Mirador
de Las Nieves, 4 de diciembre
La
sensación de estar atravesando un hermoso país de complejo relieve y exuberante
vegetación. En el tramo de hoy algún lugar muy espectacular que la gente de
medio ambiente ha balizado y arreglado; es de agradecer.
Me
tomo un piscolabis en un mirador salpicado de palmeras y alfombrado por un
verde rabioso. Misterio más sustancioso que el de convertir el agua en vino, es
el de transformar la hierba en jamón de pata negra. Estamos tan acostumbrados a
tenerlo todo tan delante de las narices que no somos capaces de apreciar las
maravillas que se operan en la madre naturaleza. Viene esto a cuento de que
estando tomando este pequeño respiro a la sombra de una palmera desde donde el
mar quedaba ya muy lejos, y las lomas, verdes y primaverales, en una larga
sucesión bajaban hasta la costa adornadas con pitas y cactus, mientras masticaba una tableta de chocolate,
oí un familiar ronzar a mis espaldas. Y hete aquí, que en el campo solitario,
las alturas de la sierra desde donde sólo se ven dragos y palmeras y un mar que
refulge a lo lejos como un inmenso espejo de plata, de pronto aparece una
familia de enormes y animosos cerdos dispuestos a merendarse el verde tapiz
herboso sobre el que estoy tumbado. Negros y activos, no como aquellos otros que
me encontré en cierta ocasión atravesando Castilla en el GR-10, en las
cercanías de Ciudad Rodrigo, que vivían, cerdos ellos, nunca mejor dicho,
anonadados, muertos de calor en medio de la solanera, dormitando revueltos en
el barro de un enorme albañal como si estuvieran bajo el efecto de una
sobredosis de LSD.
Estos de aquí no paran: ra, ra, ra; comen y comen sin parar, y engordan y engordan… ¡ay, amigos!; ¿pa qué?, como decía aquel; el instinto de comer, de llenar la barriga a toda costa a lo largo del día, sólo para sin ellos saberlo, y ni falta que les hace, convertirse en buenos y sustanciosos jamones, solomillos, tocino, chuletas, crujientes cortezas. Indigno porvenir, podrían pensar algunos, a juzgar por el dicho: ¡sois unos cerdos! Aunque bien mirado un buen jamón siempre es un buen jamón, alguna boca lo degustará agradecida; cosa que podría considerarse un desmérito por nuestra parte si nos comparamos con los cerdos, ya que nosotros, nuestro cuerpo, no puede llegar a la meritoria posición gastronómica de ellos; a nuestro cuerpo sólo le es permitido convertirse en pura carroña, en sustento de apestosos gusanos, blancos, pequeños, malolientes, un poco repugnantes por cuanto junto a ellos sólo es posible contemporanizar con la fétida pestilencia. Nunca nos cabrá a nosotros la fortuna de convertirnos en algo tan útil para nuestros congéneres como lo serán en unos meses estos enorme gochos que comen despiadadamente frente a mí merendándose el prado; eso, no nos caerá en suerte convertirnos en un buen jamón que pueda ser regado posteriormente con un buen Ribera del Duero.
Estos de aquí no paran: ra, ra, ra; comen y comen sin parar, y engordan y engordan… ¡ay, amigos!; ¿pa qué?, como decía aquel; el instinto de comer, de llenar la barriga a toda costa a lo largo del día, sólo para sin ellos saberlo, y ni falta que les hace, convertirse en buenos y sustanciosos jamones, solomillos, tocino, chuletas, crujientes cortezas. Indigno porvenir, podrían pensar algunos, a juzgar por el dicho: ¡sois unos cerdos! Aunque bien mirado un buen jamón siempre es un buen jamón, alguna boca lo degustará agradecida; cosa que podría considerarse un desmérito por nuestra parte si nos comparamos con los cerdos, ya que nosotros, nuestro cuerpo, no puede llegar a la meritoria posición gastronómica de ellos; a nuestro cuerpo sólo le es permitido convertirse en pura carroña, en sustento de apestosos gusanos, blancos, pequeños, malolientes, un poco repugnantes por cuanto junto a ellos sólo es posible contemporanizar con la fétida pestilencia. Nunca nos cabrá a nosotros la fortuna de convertirnos en algo tan útil para nuestros congéneres como lo serán en unos meses estos enorme gochos que comen despiadadamente frente a mí merendándose el prado; eso, no nos caerá en suerte convertirnos en un buen jamón que pueda ser regado posteriormente con un buen Ribera del Duero.
Una
pregunta, ¿de dónde coño salen esos gusanos nada más diñarla, que parecen estar
ahí dentro de nuestros cuerpos montando guardia, esperando ese momento cero, a
que nuestro corazón deje de funcionar para salir de su escondrijo y darse un
festín con las partes más apreciables de nuestro cuerpo, las vísceras, la
pirindola, las orejas de oír, los ojos con los que tantas cosas hermosas hemos
visto, los oídos que han escuchado el arrullo de los pájaros y la voz de una
amante, que se deleitaron con música de Mozart o de Pink Floyd, ahora pasto de
asquerosos gusanos blancos; nuestros ojos que admiraron el cuerpo de tantas
mujeres, que excitaron nuestra pasión, que sirvieron a nuestro gusto de ver en
los colores y en los cuadros un mundo gratificante? Y el tacto, devorada
también su compleja red de suave textura por los vermiformes animalejos,
horadada, rota, imposibilitada ya de acariciar y ser acariciada, y todo por
esos gusanos cabrones que devoran toda cosa viva que encuentran.
De
ahí, que benditos cerdos que alimentándose de
la misma verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto tierno y espeso, que
elevaran del cielo siglos ha al hijo de Cronos mientras estrechaba entre sus
brazos a su esposa, se acostaran allí y se cubrieran con una hermosa nube dorada,
de la que caían brillantes gotas de rocío; que alimentándose así convierten
los verdes y floridos tapices de la tierra en noble y apetitoso sustento.
Más
tarde los cerdos se fueron y las lomas quedaron silenciosas, el cielo azul, las
palmeras señoriales.
En
casa, con ayuda de Wikiloc.com y de GoogleEarth había diseñado un itinerario
circular de la isla en el sentido antihorario, pero ya en el barco, y mientras
me acercaba a la isla, cambié de opinión y me sentí fuerte para superar los mil
quinientos metros que me dejarían en lo más alto de Garajonay, mi primer
proyecto. Por demás la temperatura primaveral invitaba a dormir entre las
cumbres. En el cielo lucía aún la media
luna que me había acompañado días atrás en mis paseos de la madrugada.
El
final de la tarde transcurre en un mirador, el de las Nieves a mil doscientos
metros sobre el nivel del mar con una amplia vista sobre los barrancos de
occidente. Concluyo el día con la lectura de Sendas de Oku, de Matsuo
Basho (Japón 1644-1694), un largo viaje del poeta japonés por el norte del
país. Escribe Basho: Para viajar debería
bastarnos sólo con nuestro cuerpo; pero las noches reclaman un abrigo; la
lluvia, una capa; el baño, un traje limpio; el pensamiento, tinta y pinceles.
A Basho también le pesaba su equipaje. Cuatro siglos de historia han conseguido
reducir en peso ese equipaje mínimo, siete u ocho kilos a la espalda sustituyen
hoy la necesidad de una posada, mi ebook reemplaza a la tinta, al papel y a los
libros, y el traje limpio es sustituido por una simple camiseta y unos
pantalones comprados en un chino.
Me dolían los huesos, molidos por el peso
de la carga que soportaban, añade
el poeta más adelante. En eso estamos a la par, los tiempos no han cambiado,
viajar, caminar, cansa, al final del día el cuerpo reclama un lecho; el mío en
esta ocasión será una amplia mesa de tablas; mi cobijo, el tejado del mirador.
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