Cinco peregrinos en el Camino de Levante: Gabriel, Brigitte, María, Eric y un servidor |
Higueruela, 17 de marzo de 2019
Camino de Santiago de Levante.
Etapa Almansa – Higueruela
Las seis de la mañana en las
calles de Almansa. Hace fresco. Ni un alma. Camino por un paseo constelado de
plátanos. De repente oigo a mi lado algo en un idioma desconocido que quiere
ser unos buenos días. Me vuelvo, un hombre de aspecto oriental, descalzo y en
camiseta de manga larga me adelanta corriendo mientras levanta la mano a modo
de afectuoso saludo. En seguida me siento hermanado con este sexagenario
madrugador que se echa casi como su madre le trajo al mundo a correr por las
afueras de Almansa en invierno a una hora en que el común de los mortales está
a la mitad de su sueño nocturno. Ah, los locos; bienaventurados ellos que
ajenos a los hábitos del mundo hacen de sí y de sus hábitos un pequeño asunto
de arte. ¿Qué se puede decir si no de un individuo con el buen humor pintado en
el rostro que corre descalzo en plena noche y que sonríe al caminante con tan
buen talante?
Ya hablaba ayer sobre estas cosas
tratando de descifrar quiénes son los cuerdos y quienes los locos de este
mundo. Cualquier viandante madrugador camino del curro, curro desde la hora de
la madrugada a la hora del crepúsculo, que se hubiera encontrado a este hombre
habría pensado que estaba zumbao. Una paradoja.
La primera parte del camino ya la
había hecho cuatro años antes, pero no recordaba absolutamente nada. Una cordal
montañosa cruzaba el horizonte, todas estas tierras, propiedad, parecía, de un
propietario obsesivo que llenó cada curva del camino con ostentosos carteles de
prohibido el paso y que había colocado colina abajo un falso cartel indicando
la dirección de Higueruela en sentido contrario al correcto. Ni es la primera
vez ni será la última que algún quisquilloso, por no decir algo más gordo,
intenta poner puertas al viento para impedir el paso por determinadas tierras o
inventa señales falsas para desviar al caminante fuera de la proximidad de sus
propiedades.
Paré media hora en la bifurcación
de los dos caminos al abrigo del viento tras unas encinas. Los cuarenta
kilómetros de la jornada me estaban obligando a caminar más deprisa de lo
acostumbrado. A las diez de la mañana ya había hecho casi la mitad del
recorrido.
Francamente el viento me estaba
estropeando una parte importante de la jornada. Había empezado a soplar de
frente con tanta fuerza que la delicada prosa de Charlotte Bronte estaba
empezando a hacer agua con tanta ventolera. El viento me obligaba a volver la
cabeza a la derecha para no perderme parte de un párrafo. Leer en estas
condiciones exigía un esfuerzo que si no fuera por el interés que levantaba la
novela ni soñando habría continuado leyendo así. Tres o cuatro horas leí en
esta situación esperando inútilmente que amainara el viento. Cuando encuentro
una buena novela, y Villette cumple
todos los requisitos de las grandes novelas de la época, Midelmarch, Crimen y castigo.
La regenta, Anna Karenina… por
ejemplo, es como entrar en túnel; las horas pasan unas tras otra sin que me dé
cuenta. Esto sucedió hoy hasta que el viento pudo conmigo, aunque más tarde, no
resignado, renuncié al auricular y opté, con mejores resultados, a usar el
altavoz a todo volumen hasta las mismas puertas de Higueruela.
La Mancha pasa pues a mi lado como
si viajara en un tren de otra época y mirando distraído de vez en cuando por la
ventanilla me encontrara ahora un olivar, más tarde una loma cubierta de vides
o el campanario de una iglesia de un pueblo lejano. La estampa que todos
conocemos de las largas horas embebidos en la lectura de un libro, tan cara
desde la primera infancia o en la madurez junto al fuego de la chimenea de
invierno, se repetía hoy en esa manera singular que es escucharleer a partir de
ese trasto telefónico que se ha colado en nuestras vidas ofreciéndonos una
cantidad de prestaciones jamás imaginadas.
Mientras comía en el bar La Posada
de Higueruela tenía la impresión de haber pasado por un complejo mundo de
realidades. Desde los minicuentos de Khalil Gibran, donde un par de cuervos
construían su nido bajo el sombrero de un espantapájaros filósofo o donde unos
gatos rezaban para que lloviera ratones y un perro se reía porque lo que sucede
cuando se reza es que llueven huesos, había viajado a los tiempos de Alfonso X
el Sabio, asistiendo a la época en que castellanos, aragoneses y castellanos
apostaban por una hegemonía peninsular y por último me había recluido en una
ciudad francesa, próxima al Canal de la Mancha, donde Lucy Snowe, la
protagonista de Villette, empleada
como profesora en un institución femenina, analiza con preciosidad y con una
profundidad psicológica proverbial el mundo que le rodea. La vuelta al día en
ochenta mundos, Julio Cortázar, efectivamente, fue de nuevo gracias a esta
inmersión lectora, el leitmotiv de la jornada.
Estaba haciendo en el albergue mis
ejercicios de espalda, cuando aparecieron por la puerta Brigitte y Gabriel.
Llevaban en la cara el cansancio propio de los cuarenta kilómetros que había
dejado atrás. Hoy somos cinco en el albergue. María y Eric, completan el
quinteto, dos peregrinos alicantinos que nos llevaban la delantera desde
Valencia y que hicieron la ruta por Alpera. Como otras veces es
simpático el batiburrillo de los idiomas, ellos hablando en inglés con Brigitte
y Gabriel, yo haciendo lo que puedo en cualquiera de las otras tres lenguas.
Mañana no hay albergue que nos
acoja. Acaso prueba a dormir a la intemperie. Cuando he salido del albergue
para ir al restaurante he visto una luna bastante gorda en el cielo y ello me
ha animado. Veremos.
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