Una noche en La Maliciosa




El Chorrillo, 29 de septiembre de 2019

Yo quería ir a Cotos y dormir en la Cuerda Larga, pero con el cambio de horario de los autobuses en estos días el de la sierra había desaparecido, así que no me quedó más remedio que tomar el primer bus que había a mano y que me dejaría en Navacerrada pueblo. Una vez más La Barranca. Cogería agua en la fuente de La Campanilla y dormiría en La Maliciosa que es, probablente, el mejor balcón del Guadarrama sobre ese belén de luces que se extiende a sus pies por todo el llamo norte de Madrid.



Quizás más que otra cosa lo que yo buscaba hoy era un sosegado espacio para la lectura y pasar una noche bajo las estrellas, esa debilidad por dormirme acurrucado por el arrullo del universo nocturno de las constelaciones. El día anterior había dejado a Kurt Diemberger, K2, el nudo infinito, y a Julie al pie del K2 en aquel año fatídico de 1986, en que el Chogori, en las palabras de Goretta y Casarotto, parecía haberse convertido en un frente bélico donde los contendientes uno a uno iban perdiendo la vida. Fue un trágico verano en el que el pasado año confluyeron tres libros que leía por entonces, un de Kukuczka, otro de Goreta y Renato Casarotto y un tercero cuyo autor era Kurtyka. Diemberger volvía a la carga. Entre la fuente de la Campanilla y el collado de El Piornar fue narrando el infierno en que se convirtió el K2 aquel verano. Subía con un paso tan tranquilo que apenas notaba el buen repecho que lleva al collado. Atardecía. Kurt había divisado desde el campo base la lejana figura de un hombre. Siguió su recorrido durante un buen rato hasta que en un preciso momento dejó de verle. El único alpinista que estaba escalando sólo el K2 era Casarotto. Se alarmó al barrer constantemente con la vista el glaciar y no ver a nadie. Buscó a Goretta y le pidió que llamara de inmediato a su marido por el radioteléfono. Al otro lado contestó la voz de Casarotto: “Me estoy muriendo, Gori, me muero, tengo el cuerpo destrozado”. De camino al campo base, un puente de nieve sobre el que habían pasado componentes de distintas expediciones cientos de veces durante el verano, cedió. Renato fue rescatado pero poco después falleció. Fue enterrado en la misma grieta donde había caído.



La historia de este matrimonio me conmueve; su libro, Una vita tra le montagne, es uno de los manifiestos más grandiosos de la lucha del hombre por desvelar el misterio de su propia existencia a través de la superación de sí mismo. “Siento, escribía unos días antes de su muerte, que el K2 es un punto obligado de paso, de transformación que me permitirá expresar la esencia de mi ser como hombre. Creo que alto, muy alto sobre el K2 esté la clave de mi búsqueda”.



Cuando llego a la cumbre, el sol se ha ocultado, un rastro de brasas incandescentes restan todavía sobre el horizonte. A mis pies las luces del llano apenas dejan pequeñas islas de oscuridad en su seno.

La cumbre de La Maliciosa no es un buen lugar para contemplar las estrellas, que aparecen pálidas y privadas del fulgor que proporciona la oscuridad absoluta. El Triangulo del Verano, con Altair, Deneb y Vega en sus vértices, apuntaba hacia el zenit sobre la loma de Valdemartín y Cabezas de Hierro. Cuando a media noche me despierte será Casiopea, como un barquito de papel, la que navegará por encima de mis sueños.

Apenas había una pizca de luz en el cielo cuando un potente jadeo me despertó; era uno de esos fogosos corredores que han elegido la montaña para probar su voluntad y la buena forma de sus piernas. Nos dimos los buenos días, consultó su cronómetro y sin apenas parar más que unos segundos se despidió y salió corriendo camino otra vez del collado del Piornal. Amaneció bonito pero corrientito. Volví a dormirme, pero no por mucho tiempo, esta mañana La Maliciosa se iba a convertir en un punto de afluencia importante. Me hubiera quedado en el saco una buena parte de la mañana haciendo pereza, pero con tanta concurrencia imposible.



No tenía prisa. Descendía tranquilo hacia el collado de Quebrantaherraduras, leía distraído ahora el relato de Kurt y Julie subiendo a su vez hacia la cumbre del K2, donde una numerosa expedición coreana al mejor estilo de clásico y tres o cuatro grupos más intentaban la misma ruta; y, allá abajo, en un momento distinguí a media mañana un prado y varios de esos monolitos de granito que los caprichos del viento y la lluvia modelaron al estilo  de Henry Moore. Me aparté del camino y busqué un lugar discreto frente al llano. Mi lectura quedó varada bajo un espolón rocoso que precede a la cima del K2. Mi cuerpo estaba extendido sobre la calidez de la piedra y, a lo lejos, entre la bruma, sobresalían las Cuatro Torres que sitúan la aglomeración de la ciudad de Madrid. Mis pensamientos iban de acá para allá, una avalancha recién caída sobre la falda del K2, un escote que había contemplado con gusto ayer tarde en el metro, el recuerdo de mi paso por algunas montañas, la sonrisa de mi nieto Manuel... y todo ello envuelto quizás en los brazos de lo efímero, que hacia honor a un poema de Hugo von Hofmannsthal que poco antes me había enviado por whatsapp una amiga, pensamientos que con ser efímeros no por eso dejaban de ser caricia, adornos de la vida con los que compartir la suavidad de la brisa de esta mañana mientras mis ojos, acaso ajenos a mis pensamientos, se entretenían por su cuenta con las formas de las nubes y el caprichoso perfil de los bloques de granito que, más allá, sobre la cordal del Yelmo, formaban una aserrada escarpadura gris por encima de la cual cabalgaba el mar del cielo y sus naves blancas de espuma liviana.

Kurt y Julie llegan por fin a la cumbre, pero se ha hecho extremadamente tarde y temen no llegar a tiempo al campo 4 lo que les obligaría a vivaquear con lo puesto a más de ocho mil metros. Al final he decidido bajar directamente al parking de la entrada al parque, y en alguna parte pierdo el sendero. Arrastrándome entre unas jaras, como un jabali buscando la salida entre los arbustos, continuo con el relato pero, en el preciso momento en que los dos bajan una empinada pendiente de hielo y Julie cae precipitada al vacío, la app de lectura se bloquea. Antes de continuar con el descenso del K2 me veo obligado a vagar entre las jaras por un buen rato. Más tarde, cuando ya caminaba por un cómodo sendero, cansado como estaba, consideré que mejor aplazada el desenlace de la aventura de Kurt y Julie para otro momento. Kurt Diemberger escribe bien y aporta pensamientos interesantes. Ya encontraría a la noche un rato para terminar el capítulo.



Eran casi las cinco de la tarde pero encontré en Manzanares la manera de que me sirvieran un exquisito plato de ternera con almendras. Me tomaba el postre cuando mi vista tropezó con los ojos de una joven que charlaba con un par de amigos al otro lado del bar. Delicioso el postre, dice de repente ella en la distancia desde el fondo del local. Exquisito, contesto algo sorprendido por la sonrisa encantadora de ella; su compañero, de grandes bíceps tatuados, se vuelve. Sonríe a sus vez. La música envuelve el local como una nube de alcohol subiendo a la cabeza sus pedazos de euforia. Y trato de retener la sonrisa de ella, su cuerpo de mujer juguetona, esa trozo de vida que es una fiesta en un rincón cualquiera de un bar de cualquier pueblo de la sierra. Ojos brillantes, los gestos de una simpática embaucadora que domina el escenario con la gracia de su mirada y sus gestos. Y un momento después levanto la vista y ella y sus acompañantes han desaparecido. Queda el recurso de la televisión, gente que escala en alguna lejana montaña de Oriente.

Más tarde, camino de la parada del bus, paso junto a la iglesia de Manzanares donde cincuenta años atrás, una Nochebuena, tras la misa del Gallo,  el párroco me ofreció una habitación para pasar la noche, ofrecimiento que decliné porque aquella noche tenía una cita con el Tolmo, bajo cuyo techo me tomaría mi cena navideña, una tortilla de patatas que con el frío se había llenado de crujientes pedazos de hielo.





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