¡Salió el sol!



Collado de Zollnersee, Austria, 15 de julio 

Cuando me desperté el sol estaba ya bastante alto. Al asomarme por la ventana del hotel se me hacía raro encontrarme con un cielo totalmente azul. Ayer había caído en medio de la niebla en una estación de montaña. El paisaje de los alrededores era la típica postal alpina con sus prados domesticados y sus montañas hechas para servir a los folletos de turismo como reclamo del turista de verano. Turismo que se mueve en torno a los telesillas, que se da una vuelta un poco más allá de las instalaciones, que hacen fotos o pasean a sus hijos por los senderos próximos. 


Con tanta lluvia he perdido también el hábito de comenzar a caminar temprano. No son horas éstas las de comenzar la jornada andariega. No sé si es el sol o que yo no me encuentro hoy tan fresco, pero noto enseguida que las cuestas se me resisten. Según voy ascendiendo la perspectiva se ensancha, el cuerpo blanquecino del monte Cristallo, esa caliza que reverbera casi como la nieve, está salpicado de neveros, los rododendros en plena floración tapizan sus laderas. En poco menos de una hora ya he perdido de vista el turismo y sus instalaciones. 


Mientras subo recuerdo la tarde de ayer en el hotel. El sitio más apañado del lugar, pero donde se congrega tanto la gente de montaña como turistas de presupuesto alto. Mientras que yo pagué veintiséis euros por una litera en una habitación de seis donde estaba solo probablemente el señor de al lado con quien charlé un rato podría estar pagando doscientos o trescientos euros. El ambiente de la sala comedor en donde yo irrumpí con todo mi equipo y embutido en el traje de agua era de lo más agradable. Un camarero, al que sólo le faltaba la pajarita, me atendió tan bien en su rudimentario inglés que por fuerza hube de sentirme a gusto. Me habían traído una ensalada de cosas indescifrables pero riquísimas y una sartén con patatas, carne y algo de verdura y yo me había puesto a hurgar en el teléfono unos minutos, cuando el dueño del establecimiento, un hombre grueso y cordial, vino a decirme en italiano que por qué no cenaba, que era una pena, se me iba a enfriar la comida. Era verdad.  Uno no está acostumbrado a estos ambientes de tanta pasta, pero daba gusto disfrutar de un servicio tan dispuesto y poder intercambiar algunas palabras con otros clientes del hotel. Ya sabéis, cuando uno tiene un concepto de sí mismo de ser un salvaje, aunque sea un salvaje leído, pues eso, que tiene que hacer cierto ejercicio de ajuste. 


El sol le pega hoy, sí, quizás más de la cuenta, subí con calma, intentando adaptarme al calor, ese paso cansino como de quien no puede con su alma, lo cual no es cierto, pero que tan eficaz resulta para cubrir grandes desniveles. Cuando adopto este paso normalmente el ritmo de mi respiración se adapta a la música de una canción y su estribillo. Es un proceso automático en el que mis piernas y brazos siguen esa música. Lo curioso es que no se trata de una canción precisa, aunque hay algunas que dominan más, y que sólo aparece cuando camino así. Tampoco se me puede preguntar por el título del tema porque tampoco lo recuerdo. 


El recorrido alcanza hoy una crestería y después hace una larguísima travesía sin perder altura por la inclinada ladera de unas montañas que se levantan verticales a mi izquierda; luego vuelve a cabalgar durante mucho tiempo sobre una loma. El paisaje a mi izquierda es agreste y bello, altas montañas de caliza salpican todo lo que se puede ver hasta el horizonte con la armonía de sus formas. A mi derecha por el contrario, es decir la parte austriaca, el paisaje es mucho más dócil, lomas verdes, montañas de vacas que decíamos entonces, aunque de compleja constitución. Andaba yo ensimismado con el final de la novela de Concha Espina  cuando sentí que me llamaban, eran Carmen y Thomas (ayer le había llamado Herbert en un lapsus de mi memoria) . Se habían desviado de la senda y en un prado prominente andaban haciéndose la comida. Salí de mi camino y me acerqué, estaban cocinándose un arroz. Llevamos ya tres día que coincidimos aquí o allá. Son una pareja cordial de austriacos con los que me siento a gusto. Llevan unas enormes mochilas que me asustan. Les pregunto, veinte kilos cada uno, me dicen. Me entra friolera de pensarlo. Yo llevo diez kilos, sin contar agua y comida, y ya me parece muchísimo peso...  

Me dicen que a media hora saben que hay una hostería, así que charlamos un poco, me como un par de manzanas y me despido de ellos. Prefiero comer en la hostería frente a una buena jarra de cerveza. Por un momento se pone a llover pese a que hace sol, termino poniéndome la indumentaria de agua. La pista por la que bajo hace unos pocos bucles y enseguida estoy frente a mi jarra de cerveza. Una sopa gulash, un filete a la milanesa, lo único que me puede ofrecer la señora del lugar, un café y, después de enterarme de lo precios de la cena y la  pernocta decido ponerme en camino otra vez, me salía más caro que el hotel de muchas estrellas en el que había pasado la noche anterior.


Trescientos metro de desnivel más arriba me esperaba en un collado un bonito prado con vista a las montañas de lo alrededores. Hasta una pequeña siesta me pude echar en él, quedé frito nada más tumbarme. Cuando me desperté el sol se acercaba al horizonte. Recogí el saco de dormir que había puesto al sol para que se esponjara, puse la tienda y me dispuse a escribir mi crónica diaria. Todavía tengo tiempo de cenar con luz. 






2 comentarios:

José Luis Moreno Moranchel dijo...

Por lo que veo te vuelve a funcionar la máquina de fotos, son preciosas, gracias por ponernos los dientes largos. Un abrazo

Alberto de la Madrid dijo...

De momento sólo no funciona el zoom. Creí que no te conteste unas palabras que hablaban del Triglav. Son una montañas muy hermosas, lastima que nos pillen un poco kejoa. Podemos probar a ir en alguna ocasión con aquel mil quinientos al iré Ignacio tenia que ir echando agua cada pocos kilómetros. Un abrazo