Canto a mí mismo




Bärenbadegg 2408 m, a caballo entre Austria e Italia, 
18 de julio

La tienda hace rato ya que se ha llenado de claridad. Debería levantarme pero una pereza desacostumbrada me retiene en el saco. Pese a que estoy dentro de la tienda hay una humedad del carajo. Al fin me pongo en marcha. Mis músculos tardarán un buen rato en salir de su adormilamiento. Llevo puesto el jersey. Por la mañana temprano siempre soy un friolero, pero quince minutos de cuesta rigurosa convierten mi frío en calor de verano. En muchas laderas que cruzo este verano las avalanchas invernales han creado una maraña de tierra revuelta, árboles arrancados de raíz y arrasados pendiente abajo forman un caos a veces complicado de atravesar. Bajo este caos de tierra y vegetación yace todavía el hielo que originó aquel follón. Como consecuencia el camino había desaparecido en varios centenares de metros. Me lleva un rato orientarme, rato que comparto con una pareja de austriacos que llevan camino contrario al mío pero que están perdidos como yo en ese laberinto. Unas voces más arriba de gente que baja me orientan. Después del collado me queda todavía un cuarto de hora para llegar al refugio situado en la vertiente de Austria. 



Las ocho horas que, según mis notas, lleva llegar al siguiente refugio, y que serán diez o doce, me obligan a tomar precauciones y aprovisiono agua y comida contando con pasar la noche por medio. A unos cientos de metros del refugio un cartel advierte de algo, en alemán, claro. Ni idea. Una hora más tarde sabré lo que decía aquel cartel sin necesidad de acudir a ningún diccionario bilingüe. El camino atraviesa una larga y abrupta ladera y se va elevando poco a poco entre pequeños cortados de roca caliza. No tardo en encontrarme con los dos primeros neveros que ocupan grandes hondonadas en la pendiente. La nieve está dura. Aquello no me gusta nada, puede haber una colección de ellos más arriba. Hago de tripas corazón y entro en la nieve pisando huevos, deteniéndome a hacer a patadas pequeños escalones. Aseguro los bastones, pateo, desplazo la pierna, cuando ésta está firme sobre la huella, muevo un bastón y lo fijo delante, le sigue el otro bastón. Ahora le toca a la otra pierna avanzar y fabricar el siguiente escalón. Todo esto se repite un centenar de veces. La pendiente de nieve huye por debajo de mí hacia algún infierno que no quiero mirar. Son momentos de intensísima concentración. El pasado verano, cuando atravesaba el Pirineo y llegué a la zona del Balaitus llamé por teléfono al refugio de Respumoso para preguntar por el paso hacia Panticosa. Me dijeron que si no llevaba crampones mejor buscara otro sitio para continuar la travesía. Aquellos neveros me obligaron a dar un rodeo de un día. Aquí no llegué a planteármelo, estaba metido en el ajo y tenía que continuar (¿tenía que continuar?). Pasar neveros con mucha pendiente por la mañana temprano siempre me pareció algo muy peligroso, uno va con el alma en vilo en todo momento. Aquellos dos neveros quedaron atrás sin mayores consecuencias, pero la cosa no había terminado, todavía vinieron dos más y un tercero. Este último era el mayor y el más inclinado de los tres. Cuando llegué a él me paré a sopesar aquello detenidamente. Además al otro lado el nevero se estrellaba contra una pendiente impracticable de matas de rododendro y hierba, no se veía la continuidad del camino. Aliviaba un poco la visión del nevero el hecho de que estuviera algo cubierto de piedras y barro. Allí voy, me digo, y comienzo esos minuciosos y atentos movimientos que relaté hace un momento. El nevero huía hacia abajo algo vertiginosamente. Había atravesado dos tercios del mismo cuando sentí movimiento a mi espalda. Me volví, un joven austriaco seguía mi huellas. A un metro de la pared de hierba, aprovechando el espacio de una pequeña bañera en la nieve, consulté el gps, el camino debía de salir más arriba, entre unos bloques de piedra. Se lo indiqué al joven que me seguía y pareció querer sortear el resalte de piedra por la nieve, a su izquierda. Me pareció que iba demasiado deprisa y no afianzaba los pies suficientemente.  Yo seguí el hueco entre el nevero y la roca hasta que pude encaramarme a ésta. Efectivamente más arriba estaba la consabida señal blanquirroja. Una pequeña trepada me dejó junto a ella. Subí todavía un poco más hasta alcanzar un rellano en donde pretendía esperar a que el joven que me seguía pasara la zona peligrosa. Pero en aquel momento oigo voces de cuatro o cinco personas más abajo que llegaban en ese momento al otro lado del nevero; lo llamaban, les oigo hablar por un momento. Me tomo un respiro, las piernas me tiemblan, no había sido consciente de ello hasta ahora. Noto todo mi cuerpo vigilante y excitado, mi respiración está también revolucionada. Más adelante hay un largo cable de acero para pasar una zona escabrosa de rocas. Un trozo vertical se supera con la ayuda de una cuerda. No volvería a ver a los compañeros que me seguían pese a la prolongada parada que hice más arriba. Cuando el camino se humaniza vuelvo a encontrarme un cartel similar al que había visto una hora antes, ahora al revés, advirtiendo a lo posibles caminantes que se dirigían al refugio siguiendo este senda. Una flecha indicaba un camino alternativo. 




Media hora después llego al  collado tambaleándome como un borracho, exhausto. Definitivamente está claro, lo que amo soy yo mismo, la fuerza que es capaz de impulsarme a las alturas, yo atravesando unos neveros empinados que superan acaso el límite de peligrosidad que deseo correr. Amo mi fuerza esta mañana, necesito lo versos de Walt Whitman, Canto a mi mismo, para resucitar mi yo, mi pequeñez, mi canto a la vida que surge de todo esto que engloba mi hacer de esta mañana. Puro edonismo del cual soy yo el único espectador. Oh montes, oh neveros, oh escabrosas pendientes de roca que me servís hoy para mirarme en el espejo de la mañana y comprender que la vida puede ser radiantemente hermosa. La soledad también aporta su grano de arena, este gran aislamiento que hace que todo brille con más fuerza, que la comunicación con la montañas, con la naturaleza sea más plena, más como si la montaña y los alrededores y yo mismo fuéramos parte de la misma cosa. Uno a veces es expresivo, lo soy ahora mismo, estoy eufórico, tan eufórico cómo uno de aquellos días, cuarenta años atrás, en que descubrí el rostro de los Alpes escalando algunas de sus hermosas paredes. 

Escribo esto y caigo en que hace años que no releo a Walt Whitman, el padre de la exaltación de sí mismo, el poeta de la fuerza y del amor exorbitante por todo lo humano. Hay que leer a Whitman para sentir que nuestra pequeñez es una cosa hermosa y grande.

No puedo quedarme aquí haciendo poesía despanzurrado al sol toda la mañana, me queda mucho camino por hacer todavía. Cabalgaré durante horas a caballo de una cresta que divide Italia y Austria, a mi izquierda tendré en todo momento la erupción de las montañas más agrestes de Italia, las Dolomitas se yerguen ya desafiantes hacia el cielo; a mi derecha tendré el universo de lo Alpes Austriacos en cuyo fondo puedo observar altas montañas rodeadas de glaciares y que no sé reconocer. Tengo la sensación de que toda un vida dedicada a los Alpes no daría para tener un conocimiento mediano de ellos. 




La divisoria no es un camino de rosas, aquí un descenso complicado y expuesto que se salva con cables de acero, allí unas cuerdas, siempre un pequeño sendero que corre haciendo equilibrios junto al vacío. De tanto en tanto me cruzo con una, dos personas, un pequeño grupo. Alguno abandona su alemán para contestar a mi saludo en italiano, de temprano "bon giorno" y ya más tarde un cordial "salve" que se usa en esta parte de Italia con especial calor cuando la gente se cruza por la alturas. Un hombre mayor de barba blanca me detiene y se interesa por mi nacionalidad. No habla más que alemán pero cuando le digo que soy español saca enseguida a relucir el Camino de Santiago. Somos colegas, ambos hemos ejercido de peregrinos, eso ya une un poco. Se despide con un caluroso: "Buen camino". Las cosas buenas no se olvidan. 



En algún momento siento como si me estuviera despidiendo de estas grandes travesías por las montañas. Siempre pienso que en el momento más inesperado mi rótula de la pierna izquierda terminará en declararse en huelga definitiva. Con frecuencia me veo caminar cojeando, mi pierna derecha hace el noventa por ciento del trabajo; a mi pierna izquierda no le puedo pedir que suba por sí misma la mitad de un escalón corriente. Además en estos últimos días la pierna derecha ha empezado a quejarse también. Si a ésta le diera por ponerse tonta de verdad, ahí mismo terminaría esta gran cabalgada de los Alpes. Ahora que he comprobado lo que todavía podría andar me da más lastima todavía. Hace dos, tres años no me atrevía a tanto, recuerdo que uno de aquellos años hice en primavera el proyecto de recorrer la senda Camille, cinco o seis días de camino pirenaico, y después me eché atrás pensando que mis piernas no iban a estar a tono. Fue al año siguiente de aquello que me vino el año loco de dar la vuelta a España caminando además de atravesar el Pirineo de mar a mar. Uno no puede saber lo que el cuerpo da de sí hasta que no se pone a ello. En el invierno de dos mil tres un traumatólogo especializado en la rodilla me desahució para caminar más allá del jardín de mi casa; poco después emplearía los dos meses de vacaciones de escuela para atravesar, también entonces, los Alpes. En aquella ocasión saqué un billete de ida y vuelta de avión a Niza, pensando que una semana después habría de volverme. Volví, pero dos meses más tarde y desde el otro mar, de junto al Adriático. Moraleja: pues eso, que para saber qué se puede hacer no hay otro modo que intentarlo. 

Bueno, y ahora aquí estoy desde la cuatro y pico de la tarde, a tiro de piedra del refugio, una hora de camino más o menos. Me encontré un bonito prado en un collado y decidí pasar allí lo que quedaba del día. Esto es como el centro del mundo. Mi balcón particular de hoy se asoma a dos países y a dos grandes sistemas montañosos. Dejo por aquí una copia de lo que se ve desde la ventana del hotel donde pernocto hoy, mi tienda de campaña a dos mil cuatrocientos metros. 






No hay comentarios: