Descendiendo del Olimpo



Refugio Locatelli, 21 de julio 

El trajín del refugio en este hora del té, si estuvieramos en Londres, se solapa con nombres propios de muchos siglos atrás, Menelao, Agamenón, Telémaco; Homero, el de aladas palabras y fogoso verbo, levantado sobre el rumor de las voces y la risas de los adolescentes sigue adelante pese a que la atención del caminante, del lector más bien en este caso, se desvanece poco a poco extraviada entre el follón de las voces. Cuatro adolescentes piden cortésmente sitio en la misma mesa, hay que apretarse. El refugio tiene que acoger a todo el que venga, más con este tiempo: llueve de nuevo. Disfruto del fresco italiano de estas muchachas que tantas ganas tienen de divertirse. 

Hoy soy todo observación. Hace tres días que camino por Italia y es el primero que oigo hablar italiano de manera generalizada . En el refugio anterior sólo los  dos camareros hablaban italiano, el resto todos tedesco, como llaman aquí al alemán. 

A la hora de la cena me toca compartir mesa con un australiano y un surcoreano, el primero, As, digamos para simplificar, y el segundo algo así como Kin, un joven ingeniero y un capitán de la armada de su país, los dos aficionados a caminar y a las montañas. Conversamos durante dos horas de esto y lo otro. Al final de la tarde las Torres de Lavaredo se dejan ver, grandes hilados de niebla quedan suspensos en los valles del fondo. 






Sobre Cortina D'Ampezzo, 22 de julio

El desayuno lo servían a las siete de la mañana, pero me desperté a las seis y el sol ya entraba por las ventanas de los dormitorios. Me levanté, recogí mis cosas y bajé al comedor, no, no podía tomar nada hasta las siete. Me despedí, las Tres Cimas de Lavaredo se alzaban frente al camino regias e inconmovibles. No había escaladores en sus paredes, sus grandes extraplomos me recordaban montones de aventuras leídas de media docena de libros. Recordaba, como no, mi propia ascensión a la cima Grande con Moisés Castaño, Nena y Enrique del Pozo por la arista izquierda, la vía Dibona; también la aérea escalada al Spigolo Gialo, la torre a la izquierda de la Cima Grande. Tiempos aquellos. Cinco años atrás también había estado un otoño de temprana nieve rodeando aquellos colosos con Victoria. Me crucé con tres chicos de Bilbao y aproveché para que me sacaran una foto frente a las cimas. 



Después de desayunar en el refugio Auronzo probé la cobertura y bajé un largo rato hablando por teléfono con la hortelana que andaba un poco apurada por problemas prácticos de la parcela; últimamente se le había acumulado el trabajo. Era agradable bajar charlando tranquilamente por aquel paisaje de prados rodeados de tan bellas montañas. Luego mi hija me felicitaba por mi cumpleaños y me decía algo que me emocionó. Ella regresaba de una semana de navegar por el Mediterráneo en un velero y agradecía a su padre el que la hubiéramos educado en un ambiente tan cercano a la Naturaleza. 


Hoy es como descender del entorno del Olimpo al mundo de los turistas que merodean por el entorno de los hoteles de montaña. La verdad es que el mundo se vulgariza bastante cuando las masas se hacen con determinados ámbitos. Aquí o en el mundo de Homero, porque también en el Egeo sucede lo mismo. El otro día hablaba con Quique, el chico de mi hija, que anda pasando unos días en Rodas y le sugería una pequeña colección de versos que escribí allí después de aterrizar en Atenas procedente de Nairobi. Fue tal la impresión entonces después de viajar medio año por Asia y África, la de encontrarme en el batiburrillo del turismo de Rodas, que de golpe me hice poeta, observador privilegiado que miraba a lo turistas como meses atrás me dedicaba a observar ciertas especies de monos en la isla de Borneo. No trato de decir nada negativo de los turistas, sino que viniendo de donde venía para mí los turistas tenían la gracia de la cosa que hay que ver, gente que en Londres iría de corbata hasta para meterse en la cama se paseaba por las calles de la ciudad en calzón corto del brazo de su gordas mujeres como pachás de nuevas tierras, las calles convertidas en bisutería y feria, llenas de un ruido ensordecedor. En esa ocasión Rodas era un museo donde la fauna humana de todo el mundo gastaba su una o dos semanas de vacaciones. Las calles olían a café y era un bonito entretenimiento contemplar el espectáculo de las plazas y de los cafés. Los versos de aquellos días eran una muestra de esa infinidad de detalles nimios que, en el contexto de un contraste acusado de otros mundos que había vivido, resultaban agradables. Aquí no había tantos turistas, claro, pero sí ocupaban demasiado espacio en los caminos cuando me fui aproximado al lago Misurina. Hasta ahí fue un bucólico descenso, largo y bello como una escalera de Jacob que se descolgara del cielo para ir a aterrizar en la tierra del común de los mortales. De allí en adelante, hasta llegar a Cortina, fue una larga calcetinada, como decía el otro día Julián de Salazar. Entré en el centro para comprar una cámara, material para reparar mi tienda y un poco de comida para la cena. Salí de Cortina con una ligera lluvia y como paleto que se aleja de la ciudad apresuradamente porque aquello no es su mundo. Sí, vestido como siempre de cazador de elefantes, descendido como de otro mundo, nunca me siento bien entre la muchedumbre de turistas ociosos.



Coloqué mi tienda en los prados altos de Cortina. El bosque vuelve a estar silencioso. Amo este silencio, después de cruzarme durante medio día con tantos turistas ahora vivo en el alivio de la soledad. 






5 comentarios:

Montserrat de la Madrid dijo...

Gracias, no tengo palabras hermano, esos parajes tan hermosos todo una maravilla BESOS

Ignatius dijo...

Por cierto. ¡¡¡ Muchas felicidades !!!!....

luisBas dijo...

Pies vaya, casi se me pasa, Muchas felicidades, pena de no tenerte a mano paara unos tironcillosde las orejas. Que disfrutes como tu sabes. Fuerte abrazo

José Luis Moreno Moranchel dijo...

Muchas felicidades, buenísimas fotos, un abrazo

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias a todos lo felicitadores, un año menos en la cuenta atrás. :)