Frío y viento en una noche en el Mondalindo

 



Mondalindo, 27 de enero de 2023

No sé si voy a poder escribir hoy, con el viento ha saltado el tiro principal y tengo la tienda de campaña encima agitándose como una vela desprendida del mástil en medio de la tempestad. Creo que si yo no estuviera dentro haciendo de lastre ya habría volado. Me acurruqué en el saco y quise desentenderme de las ráfagas de viento que arrasan la ladera dejando a la suerte de éste lo que pudiera suceder, pero imposible dormir en estas condiciones con todo el velamen encima del saco agitándose al ritmo que le marcan las ráfagas. Después de un rato me he dicho que algo tendría que comer. He sacado el brazo por el reducido agujero del saco de dormir y he echado mano a los cacahuetes. Hace realmente frío. Dentro del saco los he ido pacientemente ingiriendo. No hay cena más aburrida, pero no hay otra cosa, apenas me puedo mover. En el saco no sólo estoy yo, en previsión de que todo se hiele he metido el agua, el pipiómetro y además guantes, manoplas, la riñonera con el teléfono y las gafas, esto último por si se me hace muy larga la noche y puedo llegar a escribir realmente.

Hoy cambié de tienda, una más estrecha con doble techo, pensando que resistiría mejor el embate del viento, pero ha sido lo contrario en otro sentido, me costó montón instalarla. El viento soplaba con mucha fuerza y se la llevaba por los aires. He roto varias piquetas intentando clavarlas; el suelo, helado, se resistía; varias quedaron inservibles, dobladas por los golpes en un terreno de hierba pero que con el frío de estos días se había hecho impenetrable. Es un viento discontinuo, pero cuando llega en forma de ráfagas resulta bestial. Cuando esto sucede el techo de la tienda queda a ras del suelo. Pensé que el tiro se habría aflojado, pero no, simplemente había saltado. El frío y el viento habían hecho imposible asegurar debidamente algunos tiros, todos ellos al final reforzados con grandes rocas, y el que sujetaba precisamente la tienda por el lado del viento se había soltado. Había un pequeño abrigo al lado, una especie de cueva con techo y una entrada mínima, pero su interior estaba cubierto por la nieve.

No entiendo bien por qué estoy aquí esta tarde. En Valdemanco soplaba una fuerte ventolera, hacia frío y el tiempo estaba muy desagradable. Cuando dejé el coche, subía por las callejas del final del pueblo pensando en que me iría al collado de Medio Celemín y después bajaría hacia Lozoyuela. En el bosque seguro que encontraría un lugar protegido para poner la tienda. Sin embargo ya fuera del pueblo ni siquiera me acordé de esa primera idea, simplemente torcí a la izquierda y me dirigí al Mondalindo. Fueron mis pies, no mi cabeza los que tiraron para allá. Dormiría en Peña de las Cabras, me dije, pero llegado allí sucedió otro tanto de lo mismo. Ni siquiera paré a pensarlo, saqué el gorro ese alaskeño que llevo últimamente y a mis guantes normales añadí otros de piel calefactables y tiré sin más para arriba.

Durante la subida el viento no era excesivo pero al alcanzar la cuerda cimera éste me tiraba. El sendero estaba cubierto de hielo y el viento hacia difícil caminar. En la cumbre busqué inútilmente un lugar protegido del viento, las ráfagas, que eran de dominante este, cambiaban repentinamente.

El sol se había ocultado entre una masa de nubes que cubría la Najarra. Un atardecer gris y desapacible despedía el día por poniente. Me tomé un respiro al resguardo de unas rocas, intenté hacer algunas fotos, se acabó la batería, y ya no me quedó otra que huir dando traspiés de aquella ventolera descendiendo a la búsqueda de un abrigo rocoso o si no había más remedio un lugar para mi tienda. Los rayos del último sol iluminaron brevemente la mole granítica de Cancho Gordo.

Con el viento y con el suelo duro como de hielo se me hizo de noche batallando con las telas de la tienda. Me sentía inútil, no atinaba, la tienda volaba, los tiros se soltaban. Tenía la impresión de que era la primera vez que montaba una. Tuve que acarrear rocas de lejos para asegurar los tiros.

En realidad ignoro por qué un día así se me ocurre subir a una cumbre a dormir. En casa había visto que en Valdemanco, en el pueblo, los vientos era ya de 50 kilómetros hora. No sé, por especular con algo, pienso que acaso primaba ese deseo de vivir sensaciones, esas que están a la que salta y que tanto surgen en un tiempo desapacible y frío como en otro de tranquilo atardecer. Las sensaciones están por todos los lados esperando nuestro paso para sorprendernos en cualquier momento. A veces creo que en la relación que tenemos las personas con el mundo hay componentes gratificantes que sólo asoman a nuestro ánimo en la soledad y en situaciones que requieren esfuerzo, superación, diálogo de tú a tú con la naturaleza, aunque en ocasiones ésta se presente hosca como hoy, pero en cualquier caso una relación en que, como sucede con la vida conyugal, se gesta una intimidad en donde a la postre entre acuerdos y desacuerdos encontramos cierta plenitud.

Hoy en otras condiciones habría sido noche de contemplar las estrellas, de sosiego, de esa paz que proporciona la cercanía del mar o la visión apacible de las montañas, y sin embargo se ha convertido en un aguantar durante horas y horas, probablemente hasta el amanecer, este zarandeo de no saber si la tienda volará o no. ¿Y? No sé, de hecho estoy tranquilo. Son montañas conocidas y en última estancia lo que me pueden acarrear son algunas molestias suplementarias. La casa de mi hijo Mario en Valdemanco no está más allá de hora y media o dos.

Y ahora que le nombro, acaso una razón más de andar por aquí esta noche tenga que ver con algo que me dijo él en cierta ocasión. Ahora se dedica a los quesos pero años atrás fue cabrero; vivía en una choza que se había hecho con alpacas de paja en las laderas de Cancho Gordo. En aquel tiempo, un invierno decidió (me suena que algo de esto lo he contado ya por aquí…) hacer lo que él llamaba trashumancia. Vamos, que agarró su pequeño rebaño de cabras y se fue a pastorear por la sierra del Rincón y la Sierra Norte. No llevaba ni saco de dormir ni tienda de campaña; como los viejos arrieros y pastores del pasado unas mantas, un zurrón y poco más eran todo su avío. Al anochecer se refugiaba en un abrigo, encendía una pequeña hoguera y allí pasaba la noche rodeado de las cabras y de Gitano, su caballo. Un día necesitó algo y me llamó. Fui aquel mismo día con el coche hasta donde había establecido su provisional pesebre. El escenario era propio de una novela bucólica de dos siglos atrás, un recinto techado, tres muros formando una U, y en un rincón los restos de un fuego, la silla del caballo, las mantas y algunos útiles de cocina totalmente tiznados. Hablamos. Su filosofía por aquel tiempo estaba marcada por un azaroso y enriquecedor viaje a la India y por la búsqueda de un íntimo contacto con la naturaleza. Todo ello le había llevado también a considerar la imperiosa necesidad de fortalecer su cuerpo y su ánimo. Es que tengo que acostumbrarme al frío, hacerme fuerte, decía, por toda explicación. Aquellas palabras de Mario se le quedaron grabadas a su padre para siempre.

Sí, siempre me gustó esa filosofía de mi hijo, la vida dura de levantarse en invierno antes del alba, ordeñar las cabras, pastorear hiciera frío o calor, vivir en un chozo con lo imprescindible... Después de esta reflexión creo que esto que he hecho hoy no es simple masoquismo; probablemente como en otras ocasiones hay por ahí un enanito que dicta cosas a mi subconsciente y éste, sin contar conmigo, se entiende directamente con mis piernas. Vamos, lo que sucedió hoy, que yo quería ir a un bosque y mis piernas eligieron otro destino.

Podría salir e intentar volver a colocar el tiro que ha volado, pero no tengo ánimo para ello. Prefiero acogerme a la incertidumbre y seguir deseando que esto no vuele.


Hasta aquí lo que escribí anoche, aunque muy corregido porque realmente era bastante complicado con aquel vendaval escribir cualquier cosa. Tuve suerte, y aunque apenas pude dormir, el resto de los tiros resistió.

 

 

 

 

 

 

 


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