La máquina voladora de Saramago hace escala en el Tibidabo


 
  
En algún impreciso lugar del Algarve rodeado de jarales, 13 de febrero de 2019

Via Algarviana. Vaqueiros – una decena de kilómetros más allá de Cachopo.

Hace calor; un poco más allá de Casas Baixas me siento a la sombra alargada de un olivo junto al sendero. Un pequeño alivio para la espalda, no más, y acaso un pequeño piscolabis y un poco de baile si la espalda llega antes a relajarse lo suficiente. Por demás el tiempo está siendo clemente y sería una tontería no pararse de vez en cuando a disfrutar de este agradable sol de invierno que ahora seca mi tienda del rocío de la noche.


Hoy hacía algo de fresco al amanecer pero enseguida se templó el ambiente. Mientras el camino daba vueltas y más vueltas subiendo y bajando como en una montaña rusa por cerros totalmente cubiertos de jaras con algún olivo o encina aquí o allá, por eso de dar algo de variedad al paisaje, iba pensando en que el típico comentario que había escrito ayer sobre Desierto rojo, era algo banal; esta mañana entendía, después de ver la última parte de la película, que terminara anoche, que el mundo que Antonioni retrata en su film es más sutil y estomacal de lo que mis palabras decían. Los dolores del alma, con ser consecuencia en parte de un mundo en donde el medio ambiente se arruina y la mediocridad nos hace perseguir objetivos inanes, para que el alma llegue a situaciones tales como las de la protagonista, se requieren dolores de otra índole, quizás dolores con causas inaprensibles y un tanto personales. La mirada desorientada y desesperada al borde del suicidio de Giuliana no puede ser provocada por ese absurdo de contaminación y banalidad que estamos construyendo. La mirada de Giuliana es la de una infinita soledad, la carencia de amor, el miedo a lo desconocido, a una peste. Esa profunda inquietud que se mete en las entrañas del ser humano hasta convertirlo en puta ansiedad. Antonioni nos pinta un cuadro, le pone música, lo pinta de un rojo inquietante que aparece disperso aquí y allá como una llamada de atención, acaso, a lo que es esencial en la vida. Me preguntaba mientras sacaba la cámara fotográfica para hacer una toma de un mar de nubes que adormecía en el fondo del valle a mi izquierda, por la razón de que los distribuidores españoles le hubieran antepuesto el artículo determinado “el”, a la versión italiana, que simplemente lo titula Deserto rosso. El artículo destruye la ambigüedad del título original y le pone una ubicación al espacio del film de la que éste carece. El desierto rojo de Antonioni está especialmente en el alma de las personas, también en la destrucción que creamos a nuestro alrededor, pero especialmente es cosa que tiene sus raíces y su escenario en las cercanías del corazón.

Poco más tarde leería en Alan Watts un “como dijo”, en este caso de Chuang Tzu, que rezaba así: «Aquellos que querrían un buen gobierno sin su correspondiente desorden, y el bien sin su correspondiente mal, no comprenden los principios del universo». Lo que me llevaría a considerar, acaso, siempre acaso, que el dolor, el de Giuliana, el de todos nosotros, que en algún momento llega es cosa íntimamente ligada al tegumento de la vida.


No puedo decir que este paisaje sea espléndido, esas tierras que uno recorre con los ojos muy abiertos sorprendido por la belleza del paisaje; es un entorno sencillo, humilde, monte de cantuesos y jaras donde apenas asoma un campo de labor, donde muy de tarde en tarde aparecen algunas casas enjalbegadas, un pozo, una carretera. Caminos para ensimismamiento en los pensamientos o para leer durante horas a Saramago que ha cargado todo su tintero en los lejanos tiempos posteriores al primer milenio y ahora recrea la Trinidad del padre Bartolomeu Lourenzo, Baltasar Sietesoles y Blimunda Sietelunas en torno al invento de una máquina voladora que constituirá el porqué de su vida compartido con sus tareas eclesiásticas en las cercanías de la corte lisboeta. Así que con los tiempos de la Inquisición en una mano y el sendero en otra voy repartiendo el tiempo de mi mañana, haciendo de vez en cuando alguna incursión en torno a alguna florecilla junto a la que me arrodillo para encuadrar y sacar una fotografía que me recuerde en el futuro las delicadas minucias que este humilde camino encierra. Caminar sin prisa y sin objeto tiene este tipo de delicadas compensaciones.

Conversación a la caída del sol

Tocó comer en Cachopo, una especie de cocido de chuparse los dedos que bien habría servido para alimentar a una familia entera. Tiempo para relajarme, saborear una cerveza y para llenar mis baterías que andaban ya escasas con este uso abusivo que le vengo dando al teléfono. A la salida, el sol pega en la fachada enjalbegada de la iglesia a punto de no resistir la vista tamaño reflejo. Sobre las fachadas, como si estas fueran una refulgente montaña cubierta de nieve, un cielo intensamente azul cubre la parte superior del lienzo.

Avisando las casas de Currais, desde un alto donde crecen robustos eucaliptos, entra en escena en la novela de Saramago, recuerdo, Memorial del convento, Domenico Scarlatti, a la sazón maestro de capilla real en la Corte y que vendrá a amenizar la construcción de la máquina voladora y a dar salud a Blimunda, aquejada ésta de una grave enfermedad, con la música de su clavicordio. Pero ante la aparición de Scarlatti mi ánimo se siente inclinado primero a la música, que querría sustituir ahora mismo por la novela, y segundo, por el recuerdo que me trae cierto pasaje de la novela Mujeres, de Philippe Soller, en donde el protagonista y la coprotagonista rizan el rizo de sus encuentros amorosos oyendo siempre la música de Scarlatti, que también para eso sirve la música, bien que estos personajes fueran capaces también de llegar a dibujar una escena de sutil erotismo que a un servidor sirvió durante un tiempo de agradable recurso para momentos de recogimiento. La escena sin más se desarrollaba en un barandal en lo alto del Tibidabo con el espectáculo nocturno de la ciudad de Barcelona a lo pies. Ella se apoyaba en la baranda y vestía un largo vestido negro. Él tenía una mano en las caderas de ella y la otra había subido el vuelo de la falda y empezaba a bajarle parsimoniosamente las bragas. Indebida recordación para un caminante al que todavía le quedan algunas horas de camino antes de seguir vivenciando aquella escena de la que tantos réditos obtuvo años atrás. Las fantasías sexuales son así de caprichosas… e inoportunas. No, no escuché a Scarlatti, quizás lo haga esta noche en vez de recurrir a una película, ni continué con la historia del Tibidabo; Saramago tenía prisa por hacer volar al padre Bartolomeu y a sus ayudantes Blimunda y Sietesoles y con ellos me fui, que la máquina voladora voló al fin una vez puesto el sistema en marcha y destejado el pajar en donde habla sido construida. La máquina voló, pero ah, cuando ya hubo pasado el tiempo y recreados que se hubieron con el paisaje y los alrededores de Lisboa y el río Tajo, que culebreaba como una serpiente a sus pies, al padre Bartolomeu, recordemos que estamos en tiempos del Santo Oficio, cuando la Inquisición era tan aficionada a asar a la parrilla a todo hijo de vecino sospechoso de herejía, y volar tal sería; al padre Bartolomeu le entró miedo y ya no tuvo otro pensamiento en su cabeza que aterrizar lo antes posible y salir pitando, pies para que os quiero, a cualquier lugar donde el Santo Oficio no tuviera acceso.




Alguien que leyera estas crónicas, si así pudieran llamarse, se llevaría las manos a la cabeza diciendo que esto nada tiene que ver con caminar por el Algarve, que más bien son cosas de un individuo que mata su tiempo poniendo una palabra detrás de otra de manera parecida a como otros hacen un crucigrama o juegan a las tabas. Les diré que se equivocan de parte a parte. Es difícil escribir una crónica que se ciña con más exactitud a lo que sucede en el ámbito del camino, que no es sólo sendero y jarales sino más bien un todo en donde el campo, las lomas, y lo que corre por el alma del caminante forman una compleja unidad ;-). 

Mi tienda está iluminada por la tenue luz de la luna. Con toda seguridad soy el único habitante en una decena de kilómetros a la redonda. Un raro regocijo interior brota de esta soledad que me acoge esta noche entre sus brazos. Ahora sí, ahora ya puedo escuchar sin apremio alguna Sonata de Domenico Scarlatti.


















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