Jamón de pata negra


Mirador de Las Nieves, 4 de diciembre



 Es imposible adivinar la riqueza que se va a encontrar más arriba, cuando perdido de vista San Sebastián de la Gomera, el camino se adentra en las montañas y desde lo alto la vista alcanza hasta el mar hacia el sur y el oeste. Los barrancos, que nacen en la complejidad de dos o tres cordales, bajan abruptos y llenos de secretos hasta el mar, retorcidos y rodeados de grandes peñascos que caen verticales sobre la angostura. Es el paisaje que danza allá abajo, tras un primer plano de palmeras, dragos y pitas todavía a falta del espárrago de sus flores; también junto al camino surgen pequeños e impenetrables bosques de añosos brezos.
La sensación de estar atravesando un hermoso país de complejo relieve y exuberante vegetación. En el tramo de hoy algún lugar muy espectacular que la gente de medio ambiente ha balizado y arreglado; es de agradecer.



Me tomo un piscolabis en un mirador salpicado de palmeras y alfombrado por un verde rabioso. Misterio más sustancioso que el de convertir el agua en vino, es el de transformar la hierba en jamón de pata negra. Estamos tan acostumbrados a tenerlo todo tan delante de las narices que no somos capaces de apreciar las maravillas que se operan en la madre naturaleza. Viene esto a cuento de que estando tomando este pequeño respiro a la sombra de una palmera desde donde el mar quedaba ya muy lejos, y las lomas, verdes y primaverales, en una larga sucesión bajaban hasta la costa adornadas con pitas y cactus,  mientras masticaba una tableta de chocolate, oí un familiar ronzar a mis espaldas. Y hete aquí, que en el campo solitario, las alturas de la sierra desde donde sólo se ven dragos y palmeras y un mar que refulge a lo lejos como un inmenso espejo de plata, de pronto aparece una familia de enormes y animosos cerdos dispuestos a merendarse el verde tapiz herboso sobre el que estoy tumbado. Negros y activos, no como aquellos otros que me encontré en cierta ocasión atravesando Castilla en el GR-10, en las cercanías de Ciudad Rodrigo, que vivían, cerdos ellos, nunca mejor dicho, anonadados, muertos de calor en medio de la solanera, dormitando revueltos en el barro de un enorme albañal como si estuvieran bajo el efecto de una sobredosis de LSD. 
Estos de aquí no paran: ra, ra, ra; comen y comen sin parar, y engordan y engordan… ¡ay, amigos!; ¿pa qué?, como decía aquel; el instinto de comer, de llenar la barriga a toda costa a lo largo del día, sólo para sin ellos saberlo, y ni falta que les hace, convertirse en buenos y sustanciosos jamones, solomillos, tocino, chuletas, crujientes cortezas. Indigno porvenir, podrían pensar algunos, a juzgar por el dicho: ¡sois unos cerdos! Aunque bien mirado un buen jamón siempre es un buen jamón, alguna boca lo degustará agradecida; cosa que podría considerarse un desmérito por nuestra parte si nos comparamos con los cerdos, ya que nosotros, nuestro cuerpo, no puede llegar a la meritoria posición gastronómica de ellos; a nuestro cuerpo sólo le es permitido convertirse en pura carroña, en sustento de apestosos gusanos, blancos, pequeños, malolientes, un poco repugnantes por cuanto junto a ellos sólo es posible contemporanizar con la fétida pestilencia. Nunca nos cabrá a nosotros la fortuna de convertirnos en algo tan útil para nuestros congéneres como lo serán en unos meses estos enorme gochos que comen despiadadamente frente a mí merendándose el prado; eso, no nos caerá en suerte convertirnos en un buen jamón que pueda ser regado posteriormente con un buen Ribera del Duero.



Una pregunta, ¿de dónde coño salen esos gusanos nada más diñarla, que parecen estar ahí dentro de nuestros cuerpos montando guardia, esperando ese momento cero, a que nuestro corazón deje de funcionar para salir de su escondrijo y darse un festín con las partes más apreciables de nuestro cuerpo, las vísceras, la pirindola, las orejas de oír, los ojos con los que tantas cosas hermosas hemos visto, los oídos que han escuchado el arrullo de los pájaros y la voz de una amante, que se deleitaron con música de Mozart o de Pink Floyd, ahora pasto de asquerosos gusanos blancos; nuestros ojos que admiraron el cuerpo de tantas mujeres, que excitaron nuestra pasión, que sirvieron a nuestro gusto de ver en los colores y en los cuadros un mundo gratificante? Y el tacto, devorada también su compleja red de suave textura por los vermiformes animalejos, horadada, rota, imposibilitada ya de acariciar y ser acariciada, y todo por esos gusanos cabrones que devoran toda cosa viva que encuentran.
De ahí, que benditos cerdos que alimentándose de la misma verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto tierno y espeso, que elevaran del cielo siglos ha al hijo de Cronos mientras estrechaba entre sus brazos a su esposa, se acostaran allí y se cubrieran con una hermosa nube dorada, de la que caían brillantes gotas de rocío; que alimentándose así convierten los verdes y floridos tapices de la tierra en noble y apetitoso sustento.
Más tarde los cerdos se fueron y las lomas quedaron silenciosas, el cielo azul, las palmeras señoriales.

En casa, con ayuda de Wikiloc.com y de GoogleEarth había diseñado un itinerario circular de la isla en el sentido antihorario, pero ya en el barco, y mientras me acercaba a la isla, cambié de opinión y me sentí fuerte para superar los mil quinientos metros que me dejarían en lo más alto de Garajonay, mi primer proyecto. Por demás la temperatura primaveral invitaba a dormir entre las cumbres. En el cielo lucía aún la  media luna que me había acompañado días atrás en mis paseos de la madrugada.                           
El final de la tarde transcurre en un mirador, el de las Nieves a mil doscientos metros sobre el nivel del mar con una amplia vista sobre los barrancos de occidente. Concluyo el día con la lectura de Sendas de Oku, de Matsuo Basho (Japón 1644-1694), un largo viaje del poeta japonés por el norte del país. Escribe Basho: Para viajar debería bastarnos sólo con nuestro cuerpo; pero las noches reclaman un abrigo; la lluvia, una capa; el baño, un traje limpio; el pensamiento, tinta y pinceles. A Basho también le pesaba su equipaje. Cuatro siglos de historia han conseguido reducir en peso ese equipaje mínimo, siete u ocho kilos a la espalda sustituyen hoy la necesidad de una posada, mi ebook reemplaza a la tinta, al papel y a los libros, y el traje limpio es sustituido por una simple camiseta y unos pantalones comprados en un chino.
Me dolían los huesos, molidos por el peso de la carga que soportaban, añade el poeta más adelante. En eso estamos a la par, los tiempos no han cambiado, viajar, caminar, cansa, al final del día el cuerpo reclama un lecho; el mío en esta ocasión será una amplia mesa de tablas; mi cobijo, el tejado del mirador.
La noche se echa encima y el frío se hace dueño del lugar. Buenas noches.











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