Camino de perfección

GR-10. Junto al Tajo, 1 de mayo de 2008

A principios de marzo comencé a caminar, allá junto al mar de Valencia, con la intención de poco a poco ir al encuentro del otro mar, allá por poniente. A estas alturas, después de haber vuelto a Camarena de la Sierra donde había terminado mi primer tramo y haber recorrido durante más de dos semanas el tramo de la GR-10 de Teruel y Guadalajara hasta llegar a la provincia de Madrid, no sé si dirigiré mis pasos hacia las tierras de Pessoa o si llegado a las tierras salmantinas o extremeñas me decidiré por girar al norte por el Camino de la Plata dirigiéndome a Santiago, para continuar quién sabe hacia dónde y cómo. El pasado año me marché a Oriente para un viaje que preveía que no iba a durar más de uno o dos meses y luego vagué durante medio año por Asia y África. Algo parecido podría suceder ahora recorriendo las tierras de España.


Se puede ver el recorrido y las fotos en Google Earth. Pincha aquí


Tener tiempo para hacer lo que deseas es una de las cosas mejores que le pueden suceder a uno en la vida. Hace poco soñé con volver a los Alpes en verano, emulando una travesía anterior; hoy, después de la experiencia de algo más de tres semanas de caminar por nuestra hermosa tierra, el cuerpo me invita a seguir pateando este país. Es un placer levantarse cada mañana y echar a andar, cada día un paisaje, cada día un montón de pequeños pueblos en la retina, cada día los olores del campo saturando las fosas nasales, cada día llenándose los oídos con el sonidos de los pájaros, de los ríos, de la brisa, cada día bañando los ojos con los colores todos de la primavera, las cebadas, los trigos, los brezales, las jaras ya en flor, las gordas nubes flotando sobre los cultivos; y en las últimas jornadas las nubes enroscándose entre las montañas y los valles de Ayllón.


Tardé siete días en comenzar a escribir algo. El cansancio era tal que cuando caí la tarde apenas me quedaban fuerzas para tumbarme y mirar las lomas de Albarracín o los tajos que empezaba a vislubrarse en las cercanías de Peralejos de las Truchas. Transcurrido este tiempo era más fácil disfrutar del camino, las piernas se había puesto de nuevo a tono y empezaba a haber tiempo para todo. Comienzo a transcribir aquí mis anotaciones del caminar de estos días atrás.

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Hace una semana que camino; mucho todos los días. Cada mañana, mientras mis piernas entran en calor arremetiendo las primeras cuestas, unas veces envuelto en el perfume del espliego o del tomillo, otras atravesando espinos de aulaga en flor, muchas siguiendo un sendero que no requiere mucho mi atención, como hoy, junto a las aguas del Tajo; cada mañana, mientras todo este mundo confluye con el mío, mientras comienza a amanecer sobre los altos de algún acantilado, enciendo mi mp3 y leo/escucho algún libro. A esta hora me gusta leer algo relacionado con el hecho de vivir, algo que me abra el apetito de intentar comprender lo que hago o dejo de hacer a cada momento, cuál es el significado de mis movimientos; o mejor, que me ayude a contemplar las cosas con el ánimo tranquilo, a vivirlas con la delectación simple de un bicho más entre otros muchos de los que pueblan el campo o los ríos. Y hay libros que son más propios para estos menesteres, que diría Teresa de Jesús, de quien precisamente leo en estas mañanas su Camino de perfección; arengas y consejos de la santa destinadas a sus monjas del convento de San José de Ávila, hace ya medio milenio.
Empecé el librito allá cuando atravesaba una mañana temprano por la vetusta localidad de Orihuela del Tremedal; casas de piedra, campanas de bronce sonando en el ambiente claro de la primera hora, calles estrechas y golondrinas y vencejos disputándose el aire de una fría mañana de abril. Hoy también comencé el día con Teresa de Jesús; hoy recorría el Alto Tajo, el rumor del agua siempre a mi diestra, los farallones encendidos por el sol tempranero, un cuclillo trenzando su canto con el agua y otros pájaros; hoy también con el rumor de las hojas de los pinos agitadas por el viento.
Hacía años que quería leer a esta mujer apasionada. Su nombre se oye devotamente tanto en lenguas viperinas como la de Cioran, como en mentes inteligentes y brillantes como la de George Elliot, otra mujer admirable. No hace falta ser creyente para leerla, me parece, de hecho es suficiente sentir la emoción de su pasión para que uno desee hacer de su lectura un primer acto matinal. Si Cioran decía que si Dios tenía que dar las gracias a alguien, sería a Juan Sebastián Bach, algo parecido podría haberse dicho de Teresa de Ávila. A mí me importa bien poco el Papa y toda su cohorte, pero, sin embargo soy devoto de los amores de Teresa y de su fuerza arrolladora. No sé muy bien en qué cajón puede meter un ateo esa emoción que suscita su lectura, cómo se puede diferenciar estos sentimientos de otras pasiones, otros amores; pero sucede de ese modo, siento una profunda cercanía por el cómo dice, acaso más de lo que dice en sí; leo con atención, con recogimiento, sabiendo que en sus palabras, en la enorme fuerza de sus argumentos duerme algo indefinible en donde se esconde la verdad que todos buscamos. Ella habla como priora a sus monjas; las habla, ya lo sé, de un Dios, de un cielo, de un infierno en los que yo no creo, y no sólo que no creo, sino que se me parece como la representación de un estado de ingenuo infantilismo; sin embargo, sus palabras, más allá de las circunstancias de la época en que el mundo vivía encerrado aún en una concepción de la realidad mágica y sujeta a las furias y a las bondades de un Dios nacido a imagen y semejanza de una idea patriarcal humana; más allá de todo esto, sus palabras son vigentes en esa apasionada devoción a los valores importantes, al amor, sea donde sea se ponga ese amor; el amor como fuerza que nos mueve, nos conmueve, nos catapulta más allá de nosotros dando sentido a nuestras vidas. El amor de Teresa de Jesús es tan sublime que es frecuentemente causa de un gran desgarramiento físico interior. Un amor terrible y arrollador que no cabe en la explicación biológica que comúnmente le damos, ni es posible encorsetar bajo ningún sistema; parece. Aunque a mí me emociona ese amor de Teresa de Jesús, no por eso dejo de pensar que está equivocada, que lo que le sucede a ella, aunque con mucho más fuerza, es lo que le sucede a tantos; vive esa sensación oceánica que sentimos todos y que menciona Freud, y que no sabiendo bien dónde colocar muchas veces unos lo refieren a Dios, otros al amado o la amada, muchos a la Naturaleza, a la Humanidad, etc. Quizás por ello no es difícil encontrar concomitancias en la escritura de la santa con otras lejanas culturas orientales, lo que demostraría que las religiones en el fondo lo que hacen es intentar dar salida a inquietudes que el ser humano no logra representarse con claridad, pero que ejercen sobre él una enorme fuerza.
Cuando esta mañana oía largamente, junto al canto de los pájaros que pueblan la arboleda del Tajo, hablar de la necesidad de la oración interior como uno de los principales modos de emplear el tiempo de nuestro día, ese calor que pone, esa pasión de mujer sabia a quien las riquezas y los honores de este mundo parecen tontos y peligrosos juegos con que confundir a la gente; cuando la oía, me parecía que aquello no guardaba mucha diferencia con lo que Buda predica.
Si Teresa de Jesús hubiera nacido en Manchuria o en Nepal, a la oración interior le habría dado otro nombre. Se trata de la misma cosa que se hace en Oriente. A Santa Teresa le sobra Dios, se atrevería uno a decir, le sobra ese gran interés que han heredado los hijos de Alá y los cristianos por un paraíso, un infinito placer post mortum que sería como el resultado de la mejor inversión que uno haya podido hacer en vida. En ella, una mujer tan apasionada, esa relación con un Dios amante, padre y hecho a la medida de un gran monarca, me parece tan solo una consecuencia de la presión social de su época. Lo que cuenta, como en todo amor, es el anhelo del ser amado, ese cántico espiritual que alumbra la noche de San Juan de la Cruz, noche oscura en que el dilatado anhelo del santo viste de Amada a ese Dios salido del Medioevo y que con una claridad más universal, menos apresado de convenciones de la Iglesia de entonces, acaso hubiera roto los barrotes de hierro en que estaba encerrado el pensamiento para llegar a quedarse en puro deseo, la pasión de querer algo, alguien externo a nosotros hacia quien toda nuestra voluntad tiende.
¿Cumplirá todo esto la función de algún mecanismo interno difícil de agarrar por las orejas, de oler, de mirarle las tripas por dentro; sustitución, sublimación, acaso el de esa fuerza necesaria que nos ayude a tener un motivo para seguir estando vivos?
Por la tarde me aparté del camino y busqué refugio junto al agua; entre los pinos, después de concluir las aventuras de un sacerdote metido a buscador de antiguallas del moblaje rural en algún condado del Reino Unido, uno de esos relatos del sorprendedor Roald Dalh, que termina por burlarse de los afanes con que acometemos tantos empeños para ofrecer una visión chusca y humorística de la realidad; entre los pinos y junto al agua, instalé mi iglú plateado y me dediqué a contemplar búdicamente la corriente del Tajo, una agua verdosa y limpia que corría impetuosa rodeada por los farallones rojizos que, como llamas, allá arriba despedían el día.










































































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