Los locos




 Almansa, 16 de marzo de 2019

Camino de Santiago de Levante. Etapa La Font de la Figuera – Almansa


El tránsito de Valencia a La Mancha, a la salida de La Font de la Figuera, es de monte bajo, tierra de aulagas y brezos con una terreno de clara de huevo donde poco a poco irán apareciendo viejos olivos cuando el sendero se vaya adentrando entre las colinas. Al fin, camino ya de verdad, sendero que transita por la tierra sin el agobio del tráfico cercano. La densidad demográfica ha descendido hasta dejar ayuno de pueblos y agrupaciones de casas el campo, que amanece hoy junto a un ejército de vides en perfecta formación como si de soldados del Tercer Reich se tratara. El viñedo cuidado con primor, la poda terminada, el campo limpio como a la espera de los primeros brotes que deberán asomar en unas semanas seguros ya de que las heladas estarán lejos para entonces.


La suave temperatura de los días precedentes, tierras templadas por la caricia cercana del mar, ha pasado a ser fría en esta hora cercana al alba hasta el punto de echar de menos unos guantes. La mañana estaba tan bonita y tranquila que me daba pereza empezar tan temprano a leer una árida y prosaica historia de España, esa hora tan especial en que el alma necesita qué se yo, posiblemente el alimento de algunas páginas con las que mirar al día que comienza con la firmeza que dan los buenos consejos o las inspiradas palabras de algún místico. Recordaba las tantas madrugadas que había envuelto mi caminar con la alentadora lectura de Khalil Gibran, pero no tenía ninguno de sus libros a mano. Escéptico probé a ver si había cobertura y sí, si la había. Encontré en la nutrida biblioteca de Epublibre un único título que no había leído. El loco, era su título. La lectura de los libritos de Khalil Gibran, todos ellos una joya, esencia sus páginas de una poesía que fuerza al pensamiento con sus pequeñas fábulas a ver las cosas de la vida desde una extrema sencillez, es una buena opción, equivalente, desde el punto mental, al del saludo al sol desde el punto de vista físico. Un ejercicio de estiramiento de la mente que ayuda desde sus sencillas historias a quitarse las legañas y a ver por tanto la realidad con una mayor claridad. La primera historia con la que comienza el libro da ya la idea de cuál será la línea principal; su título El loco.

Hay que tener cuidado cuando se lee a Khalil Gibran de no coger un empacho porque al menor descuido, cuando ya has sintonizado con sus ideas, te puedes encontrar con que estás en las páginas últimas del libro. Así que mejor leerlo despacio y en pequeñas dosis. A mí me bastará hoy con esta pequeña historia titulada Cómo me volví loco… “Me preguntas cómo me volví loco. Ocurrió así:
Un día, mucho antes de que nacieran los dioses, desperté de un profundo sueño y descubrí que me habían robado todas mis máscaras, las siete máscaras que había modelado y usado en siete vidas.
Huí sin la máscara por las atestadas calles gritando: «¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!».
Hombres y mujeres se reían de mí, y algunos corrieron a sus casas temerosos de mí.
Y cuando llegué a la plaza del mercado, un muchacho de pie sobre el techo de una casa, gritó: «¡Es un loco!».
Alcé la vista para mirarlo y por primera vez el sol besó mi rostro desnudo. Por primera vez el sol besó mi rostro desnudo, y mi alma se inflamó de amor por el sol y ya no deseé más mis máscaras. Como en éxtasis grité «¡Benditos, benditos sean los ladrones que me han robado mis máscaras!».

Y termina la historia así: “Y he hallado libertad y salvación en mi locura, la libertad de estar solo y a salvo de ser comprendido, porque aquellos que nos comprenden esclavizan algo nuestro”. Leí un par de minihistorias más, pero ésta me sirvió para dedicar un rato de meditación a ese tema de la locura mientras el sol a mis espaldas dejaba frente a mí la alargada sombra del caminante sobre el macadán de la pista. Ser un loco en este mundo en que vivimos donde la normalidad aparece tan gris y desteñida de una cordura necesaria, parecía ser a estas alturas una opción bastante acertada. La libertad de no depender de la opinión de los demás, a salvo de la comprensión o no de los otros, aparecía, reforzado por esa sensación de soledad que envuelve frecuentemente al caminante, como una buena idea sobre las que cimentar mis disposiciones. Recuerdo que en mi primera adolescencia una de mis rutinas diarias era leer todas las mañanas un fragmento de Los Evangelios, que posteriormente había de servirme durante el día de referencia para ir puliendo eso que podríamos llamar ser buena persona. A estas alturas no sé si esa tarea ya ha quedado obsoleta después de más de medio siglo, sin embargo sigo alimentando la idea de que el recordatorio de algunas especiales lecturas como las de Gibran ayudan a mantener una imprescindible higiene mental.


Y dada la cantidad de locuras posibles y el modo en cómo la sociedad las clasifica y organiza en grupitos, acaso podríamos dar la vuelta a la tortilla y haciendo caso omiso de ese mundo de “normales” que parecen constituir el grueso de la sociedad, ajustar la distancia que quieren poner entre significante y significado para reducir ésta a cero y llamar, como dicen, al pan, pan y al vino, vino, de manera que quede claro que los que están verdaderamente locos son todos aquellos que la jerga corriente considera como normales.

De todos modos hay que reconocer que hay locuras de muy diversa índole, la de Godard, por ejemplo, ya que ayer tarde estuve viendo Pierrot el loco, en donde la del loco, Jean Paul Belmondo, parecido loco al que representa en Al final de la escapada, es una locura propia de los lúcidos que entienden que las camisas de fuerza deberían estar destinadas, digamos, a los causantes de las barbaridades mundiales y sus adláteres (esas breves secuencias sobre el Vietnam lo atestiguan), mientras el pobre diablo de su película en definitiva lo que hace es volarse los sesos con cartuchos de dinamita que emulan los colores de la bandera francesa bajo cuyo patrocinio se cometieron imperdonables atrocidades en Argelia. Locos por locos, Belmondo queda a salvo de locura frente a la locura de una nación que masacra a otra. Otro tanto se podría decir de Vietnam o de los gobernantes que dejan morir a miles de africanos en las aguas del Mediterráneo.


En este laberinto de la locura andaba yo metido cuando de repente a un centenar de metros descubrí un tropel de bichos enormes y negros que cruzaban a la carrera el extremo de un viñedo camino de un pinar cercano. Tuve tiempo de sacar la cámara y fotografiar la estampida con el zoom; se trataba de una manada de jabalíes que corrían pies para qué os quiero huyendo de la amenaza de un todoterreno que se aproximaba al otro lado del viñedo.

Jabalíes en mi camino

Lo que quiera decir “España, una, grande y libre”, se parece a esos anuncios publicitarios que por mor de la brevedad y el deseo de vender a toda costa, al final en realidad dicen apenas nada. Leyendo después de la espantada de los jabalíes, el capítulo de la historia de España titulado La España de las tres culturas, la cristiana, la árabe y la hebraica, que surgió tras la caída del Imperio Romano y sobre todo sintiendo bajo mis pies que caminan estas tierras incansablemente desde hace muchas décadas y en mis ojos estos paisajes que de mar a mar o desde Gibraltar al Pirineo, se me aparecía una noción de España tan propia de culturas diferentes y hombres provenientes de tan diferentes espacios físicos y culturales, tal diversidad, que, percibiendo tanto el nacionalismo que pueda correr por la sangre de los catalanes, los vascos y otros como a aquellos que abogan por una unidad a costa de lo que sea, tenía la sensación de que todos ellos erraban. La comprensión de una España como un espacio de confluencia en donde se han fraguado culturas tan ricas y dispares, y en la que por cierto el Camino de Santiago ha tenido tanta importancia al ser conducto de comunicación e intercambio de éstas, no merece el espectáculo que a estas alturas del siglo se viene dando con el pueblo catalán, espectáculo que la falta de inteligencia del poder central y la cerrazón de una parte del electorado catalán agravan al punto de magnificar el desencuentro y desplazar a posiciones extremas a una población muy sensible a una política de ordeno y mando inaceptable.


Tras los cerros que señalaban el límite de la Comunidad Valenciana el paisaje se hizo llano, de rectas pistas que se perdían en el horizonte o zigzagueaban atravesando la línea del Ave. A las nueve paré a tomar un tentempié. Estaba a mitad de camino. Tres horas y media después entraba en Almansa y poco más tarde me acogía por segunda vez a la hospitalidad del Convento de las Religiosas Esclavas de María. En Almansa se cruzan dos Caminos de Santiago, el de Levante y La Ruta de la Lana, esta última recorrida hace unos inviernos. 













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