosa, fuera de la pista no se veía lo que estaba bajo nuestros pies, el riachuelo cantaba a nuestra derecha, de vez en cuando nos extravíabamos, me veía obligado a encender la linterna para volver a encontrar el camino. Me gusta caminar en la oscuridad, también en esta, hechas de betún y murmullo de agua.

Mis compañeros de excursión me siguen silenciosos a unos metros. Después de pasar la fuente de la Campanilla, arropado en la oscuridad y en el silencio, me encapsulo en mis reflexiones. Entro en el ambiente de la novela que estoy leyendo, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, algo sobre la maravilla humana. Virgilio se está muriendo, monologa, está a punto de destruir su obra magna, La Eneida. La maravilla humana; había retenido estas tres palabras durante la lectura de la tarde anterior. Pese a los cretinos de siempre, pese a ellos... porque mediatizados como estamos, la crisis, la corrupción, la sumisión al Becerro de Oro, las cosas se nos presentan como si en estas condiciones sólo tuviéramos tiempo de ver en la sustancia de nuestra humanidad miseria y castañear de dientes. Y sin embargo ello no nos debería privar de seguir viendo en la tela primordial del ser humano ese flujo de maravilla que nos sorprende cuando, aislando la codicia, la maldad o cualquiera de los congénitos males bíblicos, somos capaces de acercarnos a él con la inocencia de un recién nacido que nada más abrir los ojos se encuentra, junto a las plantas y los animales, impasibles y encerrados en un mecanismo genético que actúa al margen de una voluntad, con un universo que, siendo en su principio absolutamente nada, se hizo lenguaje, aprendió a caminar erecto y durante miles de años laboró, creó, llenó el planeta de rincones de belleza, se sustrajo a la inclemencia el tiempo... Interrupción: plas, porrazo, mi bota se ha hundido bajo unas matas de brezo y me he dado de bruces con el suelo. Enciendo la linterna, aprovecho para despojarme del jersey. Volvemos al camino. En lo alto ha aparecido el cuerno de la luna.

Ahora, cuando el camino empieza a empinarse en una ladera hecha de cascotes inestables, la obra de Broch me trae a su vez el Dido y Eneas, de Purcell; la voz de Dido plañe escalofriante en la noche por la partida inmediata de Eneas. Voz de mujer deshecha en llanto mientras los bucles del camino nos van elevando hacia el collado del Piornal. He oído múltiples veces esta partitura mientras caminaba por los montes; siempre recorre mi piel un leve estremecimiento cuando la escucho; esta noche sólo trato de recordarla, convoco a las bellas voces, a sus inflexiones, oigo a Eneas enunciar the destiny, mientras Dido, agitada, precede al coro con sus exaltaciones. Antes del collado hay que volver a abrigarse, el viento barre la ladera. Echo me menos mi ipod y mi música; a veces el ánimo me pide imperiosamente una música concreta; me sucede hoy. El caminante solitario que llevo dentro se hace exigente. Cuando llegamos a lo alto una cinta de fuego cruza el horizonte sobre las sombras encrespadas de la Pedriza; un toro posa a contraluz para mi cámara reproduciendo el famoso anuncio de hace décadas de Osborne en los francos de las carreteras.
De allí a la cumbre nos queda apenas quince minutos. El sol empieza a asomar por el horizonte cuando llegamos a ella. Una luz cálida baña las rocas de la cima. Hacemos las fotografías de rigor.

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