¿Habrá de obligarse a los esclavos a ser libres?

Monesterio, 27/01/13
Nada más salir del albergue me encuentro una enorme luna lunera cascabelera sobre los tejados de El Real, una luna un tanto brujeril que se esconde entre las nubes para aparecer al rato en un cielo que augura lluvia para dentro de unas horas. Hoy debo de tomar la delantera a la lluvia. No es cómodo eso de mojarse caminando. Por una de las bocacalles asoma la iglesia que ayer al mediodía tenía el campanario lleno de cigüeñas. También ellas duermen. Las últimas luces me dejan sobre una cómoda pista de macadán que se interna en la oscuridad camino del norte. 

En esta ocasión caminaré siempre hacia septentrión, hasta el mismo mar, eso espero. Soy un peregrino un tanto particular, en realidad si hay peregrinaje que valga éste debería dirigirse sin dudarlo a la madre de donde todo procede, el mar. Me gusta la idea de hacer una peregrinación cuyo objetivo es alcanzar el siempre sugestivo espacio en donde la tierra es abrazada por el proceloso océano, el misterio mismo de la primera vida y de lo inconmensurable. Se dirá que esto es hablar por hablar; no, el mar no puede dejar de ser una referencia quasi teológica. Cuando Freud usa el término sensación oceánica, a mí siempre me parece que está hablando de ese algo inexplicable y magnífico que es la vida en su expresión más profunda e inconmensurable. Nada que se pueda explicar, algo profundo e inescrutable frente a lo que uno, amén de sentirse inmensamente pequeño, percibe ambiguamente algo que las religiones se han empeñado en sacralizar y calificar con pomposos nombres de deidades. Hablo de esos especiales momentos en que uno frente a su inmensidad, su olor, su color, su interminable y reiterativo bramar entre rocas o deslizarse suavemente por la arena, se siente solo, en la oscuridad, frente a ella, sobrecogido y algo atónito ante tan extraordinario espectáculo. No tengo ninguna prisa (no debo tenerla), pero sé que en el fondo, al final de este largo camino lo que me debe esperar es el mar. 



Esta mañana me siento un tanto metafísico. La pista sube, baja, describe amplias y largas ondulaciones, pasa junto al arrullo de breves riachuelos. Estoy a gusto, siento una extraña paz dentro. Y es desde esa paz que me digo: sí, la verdad es que no estaría mal que existiera Dios, un ser cercano que supiera comprenderte y con quien pudieras pegar la hebra en esta hora temprana; un dios con quien discutir tanto cacao mental que uno lleva dentro, alguien con quien compartir unos versos, una idea que agarramos por los pelos y que no se deja atrapar del todo, otra que se da de narices con su contraria y que busca una síntesis; amistosa compañía que sabe guardar silencio pero que no duda en echarnos un cable cuando la complejidad de alguna proposición no encuentra salida en nuestro alborotado cerebro. Pero uno, mala coña, no cree en esas cosas desde hace muchos años y tiene que habérselas con su soledad y su soliloquio como única compañía. 


No es difícil imaginar al hombre cavernario, nuestros ancestros más antiguos, buscando en algún momento semejante compañía, recurriendo a la feracidad del Sol o a la majestuosa belleza de la Luna paseando como una reina por el cielo de la noche, o a cualquiera de los otros elementos que pudieran sugerir a aquéllos un ser sobrenatural que viniera a actuar a modo de un padre todopoderoso capaz de conceder sus gracias a sus devotos. Recuerdo en ocasiones a Teresa de Jesús, por quien tengo una cercana simpatía; esa pasión arrolladora que tanto podía ser lo que ella creía como otra cosa, pasión marina, pasión oceánica, sentimientos que nos llegan a poseer hasta el punto de hacernos levitar y a los que cada uno puede dar el nombre que quiera pero que no necesariamente tienen que referirse a un supuesto dios. Cuando la inmensidad entra en nosotros, cuando por obra y gracia de cualquier especial circunstancia ingresamos en uno de esos estados de gracia que tarde o temprano visita a un agraciado mortal, estamos en un momento en que somos capaces de encasquetar tal estado a cualquier circunstancial dios si es que no tenemos otra explicación a mano. Ese estado, que en el budismo zen llaman satori y la mística cristiana calificaría de revelación, es algo que en pequeñas dosis podemos sentir todos los mortales sin necesidad de pertenecer a ninguna feligresía. Creo.


Ayer temprano, al salir de un encinar que se precipitaba cuesta abajo, me crucé con un coreano cargado con dos mochilas. Era joven, chiquitín y lucía una barbita desarreglada propia de los trotamundos de pura cepa. ¿Todo bien?, le pregunté a modo de saludo. Su respuesta fue una amplia sonrisa. Me llaman la atención estos hombres pequeños llenos de fuerza interior. Rodando por tierras de Alaska y Canadá nos cruzamos varias veces con uno de ellos, siempre el mismo después de cientos de kilómetros. Nosotros le adelantábamos con nuestro coche de alquiler, pero mientras visitábamos las montañas o recorríamos los senderos de algún parque nacional, él volvía a adelantarnos con su imperturbable y regular pedaleo. Unas grandes alforjas y un macuto sobre la barra de la bici era todo su equipaje. Tenía pinta de llevar rodando años en aquel jamelgo de dos ruedas. Su casa era su bicicleta, la ribera de un río, la carretera, un bosque. Me lo imaginaba así, el mundo era su casa. El coreano con el que me crucé me hizo recuperar el estado anímico que aquel ciclista japonés resucitó en mí, esa sensación que sustraje de su lento pedalear, de su indiferencia ante la lluvia o el viento. Cuando nos cruzamos con él en uno de los pasos de las montañas Rocosas por tercera vez, no hubiera dudado en dejar allí mismo el dodge color vino burdeos para echarme bajo la lluvia a pedalear por una carretera embarrada que nos llevaba hacia Prince Rupert, en la costa del Pacífico. Tal es la fuerza que nos regalan a veces el hacer de esta gente que con una fuerza extraordinaria en su interior llega a ponerse el mundo por montera. 

La idea es hacer del camino la propia casa, el modus vivendi; algo que no es fácil conseguir; sentirse con la mochila a la espalda, atravesando bosques, bebiendo de un arroyo, caminando bajo la luna, en la propia cosa; una cotidianidad que tarda en venir y en la que todavía yo estoy lejos de instalarme. Cuando el camino es la propia casa, el entorno íntimo en que uno vive, la cosa resulta magnífica. Tú, tu cuerpo, tu mente, todo lo que te rodea se mueven como si fuera uno. Comer, dormir, caminar, defecar, respirar, son actos que se producen en un contexto vivencial en el que el yo, centro de ese universo, parece nutrirse de todo lo familiar-real que le rodea. Quizás se produce una pequeña alteración cuando se entra en un núcleo urbano algo grande, un choque que a mí me cuesta trabajo superar, pero el impacto vuelve a desaparecer cuando uno deja a la espalda el lugar, cuando vuelve a respirar el prana, la energía vital que flota en bosques y llanos, se vuelve a encontrar a los habituales amigos, árboles, prados, senderos.
Y así, ¿tardaré todavía mucho en hacer del camino mi casa?; ¿del camino, del monte, de los encinares y las estrellas? Esa era la pregunta esencial ayer por mañana después de cruzarme con el coreano. Él subía una empinada cuesta y yo descendía el encinar. Tardaré todavía mucho en hacer del camino mi casa; del camino, del monte, de los encinares y las estrellas. 
La luna ha terminado por desaparecer tras una espesa capa de nubes. Hasta ahora la pista ha ido atravesando pequeños riachuelos que he podido sortear, pero cuando una claridad liviana empieza a bañar el horizonte, me encuentro con un verdadero río que invade perpendicularmente mi camino. Miro arriba, abajo: no hay salida. El río se ha desbordado sobre un superficie de hormigón que protege la pista en una longitud de unos quince metros. La profundidad oscila entre cuatro o cinco dedos y más de un palmo. Quitarme las botas en esta oscuridad y pasar a pie enjuto no me hace ninguna gracia. Saco los bastones para prevenir algún accidente y decido atravesar apoyándome en los tacones de las botas para minimizar la mojadura. Allá voy. Plas, plas, plas, plas... joder, podían haber previsto esto... pobres peregrinos. La sangre no llega al río. Antes de salir de casa les di una buena capa de grasa a las botas y parece que algo sí me protegen; de hecho, después de atravesar el río, sólo siento una pequeña humedad en el pie izquierdo.
Una vez superado el paso del río la pista se hace un gracioso paseo en la luz mate y cenicienta del amanecer. Es el tiempo de mi primera lectura. Asumida la necesidad de habitar en un ambiente en que se favorezca la corriente eléctrica que va desde los iones negativos de la atmósfera al campo eléctrico positivo de la tierra, lo que ayuda a mantener nuestras funciones fisiológicas en óptimo estado, el autor de Pranayama enseña ahora a respirar a sus lectores proponiendo ejercicios que aumentan la cantidad de oxígeno que inhalamos y mostrando a dónde y cómo debemos dirigir ese prana vivificador. Durante un buen rato alterno la toma de fotografías con alguno de estos ejercicios. La mañana se ha puesto bellísima, los colores tenues, una ligera capa de rocío que cubre los prados del este, los robustos ejemplares de algunas encinas, la niebla paseando por las colinas; todo ello promete alguna buena toma. Sólo lamento que la pantalla de mi portátil sea una auténtica caca, en ella no podré ver todos estos matices que un buen monitor puede recoger. Paciencia. A veces sacar unas pocas fotografías es un auténtico placer.
En las cercanías de Monesterio don Lopomuceno Carlos de Cárdenas, aleccionado por lo que está sucediendo en el París de 1792 y por todos los argumentos que se discutían entonces en torno a Roberspierre, Marat, Mirabeau, etc., decide someter a la consideración de sus esclavos negros la posibilidad de continuar siendo esclavos o recuperar la libertad. Los negros partidarios de la libertad deben introducir un grano de café en un recipiente a modo de urna, mientras que los que deseen seguir siendo esclavos deberán introducir un grano de maíz. Cuando se hace el recuento, los granos de café apenas se ven entre la evidente abundancia de los granos de maíz.
Rondando el mediodía y con el cielo haciendo pinitos entre si se decide a llover o no, entraba en Monesterio siguiendo el desenlace de esta especie de referéndum. Don Lopomuceno Carlos de Cárdenas, consternado a la vista de los resultados, se pregunta: ¿Tendré que obligar a los esclavos a ser libres? 

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