Cáucaso. Glaciar Chaladi


Mestia, Cáucaso, Georgia 16 de agosto de 2015
La obligada excursión de hoy era ascender hasta el glaciar Chaladi, una marchita de seis o siete horas de pacífico andar a la vera lechosa del río que bajaba revuelto y como queriéndose comer el mundo con su impetuosidad juvenil. En apenas siete u ocho kilómetros, lo que dista la lengua del glaciar del pueblo, como salido de la nada pero alimentado por los hielos de los glaciares superiores, el río apenas ha tenido oportunidad de pasar por otra fase que no sea la de la plenitud, una alborotada y verdosa plenitud cargada con los detritus que el hielo ha ido arrancando a la montaña.
Al final de la pista, y tras atravesar un puente colgante una estrecha senda que trepa por la montaña entre avellanos y abedules, el bosque desaparece y queda desnuda la montaña. Un caos de hielo se precipitaba más arriba en la concavidad del valle franqueado por montañas que se elevan por encima de los cuatro mil metros. Allá, sobre un prado, nos quedamos haciendo compañía a unas vacas esmirriadas de aspecto abúlico. Pasaron dos montañeros equipados con macutos monumentales por donde asomaban las cuerdas y los piolets. Miro el mapa y siento admiración por esa pareja camino del glaciar seguro de que en varios días no encontrarán otra cosa que rocas y hielo, ningún refugio; el mapa es una pura mancha azul con pequeños espacios en donde sobresalen las montañas. Eso que convierte a los Alpes en hospitalarios espacios donde protegerse y tomar un respiro entre ascensión y ascensión aquí no existe. La naturaleza está tan intacta en estas montañas como si hubieran nacido ayer mismo.
Habíamos pensado regresar a Mestia andando pero a mitad del camino paró suavemente sin más una furgoneta a nuestro lado, una familia de ucranianos que nos ofrecían cortésmente pasaje hasta el pueblo así que, cosa de corresponder a tanta cortesía, aceptamos sin más.
Después de comer volvíamos con Diego del restaurante cuando una repentina tromba de agua nos cayó encima.  Venía diciéndolo de días atrás, pensando en Chamonix, que me extrañaba este tiempo despejado y sin nubes en el valle, y recordaba mi última excursión por las montañas al otro lado del macizo del Mont Blanc sobrevolando el valle de Chamonix, en que a una despejadísima jornada matinal siguió un diluvio de tal magnitud de hacer imposible la visibilidad unos centenares de metros más allá. Irremediablemente todo hecho lleva en sí la posibilidad de traer a colación algún concomitante vecino de la mano. El aguacero además tuvo la gracia de barrer de un golpe el pegajoso calor de la habitación dejándola en perfectas condiciones para afrontar una larga tarde de lectura. La bastarda de Estambul que tenía abandonada desde hacía días me esperaba de nuevo. Hay días, es verdad, que el placer de la lectura aguarda en algún momento impaciente el ser abordado en un rincón de la hora de la siesta. Hoy habíamos prolongado la velada tras la comida con Diego, un curtido viajero de Barcelona de fluida e interesante conversación con quien estos días habíamos trabado amistad. Con él habíamos recorrido el mundo de un lado para otro como quien se pasea apaciblemente por el Retiro y va recreándose en la nomenclatura de arbustos y árboles, va nombrando a los distintos pájaros o resaltando las características o las anécdotas que salen al paso según la conversación discurra por Nueva Zelanda, China, Vietnam o la primavera japonesa con el Fuji de telón de fondo. Hoy hablamos de la gente de Hong Kong, de los ingleses y de la loca manera en que muchos habitantes de este planeta hacen del trabajo su vida al modo de Chaplin en Tiempos Modernos; tocamos un poco la política nacional, un tema que hubo que dejar discretamente a un lado porque en política las discrepancias pueden alterar el dulzor de los postres, y por último estuvimos haciendo trekking en Nueva Zelanda, preparando nuestro proyecto de aterrizar por aquellas islas dentro de unos meses y aprovechando para ello de la experiencia de Diego para hacernos una idea. Con Diego hubiera sido fácil pegar la hebra hasta la hora de la cena haciendo de la tarde una agradable tertulia.
Con la lluvia la habitación ha quedado deliciosamente fresquita. Como todos los días ritualmente me desnudo, ese placer de quedarse en cueros, preparar un café y tumbado en la cama entre sorbo y sorbo ir sumergiéndose poco a poco en las páginas de un libro. Me desnudo, me tumbo, abro el kindle, lo coloco sobre el pecho y todo a mi alrededor desaparece, vuelo a Estambul, entro en casa de una familia turca, retomo el hilo abandonado días atrás. Me encuentro en el tramo final de La bastarda de Estambul, la novela de Elif Shafak, autora turca que elegí porque aparecía con Pamuk como los dos escritores más representativos de Turquía en este momento, pero sobre todo porque en la novela se trataba de la relación entre turcos y armenios, un asunto del que apenas tenía conocimiento pero que empezó a interesarme cuando, estudiando algunos aspectos de la historia del conflicto turco-kurdo, me encontré con una extraña alianza de estos últimos con los turcos en relación con el exterminio de armenios llevado a cabo a principio del siglo pasado.
El encuentro con el libro de Shafak ha sido uno de esos fértiles hallazgos con que uno se tropieza casualmente en ese itinerar de ciego por la literatura moderna. Después de algunos frustrados intentos por libros de autores nuevos, el último Ciudades de sal, de Abderramán Naziz, un autor de Arabia Saudí, y el penúltimo, Coincidencias, del valenciano Sergio Durá, es un alivio volver a tomar contacto con una literatura de altura que además de deleitarme con sus historias y con una acertadísima  estructura moderna me pone al día de asuntos sociales y políticos de la zona a través de un complejo y diverso número de personajes de procedencia dispar, especialmente armenios, turcos y sus correspondientes réplicas en Estados Unidos, donde tanto turcos como armenios tienen una numerosa comunidad.
Me llama especialmente el hecho, que como leit motiv aparece aquí y allí en toda la novela, de que para los turcos no exista el pasado, que sus referencias históricas parezcan finalizar en 1923 fecha de creación del estado turco con Ataturk, mientras que para los armenios la memoria histórica constituya parte esencial de su razón de ser actual. Dice uno de los personajes armenios: "Lo único que pedimos los armenios es el reconocimiento de nuestra pérdida y nuestro dolor, que es el requisito fundamental para que florezcan las genuinas relaciones humanas. Lo que les decimos a los turcos es: mirad, estamos llorando, llevamos llorando casi un siglo porque perdimos a nuestros seres queridos, nos echaron de nuestras casas, nos echaron de nuestra tierra, nos han tratado como animales, nos han matado como a ovejas." Mientras los armenios resucitan su pasado a cada momento, los turcos cavan una inmensa fosa en su memoria y echan tierra encima, tergiversan los hechos, pretenden olvidar, niegan el pasado y trazan una barrera entre el Imperio Otomano y la creación del estado turco como si ésta sirviera para anular su responsabilidad en el genocidio armenio. 
Ahora llueve. Me gusta oír la lluvia; "tras los cristales llueve y llueve". Siempre Machado saliendo de entre las brumas de las lecturas. Llueve. Mañana regresamos a Batumi a recoger nuestro visado para Azerbaiyán. Después viajaremos cercanos a la frontera turca hasta la altura de Armenia, donde pasaremos algún tiempo antes de buscar las orillas del mar Caspio.

3 comentarios:

Ignatius dijo...

¡¡ que bien os veo!!...
Feliz Viaje!!!.......

Alberto de la Madrid dijo...

Hombre, tú por aquí... Un abrazo

Ignatius dijo...

Me teneis desesperado con ese viaje vuestro; me como las uñas de los pies ; envidia cochina me corroeeeeeee.... Un fuerte abrazo!!!