Ferry
entre Tenerife y La Gomera, 4 de diciembre
Un
barco de otra época se mecía temprano en la bahía de la playa de Los
Cristianos.
Ayer,
cuando iba a encender la chimenea, reparé en que los folios con que iba a
hacerlo en su dorso contenían unos versos. Al principio del otoño hice limpia
entre mis cosas y como resultado de ello montones de papeles fueron amontonados
junto a la chimenea para servir al fuego. No los miré con mucho detenimiento. En
vez de hacer fuego con ellos los guardé para mirarlos más adelante, quizás
cuando ya estuviera de viaje; una simple curiosidad. Ahora estoy en la cubierta
del Volcán de Taburiente, el barco que hace el servicio esta mañana entre Los
Cristianos y San Sebastián de la Gomera. Al ir a meter el billete en mi bolso
me tropecé con aquellos folios; es curioso cómo montones de papeles fueron
garabateados tiempo atrás para convertirse después en material propicio para
encender el fuego de mi chimenea de un invierno cualquiera, caen
accidentalmente en mis manos poco antes de poner bajo la llama de mi mechero y
cómo me detengo un instante para ver qué es lo que está escrito allí a punto de
desaparecer, y cómo de nuevo, el trozo de alma que aquellos versos recogían de
una lluviosa tarde madrileña, vuelve a mí con fuerza nueva en esta espléndida
mañana mientras navego por el Atlántico camino de una isla en la que espero
perderme unos días con el único objeto de caminar y admirar los bosques de
laurisilva de Garajonay. Y sí, cómo me admiro de lo que allí se dice, del cómo
de la suerte que tuve de vivir una experiencia de la que manaba pus y un toque
de iluminación y dicha; la carne de quien ha resucitado tocando con la yema de
los dedos un pedazo de dichoso infierno y entre cuyas llamas el paraíso
mostraba el esplendor de un gozo desconocido. Y así, mientras hago tiempo para
tomar el ferry, echo mano a eso folios que se salvaron del fuego y antes de
tirarlos a la papelera leo el mutilado final de un poema:
…y antes fue pasear la ciudad
cerrar los ojos bajo la lluvia
en un banco del paseo del Prado
donde tiempo atrás, un día de abril,
me embadurnaba de vaselina apremiado por un
maratón;
fue comer crema de espárragos y bacalao a
la vizcaína,
y sestear en una calle de Lavapiés
repantigado en el interior de un coche,
y orinar largamente en un caperuzón de
plástico verde botella.
Llovía. A veces estruendosamente.
Era grato mirar deslizarse el agua en el
cristal del limpia.
¿El cometido?
Llenar mi tiempo de tiempo,
amontonar las horas como se amontona el
carbón frente a una mina,
y mirarle a los ojos.
El tronco descortezado de la ciudad
soltaba espinas que se introducían entre
las uñas y la carne de mis dedos.
También estuve en el teatro,
Y cené con mis hijos,
Y terminé clavando palabras sobre la brumosa
claridad de un monitor.
Y
mientras vamos dejando atrás el puerto y la silueta a la aguada de la mole del
Teide, el nombre del barco arrastra tras de sí el recuerdo de mi caminata del
pasado año a través del abrupto escenario de la Cadera de Taburiente, uno de
los pasajes más salvajes que conozco. Una magnifica experiencia que lo fue por demás
debido a las condiciones con las que tropecé, un día de niebla y ligero
orballo que hacía de aquellas cárcavas y desfiladeros un escenario propio para
el principio de los tiempos. Su soledad ponía una excitante emoción en todo mi
cuerpo. Caminar solo tiene con alguna frecuencia cierta clase de compensaciones
imposible de captar entre el ruido de las muchas voces; atento como está uno a sí
mismo y a cuanto le rodea, agarrado por el peligro, la lluvia, esa inmensa
soledad de los derrumbaderos de las paredes internas del volcán, la sensación
de vacío y de camino entre la nada y las nubes, el tiempo pasa absorbido y magnetizado,
como si no existiera; y yo dentro de él como dentro de una bolsa amniótica de
la que extrajera toda la sustancia vital del momento.
Una experiencia
que he vivido de maneras diferentes en estas islas, que contienen sin duda una
parte importante de nuestros mejores rincones naturales; los asombrosamente ubérrimos
barrancos de La Palma, las dunas y salvaje costa noroeste de Fuerteventura, los
colores del mar y de lava de Lanzarote, su barranquera del norte, el paisaje lunático
de las Cañadas del Teide... Lo que me queda por descubrir lo tengo por delante
estos días: Gomera, Garajonay, el enorme cono volcánico de la isla de El Hierro;
incluso me dé tiempo antes de Navidad a pasear por los altos de Gran Canaria. Depende
de cómo tenga el ánimo, las piernas y lo mucho o poco que me empujen en casa
para que vuelva a mi monasterio a arreglar arriates, plantas frutales o atender
al mantenimiento de nuestro entorno conventual en donde un servidor y mi chica,
la hortelana, hemos tenido la suerte de organizar la vida de nuestro último
invierno. De ese modo lo sentía ayer por
la mañana cuando solo en casa sentía el estremecimiento de la vida en medio del
bosquecillo de las acacias, los álamos blancos, la pajarería de las ramas en
donde había un huésped nuevo que no falta cada año en esta época: la abubilla
que no duda en hacer su nido cada primavera en el desván de casa.
Me costó salir del monasterio y la celda de mi
cabaña, pero aquí estoy en una mañana de invierno en un ferry sobre las aguas
del Atlántico empujándome a mí mismo hacia el borde de lo desconocido, a probar
si con un poco suerte esa parte de mi yo que es la naturaleza y el mundo exterior,
en donde mis pulmones y mis piernas buscan un poco de iluminación y de gozo en
el aislamiento junto al mar, se hacen un hueco en mi yo de manera que ambos,
ella y yo, podamos sentir algo de especial en el tegumento ordinario de unos
pocos días de fin de otoño.
2 comentarios:
Alberto me encanta seguirte en tus viajes aunque sea a través de las fotos, sin menos preciar tus excelentes textos.
Se agradece. Han sido unos días majos estos de Gomera y Hierro. Nuestras islas son un tesoro.
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