En la isla de El Hierro


El Hierro
Diciembre de 2012









San Andrés, 7 de diciembre

 La placidez de las travesías marítimas por corta que ésta sea, el murmullo de las voces, el balanceo del barco, el llano infinito del mar, azul, silencioso, la silueta de una isla en el horizonte que poco a poco viene hacia nosotros como la imagen de un zoom. El Hierro es desde el mar lejano como la curva de una uña asomando sobre el agua, sin formas, una aguada azul oscuro a cuya derecha, a media altura, aparece la mancha clara de la ciudad de Valverde.



No sé por qué había imaginado yo en El Hierro amplios rincones desérticos con dunas y asalvajados paisajes. Quizás lo soñé. De momento la isla es un inmenso volcán cuya caldera se hunde al norte en el mar desplomada desde los altos de Valverde y San Andrés.

Habría sido muy cómodo coger el autobús en el puerto y quitarme del medio setecientos metros de desnivel, pero resistiré la tentación y subiré desde el  mar hasta las cimas de la isla a pie. Conservo fresca la imagen de un amigo, José Luis Arrabal, el Miembro, le llamábamos, cuando en los años gloriosos de nuestras primeras ascensiones a los Picos de Europa, todos, espoleados por las prisas de llegar cuanto antes a Vega Urriello bajo la cima del Narajo de Bulnes, tomábamos sin dilación el teleférico de Fuente Dé mientras que él con su melena de cuatro o cinco palmos se aprestaba a hacer la ascensión a pie. Ni siquiera permitía que le subiéramos el macuto, un purismo que hoy todavía sigo admirando cuando recuerdo desde el teleférico el desnivel desproporcionado que éste salvaba. El Miembro murió intentando la primera invernal a la oeste del Naranjo de Bulnes. Las fotos que ofrecieron la prensa de sus últimos momentos después de que fuera recatado por un ligero helicóptero francés eran de una emotividad estremecedora; con sus largos cabellos negros, después de muchos días de inanición colgado en la pared, su rostro había adquirido la belleza y la adustez de un mártir. Es una cosa boba acaso, pero me acuerdo muchas veces de él en estas circunstancias en que mi comodidad pretende ahorrarse unos cientos de metros.

El esfuerzo es un buen acicate para sentirse bien. El barco empieza a hacer la maniobra de atraque frente al camino que se eleva tenue en la falda de la ladera. Ladera desnuda de bajos matorrales que cruza acarcavada toda la falda montuosa de la isla.
El calor me coge por sorpresa. Vertiente de lava en donde los pies no se tienen, escurridiza grava que, junto al calor que cae a plomo sobre la pendiente desnuda, convierten cada paso en un esfuerzo que no esperaba. Sólo unos pocos cactus animan el paisaje, algunos dragos enanos. Abajo está el mar y sus grandes rizos y un mazo a lo lejos que golpea ininterrumpidamente contra algo metálico. Tumbado a la leve sombra de un cactus degusto una muy ligera brisa que recorre la ladera.
San Andrés queda ochocientos metro más arriba sobre la cordal central de la isla. Demasiado lejos como para pensar en comer allí. Más arriba el terreno continúa pero la lava ha desaparecido bajo una capa de verde tierno que alfombra los alrededores del camino. Antiguas vallas de piedra que deben de llevar siglos sin utilizar y una vieja cabaña de pastor es todo lo que hay. Mi cuerpo se resiente de las demasías de ayer. El asfalto ha debido dejar también su huellas en la planta de mi pie izquierdo. La temperatura se ha suavizado después de que el cielo se cubriera con una delgada capa de nubes.
El placer de vivir me hizo olvidar el cansancio del viaje y casi me hizo llorar. (Basho).
Y mientras me tomo un respiro saco mi kindle y escribo, leo a Basho. ¿Hacia literatura Basho cuando escribía o realmente asolaban las lagrimas sus ojos, o no había una metáfora entonces más acertada para expresar la emoción?


Tratar de escribir en el kindle tumbado en la tienda es un ejercicio complicado que debería probar alguna vez. Pruebo. La mínima de dieciocho grados que vi en casa debería referirse a otro país y a otras alturas. Aquí, a mil doscientos metros de desnivel, en la alta cordal de El Hierro, hace un frió que pela cuando ha caído la noche.
Me tomé la subida tan tranquilamente que llegué a San Andrés cuando la luz estaba a punto de marcharse. Después de alcanzar Tiñor, una aldea mínima, el paisaje se hace tierra de vacas, laderas cubiertas de hierba donde crecen pequeños bosquecillos de pinos. En el sendero una pareja llena el maletero del coche con la pinácea de los alrededores. Lo mismo hacía yo en casa cuando necesitaba un modo rápido para encender la chimenea. Me gustaba; un agradable olor se extendía por los alrededores de la casa cuando encendía  con las hojas de los pinos.
En el bar de San Andrés tenían lasaña y bacalao. Tuve que pedir que me envolvieran una mitad para poder llevármelo. Esta gente sirve platos muy generosos. Ya de noche encontré un bonito prado en las cercanías del pueblo.
Da  gusto volver a encontrarme dentro de esta mini casa donde tantas noches he pasado de caminata por el país o por los Alpes o el Pirineo. Uno termina cogiéndole cariño a esta prolongación del yo que son los reducidos enseres que nos acompañan en las caminatas por el mundo.

1 comentario:

LuisBas dijo...

Bueno, pos tambien a mi se me ha encojido el corazon recordando a Jose Luis, el Miembro, buen montañero, buena persona y ademas de tio devertidisimo compañero en el Navacerrada, Q.E.P.D.