Cercanías del glaciar Mildalsjokull, 14 de septiembre
de 2018.
Laugavegur
trail, Islandia: Refugio Bolnar – Þórsmörk – Refugio Básar - Cercanías del glaciar Mildalsjokull
La
temperatura es tan suave esta tarde que me parece estar en cualquier rincón del
Guadarrama. Mi vivac de hoy está situado a cuatrocientos metros de desnivel del
punto más alto del recorrido entre el glaciar Eyjafjallajokull y el
Mildalsjokull. La tarde es apacible e invita a tomar té mientras el sol poco a
poco se acerca al horizonte. Desde esta altura puedo ver el recorrido que he
hecho en lo últimos días. Una montaña muy característica de afiladas aristas y
de color verde me recuerda además alguna de las fotografías que hice ayer. Es
extraordinario sacar excelentes fotografías Es tan bello el paisaje que redunda en que el
fotógrafo apenas tenga parte en el resultado. Aquí cualquier niño pequeño
tomaría un buen muestrario de fotos, basta sacar el teléfono y disparar. El
paisaje lo dice a cada momento, oye tú, deja de cavilar en tus cosas y de
escuchar esa novela que vas oyendo y saca la cámara. A estas tierras Dios les
ha dado la gracia de las múltiples armonías. Se comprende que no basta
amontonar colores atractivos para que el paisaje sea bello, además tienen que
cumplirse la reglas universales de la armonía, lo que se sucede puntualmente
cada vez que levantas la vista y te encuentras la gama de los ocres entreverada
con el blanco de la nieve, el color tabaco o los bloques de lava diseminados
por el llano que terminan por fundirse con los verdes de las laderas.
Me
cuesta trabajo recordar dónde comencé hoy mi jornada. Ah, sí, sobre mi tienda
había un pequeña capa de hielo. Me despertaron las voces madrugadoras de un
pequeño grupo de alemanes que pasaron junto a mi vivac. Apuré con el desayuno.
He tenido mucha suerte con el tiempo hasta ahora y hoy, que amaneció despejado
de nuevo, quería dar un estirón hasta la cercanía de los glaciares, de manera
que si el tiempo cambiaba bien podía soportar la lluvia o la niebla por un día
antes de llegar a las cercanías de la costa. No es un recorrido que se pueda
recordar fácilmente, en otro lugar subes un valle, atraviesas un collado,
desciendes por otro valle. Aquí no, el itinerario discurre atravesando lomas,
rodeando cerros, haces una larga bajada por un cañón donde un caudaloso río
ha hendido la roca profundamente y que salvas con un buen puente; luego
atraviesas un extenso campo de lava donde al fondo se yergue una montaña color
ceniza que muestra un par de agresivos caninos en sus laderas; después,
repentinamente aparece un solitario abedul junto al sendero al que el otoño ya
ha vestido con los oropeles propios de la estación, el primer árbol en tres
días; más adelante, tras una pequeña loma, encuentras un caudaloso río. Y así
sucesivamente.
El
río bajaba con fuerza y era de color chocolate. Allí había un par de grupos
entretenidos en la tarea de vadearlo, descalzarse, ponerse las cangrejeras,
cargar el macuto y colgar las botas atadas por los cordones a la espalda. Un
detalle este último muy simple pero que una chica que me precedía no sabía como
resolver. No llevaba bastones y la vi meterse con mucha prevención en el río con
una bota en cada mano. Aquello no marchaba, debió de pensar, y dio marcha
atrás. Me daban ganas de ofrecerme y pasarle las botas viendo su preocupación;
y estaba en ello cuando se decidió a resolver el problema de otro modo.
Lanzaría las botas a la otra orilla. Dejó la segunda bota en el suelo, tomó
carrerilla y lanzó la bota… que aterrizó en el agua. La rápida reacción de un
japonés que observaba la operación impidió que la bota navegara río abajo.
Tras correr entre las piedras de la orilla consiguió cazarlo con un bastón. La
segunda bota logró alcanzar la orilla. Después pasó ella y tan nerviosa estaba
que a punto estuvo de darse un baño.
Nada
más atravesar aquel río el paisaje entero se vistió de otoño, apareció un
bosquecillo de abedules enanos y todo se hizo de oro.
Carajo,
decía yo, de tarde templada al sol en algún lugar del Guadarrama… Estaba
tomándome un caldo de tomate a la puerta de la tienda mientras pensaba con qué
iba yo a llenar la crónica de hoy y ha bastado que el sol se escondiera tras la
montaña de enfrente para que la temperatura diera un bajón de cerrar la puerta
a cal y canto y obligarme a meterme en el saco hasta las cejas.
En
algún momento del recorrido de hoy me dio por pensar en si no sería una condena esto
de estar continuamente caminando de un lado a otro del mundo, Caminos de
Santiago en invierno, islas en primavera, Alpes y Pirineos en verano, ahora
Islandia; algo así como si tuviera miedo de quedarme parado. Después mis
razonamientos se detuvieron en que si no caminaba otra cosa haría, cocinar,
trabajar en la parcela, darme una vuelta por Madrid, oír música, qué sé yo.
También podría mirar a las musarañas y esperar así a que se me pasara la vida.
Baudelaire pensaría que lo que hacemos en la vida es huir de la flagelación del
tedio. “En el desierto del aburrimiento anida un oasis de horror”, escribe el
poeta en algún lugar. ¿Quién no recuerda aquellas terribles palabras de Marlon
Brando al final de Apocalypse Now: “¡El
horror, el horror!”, que glosa, siguiendo la trayectoria de la novela de Joseph
Conrad, El corazón de las tinieblas, anunciando
con ellas lo que el futuro nos va a traer? Es un apunte más, pero cabe la
posibilidad de que la huida, consciente o no, del aburrimiento sea uno de los motores
básicos del comportamiento humano. Aunque, quién sabe, el grado más alto del
tedio, la acidia, ha sido capaz de estimular a la postre una parte notable, por
ejemplo, de la obra de Chopin.
Acaso
pues sea verdad que el horror vacui nos persigue. El homo sapiens tuvo la gracia de adquirir esa capacidad que no tienen
los animales, capacidad de razonar, que con ser muchas las ventajas que nos
otorga también es capaz de ponernos en el brete de morirnos de aburrimiento,
cosa que jamás le sucederá al resto de las especies.
El
mito, Sísifo condenado a empujar perpetuamente un peñasco gigante montaña
arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer rodando hasta el valle,
desde donde debía recogerlo y empujarlo nuevamente hasta la cumbre indefinidamente,
quizás ilustra otro aspecto de los afanes con que aderezamos la vida.
Mis
manos, heladas a estas alturas, me están pidiendo desde hace un rato que me
deje de especulaciones filosóficas y las ponga a calentar un rato dentro del
saco. Se acabó pues.
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