Tembleque, 24 de marzo de 2019
Camino de Levante. La Villa de Don
Fadrique-Tembleque.
Anoche, aprovechando un buena
cobertura wifi, quise ver Lo importante
es amar, que me había recomendado un amigo, pero en Filmin me fue imposible
conseguir los subtitulo así que opté por seguir los derroteros de la historia
del cine de Román Gubern que había dejado con Fellini. Me atraía esa
introducción con que Gubern retrataba una parte del trabajo del director
italiano: «Hay una línea vertical en la espiritualidad, ha dicho Fellini, que
va de la bestia al ángel y en la que oscilamos continuamente». Este
desgarramiento interior, entre la bestia y el ángel, es una de las obsesiones
mayores de Fellini, abocado al examen de conciencias sumidas en el fango y que
súbitamente se iluminan con un relámpago de luz. Es el caso de la ingenua
prostituta Cabiria (Giulietta Masina) que recobra su confianza en la vida al
final de Las noches de Cabiria”.
Gubern es convincente casi siempre, así que a él me abandono. Ver actuar a Giulietta
Masina es un pequeño placer que se degusta al margen del curso general de la
película, ya me sucedió con Giulietta de
los espíritus, papeles que acaso se adaptan a una peculiar personalidad en
donde la ingenuidad, las ganas de vivir y las sutilezas de los gestos nos ponen
sobre un escenario donde la sonrisa brota espontánea a la vista como un regalo
en que regocijar el espíritu.
Puse el despertador a las cinco
con la duda de que el posadero, Juan, tan servicial la noche anterior, me
tuviera el desayuno presto. A las cinco de la mañana, mientras yo hacía mis
ejercicios matinales, no se oía ni una mosca en la silenciosa posada. Bajé al
refectorio a la hora convenida pero en la
noche oscura, que nadie me veía, el silencio era tal que sospeché que el
ventero dormía a pierna suelta y se había olvidado del peregrino. Mas no, que
en el salón la luz lucía y la televisión emitía a tan intempestivas horas de la
madrugada el parte del tiempo. Apareció al fin el posadero, que bien había
dormido, según me dijo. Las seis de la mañana no son hora para liarse con
disquisiciones filosóficas, pero la conversación del posadero, tan interesado
en los ires y venir de la vida de Cervantes, tan agarrada estaba al asunto del
lugar y fecha de nacimiento del autor de El
Quijote, que me fue imposible redirigir la conversación hacia tierras más
prósperas. El posadero, Juan, hombre que en absoluto había leído El Quijote y con pinta de no tener
intención de leerlo en los años de su vida, hablaba apasionadamente sobre él y
reivindicaba afanosamente el lugar de nacimiento para su pueblo. Que El Quijote fuera una obra maestra digna
de degustar en largas tarde de asueto le traía sin cuidado, lo que él
reivindicaba nada tenía que ver con el placer de la lectura, hubiera dado uno
de sus brazos por conseguir el reconocimiento general del nacimiento de don
Miguel de Cervantes para su pueblo, pero de ahí a leer El Quijote, nada de nada. Curiosa esta gente que vive de la
reivindicación del esplendor y la gloria de un escritor pero al que se la trae floja
la lectura de su obra. ¿Seguirá siendo ocioso seguir hablando en este blog de
los locos, esos locos que aman los libros, que gustan de dormir bajo las
estrellas o que no necesitan de las muchas comodidades de una posada frente a
la lógica, por ejemplo, del posadero para quien la gloria cervantina vale más
que su obra?
Ya de camino, mientras la noche se
extinguía en el cielo presidido por una luna en decadencia, escuchaba a Gibran
con aquella historia del astrónomo: A la sombra de un templo, mi amigo y yo
vimos un ciego sentado solo. Mi amigo dijo:
—Mira ahí al hombre más sabio de
nuestro país.
Dejé a mi amigo y me aproximé al
ciego, lo saludé y conversamos. Después de algunas preguntas sobre su vida y
obra le inquirí:
—¿Qué sendero has recorrido para
llegar a la sabiduría?
Me respondió:
—Soy astrónomo. —Puso la mano en
el pecho y agregó—: Observo todos esos soles, y lunas y estrellas.
El sol comenzaba a calentar el
mundo; apareció tras la silueta oscura de una encina que crecía junto al
camino. Poco después ya estaba, manos en los bolsillos como en cada madrugada,
mientras el camino, derecho como el trayecto de una flecha se tendía sobre el
horizonte, atendiendo a las páginas de La
España vacía, Giner de los Ríos, la Institución Libre de Enseñanza,
Bartolomé Cossío, el gran pedagogo riojano, Miguel de Unamuno, éste a la sombra
de Oberman, una novela de Étienne
Pivert de Senancour, una segunda Walden,
de Thoreau, la trama un amor romántico en la estela de Werther en donde las descripciones y los largos remansos poéticos y
reflexivos frente a las montañas hacían las delicias de Unamuno y me invitaban
a mí a leer a este autor.
La labor ‘misionera”, aunque
laica, de hombres de finales del siglo XIX y principios del XX que lucharon por
llevar a la España vacía la cultura que la ciudad acaparaba para sí sin
preocuparse por esa otra España que parecía todavía sumida en los tiempos del
Medioevo, me acompañó largamente después de Villacañas a través de ese infinito
y marítimo paisaje en una línea recta interminable que se prolongó durante
diecisiete kilómetros hasta darse de bruces con un par de molinos que reciben
al caminante en las proximidades de Tembleque.
Al fin la posada y, al sol, junto
a su puerta mi amigo alemán, Heine, tomándose, cómo no, una cerveza. A Posada,
un establecimiento hotelero de muchas estrellas con una cama ancha lo
suficiente para acoger a todo un harén, ah, los delirios feminiles de este
incorregible peregrino, que le acoge con el modestísimo precio de veinticinco euros,
una habitación que parece una suite, ducha obligada en una enorme bañera,
comida de agradecer y suculenta, en fin lugar idóneo para una pequeña pausa en
el camino.
Finalmente, parece mentira, un
restaurante sin televisión donde la gente conversa animadamente. Y frente a mí
una mujer que mira con una atención concentrada al hombre que tiene enfrente,
que le manda un leve beso, que mueve levemente las líneas de su frente para
indicar admiración por lo que el otro dice. Un abuelo a mi izquierda le llena
la cuchara a su nieto y se la pone en la boca, juega con él mientras atiende a
la conversación de los otros, su mujer y los padres del niño. He comido casi
con voracidad y la camarera, cuando ve que se me ha acabado el pan a mitad de
la comida, se acerca, ¿tienes hambre, eh?, me dice. Sí, le contesto, pero está
muy ocupada atendiendo ella sola a un comedor abarrotado y no es posible una
mínima conversación. Me encanta la atención y la sonrisa que derrocha cuando me
trae el entrecot o me pregunta por el postre que quiero tomar. Ah, cuánto me
gustan las mujeres... y el vino y la bondad de la vida que sobrevuela a veces
por el cielo bajo el que uno se encuentra. La contesa que me sirve es un trozo
de glaciar visitado por la nieve reciente de una noche anterior y cruzado por
las vetas de chocolate que lo atraviesan y la nata que, en su extremo se aúpa
sobre el glaciar, parecen los restos de una pequeña avalancha detenida al borde
de la morrena. Qué cosas se me ocurren, pienso sintiendo que este vino tempranillo
de La Mancha alguna culpa tiene en ello... Glaciares, nieve, aquí en este
desierto de vides y molinos de viento; qué cosas. El cómo se ve la vida después
de una larga cabalgada, una larga ducha de agua caliente y una comida bien
regada que nada tiene que ver con la triste estampa que sugieren los titulares
de los periódicos de nuestros país, grises y ajenos a la vida, una pequeña
cochambre que avergüenza a la inteligencia porque da una imagen de ese homo sapiens que habita Iberia tan
lamentable, tan pobre, tan cochambrosa… Dios, ¿qué habremos hecho nosotros para
que la más circense mediocridad se haya apoderado del escenario político del
país? A Dios gracias la crema de orujo tras el café me resarce de esta honda
pena que es contemplar el panorama político español, sin esperanza, mediocre,
en mano de un puñado de aprovechados sin escrúpulo alguno y con la justicia
jugando a hacer el juego a las fuerzas más conservadoras.
Mi crónica de hoy termina al borde
de una siesta que restituya descanso a mis ojos tras esta otra fatigada trotada
que es tener la vista puesta en la pantalla del teléfono.
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