A ritmo de salsa. Una ascensión a la Mujer Muerta.








La Losa – El Chorrillo, 15 de diciembre de 2018


 El día estaba feo, pero precisamente porque estaba feo pensé que acaso estas condiciones propiciaban alguna fotografía que mereciera la pena. El que se me haya despertado de repente este apetito fotográfico es uno de esos regalos que un septuagenario debe de agradecer porque el asunto puede ser cosa de mucho provecho, que dirían los antiguos. Así que elegí un destino, subir a la Mujer Muerta desde El Espinar y, como no tenía ni idea cuando lo decidí de las condiciones de nieve que me iba a encontrar, cargué con todo, raquetas, crampones, guetres… sólo faltó atravesar en el macuto los esquís. Pero, eso mismo, que siendo una excursión fotográfica, cuando fui a hacer la primera toma nada más salir de El Espinar, me encontré con que mi máquina no tenía SD. Un fiasco, pero qué le vamos a hacer.


No encontré ni pizca de nieve hasta las cercanías del collado de Pasapán. La niebla, que raleaba de aquí para allá sobre las laderas de la garganta del río Moros a primera hora, se había metido por el bosque jugando al escondite entre los pinos y llenando el lugar con ese halo de misterio que pone ella allá donde decide pacer y recrearse. Llegué exhausto al puerto; y eso que yo creía que estaba en mediana forma, cuando en realidad llevo tres meses haciendo el vago. Tuve que parar a repostar, de pies, rápidito, como quien no quiere gastar tiempo en esas nimiedades que es surtir de calorías al cuerpo. 

Las huellas, tres pares, que me habían precedido sobre las escasas manchas de nieve, se quedaron en el collado. No volvería a encontrar otros rastros durante todo el día. Caminar en la niebla desde que los gps funcionan tan bien, ha dejado de ser un problema, ese que antiguamente propiciaba que cuando tu querías ir a Cercedilla aparecieras en Lisboa, así que adelante. Paré en peña Oso a fotografiar al osito que algún simpático caminante había instalado en la cumbre y luego me entretuve un largo rato en sortear peñascos y vigilar que mi pierna no cayera estrangulada en las numerosas trampas que ofrecía el terreno, esa nieve blanda que no tiene y que cediendo te puede regalar perfectamente una fractura de la tibia o el peroné o hacerte algunas diabluras en el tobillo; así que ojo al canto. Por lo demás no hacía excesivo frío y se caminaba bien.


En principio había pensado bajar a Cercedilla, pero llegado a la cumbre de La Pinareja sopesé la posibilidad de bajar hacia Segovia. Calculé a ojo de buen cubero y estime que la estación de La Losa me pillaba bastante más cerca, así que tiré hacia el cerro de la Muela en busca del collado de los Peces. Fue entonces cuando empecé a echar en falta mi cámara. Ya cerca de la cumbre de La Pinareja había comenzado a abrirse algo la niebla, así que de bajada la cosa se puso bonita de veras; como en el baile de los siete velos las montañas se fueron quitando y poniendo sus velos en un juego de puro erotismo por un tiempo que duró hasta que alcancé el mar de nubes que yacía impávido y soñoliento cubriendo los bajíos de la sierra. 

Más adelante, tras dejar atrás el collado de los Peces, tuve oportunidad de lamentar una vez más el haber olvidado la SD en casa. El color de lo pinos, esos ejemplares centenarios que visten sus troncos de un luminoso color caramelo tirando a tostado siena, las barbas de viejo tapizando los ejemplares más umbríos, los bronceados helechos que aparecían en un claro cubriendo de belleza los pies de los pinos viejos, una luz que surgió inesperadamente de la oscuridad vistiendo de claridad el perfil femenino de las cumbres a mi espalda. En fin, mi pobre teléfono hizo lo que pudo, que no fue mucho. Se había hecho totalmente de noche y caminaba como un topo en su agujero vigilando de vez en cuando mi recorrido en el teléfono, una senda nueva para mi, que discurría bastante a  poniente del embalse de Puente Alta y que me llevaría con alguna vuelta a la estación de ferrocarril de La Losa-Navas de Riofrío. 


Ahora el vagón está vacío. El tren se bambolea de un lado para otro e imagino a un conductor que tiene prisa para llegar a su casa, ponerse las pantuflas y sentarse a la mesa a degustar una cena de sobra ganada llevando de un lado para otro su enorme máquina de hierro. Ni un alma en el camino, ni un alma en la estación de La Losa. El cuerpo molido, la espalda, que ha vuelto a sus andadas, me duele considerablemente, pero mi ánimo está muy muy bien, y la culpa la tiene el que hace un rato haya cometido “una excentricidad”. Había llegado a la estación de La Losa de noche hambriento después de caminar diez horas desde El Espinar por un terreno accidentado en donde la nieve blanda tendía continuas trampas entre las piedras. Después de calmar mi urgencia con un par de pimientos y unos filetes quedé derrumbado sobre un asiento de piedra de la estación. Conclusión, que pese al pluma en un rato me quedé helado y el tren tardaría todavía un par de horas. Estaba empezando a adormilarme tumbado sobre el banco cuando pensé que aquello no marchaba, que aunque estuviera desentrenado aquello no era para tanto, así que decidí espabilarme. ¿Alguien me puede decir qué se puede hacer en una estación perdida en la oscuridad apenas alumbrada con el dulce de caramelo de su luz durante un par de horas? Intenté editar algunas fotos de las que había tomado con el teléfono; paseé de arriba a abajo de la estación para entrar en calor, pero nada. Así hasta que se me encendió una luz. Como llevo algunos días dedicando un rato a bailar nada más salir de la cama, pensé: probemos. Y probé. Busqué en el YouTube algo de Buenavista Social Club y algo de salsa cubana, me puse los auriculares, le di al volumen hasta más allá de lo razonable y ya desde las primeras notas mi cuerpo empezó a moverse al ritmo de los aires del Caribe. Un poco cortado miraba a mi alrededor espiando la posible presencia de algún viajero, pero no había cuidado, la estación de La Losa era un oasis en el desierto nocturno del llano que yace al norte de La Mujer Muerta. Así que me dejé llevar por la música. Interioriza esto, coño, tímido de mierda, déjate llevar, me decía; y resultaba. Y recordaba un viaje por el río Niger donde toda la tripulación bailaba sin cesar cada vez que había oportunidad, y que nosotros mirábamos abobaos con envidia porque nuestros cuerpos estaban tiesos y atrofiado, aunque no dejamos de prometernos probar en alguna ocasión poner al cuerpo en esa tesitura de desinhibición sin que jamás me lo propusiera de nuevo… hasta hoy.

Así que me dejé llevar. Mueve tus caderas decía la música. Y conseguí meterme de lleno en la música. Era un tipo, un tímido, Jesús, quién lo viera y quien lo ve, un tímido bailando a todo trapo bajo el débil perfil de la silueta de la Mujer Muerta iluminada por una raquítica luna de invierno.

Déjate llevar, ahora recordaba a mi amiga Margarita en alguna parte del sur de la India empujando a este viajero a meterse en una improvisada fiesta en donde todo el mundo bailaba y cantaba y en donde él era la excepción porque su timidez lo dejaba corrido y tieso como una momia. Los aires del Caribe sonaban extraños en esta solitaria estación a la sombra de la sierra, pero resultaba, sin embargo, coherente con el calor en que había entrado mi cuerpo. Cerrar los ojos y dejarse llevar por los aires cubanos era lo que me estaba pidiendo el cuerpo sin que yo lo supiera. Y me pregunto ahora si no me lo habrá pedido otras muchas veces sin que yo lo haya oído, porque de hecho llegó el tren y yo no quería que el tren llegara porque me iba a espantar la fiesta.


















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