Olor a tomillo y espliego


GR-10. Merenchel-Cogolludo, 7 de mayo de 2008

Esta tarde me visitó la guardia civil. Una cabra loca de calzón corto perdida en el monte es algo muy propio para llamar la atención de la benemérita, aunque el lugar sea alejado y remoto. Estaba tumbado en mitad de un prado junto a un arroyo leyendo Peer Gynt, cuando date, los de verde oliva aparecieron al fondo del prado, junto a unos chopos. Estos no llevaban tricornio. La documentación, por favor. Ya se sabe. Resultaron ser dos amables servidores de la cosa pública. Charlamos un rato y, cuando se marcharon tuvieron la gentileza de llevarse mi bolsita de la basura.
Me quedé de nuevo con Ibsen y su héroe. El lugar era un jolgorio de pájaros. Poder tumbarse a la sombra de unos álamos después de comer, es hoy un placer muy especial. El murmullo de las hojas de los álamos es como un sonajero. Recuerdo que cuando compramos nuestra casa una de mis fijaciones fue en seguida hacer un bosquecillo de álamos blancos, siete u ocho no más, donde bajarme a dormir en primavera los días de brisa. Una idea que se fue instalando en mí durante años y que un buen día cobró forma allá abajo en el fondo de nuestra parcela. Por demás hoy tocó colada y baño. El baño me dejó nuevo, dispuesto para iniciar mi tarde de ocio y lectura.
Siempre me gustó de Ibsen su aspecto algo imponente. El retrato que conozco tiene mucho parecido con otro de Goya. También lo podría colocar junto al de Elias Canetti. Hay rostros que parecen perseguirnos toda la vida; transmiten la fuerza y el vigor que los pobres diablos necesitamos para alzarnos un poquito sobre nosotros mismos, para ponernos de puntillas sobre nuestra propia insignificancia. Sus patillas patriarcales, la mirada poderosa, pero a la vez tímida, sus rasgos decididos e imperativos. El aspecto de Canetti era más bonancible, su imagen la tenía más documentada, había pasado mucho tiempo leyéndolo, era un anciano al que conocía desde su infancia, su madurez se asentaba sobre las memorias que yo conocía, que había incluso releído en parte. Era el respetable anciano de cabellos blancos y mirada tranquila. No me costaba trabajo imaginármele irascible y desmedido en ocasiones. Su esposa había dicho de él que donde había mucha luz a la fuerza tenía que haber mucha sombra. Ibsen es diferente, le conocía menos, hoy me parecía un robusto y solitario héroe abriéndose paso contra tiros y troyanos sin dar concesiones ni a izquierda ni a derecha, alguien que fabricó un mundo a partir de sí mismo, que vive el orgullo de un modo de ser y pensar ante una sociedad convencional a la que siempre asusta un poco personajes como el protagonista de El enemigo del pueblo, que son capaces de desbaratar la bien asentada moral del momento. Siempre fue adversario, se dice en el prólogo, de la razón de las mayorías, quienes nunca pueden llegar a tenerla “porque éstas se nutren de verdades desustanciadas”.
Al final nos hemos quedado solos yo y la oropéndola, creo, que, subida en el álamo cercano no para de lanzar al aire agradables, pero estridentes trinos. En casa hay años que anida en un olmo y, a la tarde es muy grato oírla, pero cuando el canto persiste durante horas, incluida la noche, la cosa termina por convertirse en un inconveniente. Hace unos años tuve que organizarle una guerra porque el árbol elegido para largar su canto no distaba más de diez metros de mi almohada. Recuerdo que recurrí a todo, incluso desplegué una larga escalera destinada a alejarla de allí a palos, porque el tono tan agudo y penetrante no me dejaba dormir. Tiraba piedras y objetos contra las ramas, pero nada. En aquella época terminé utilizando tapones de cera para dormir. Hoy, sin embargo es de agradecer; de vez en cuando levanto la vista de mi libro y escucho, estamos en primavera, me digo. Y es verdad, desde que me alejé de las altas y frías tierras de Albarracín veo cómo el campo se va poblando más y más de pájaros y flores.
Hoy, en el barranco, entre los trigales había también jaras en flor; parecía aquello la Pedriza. Los olores son el álbum de los recuerdos esta tarde; una imagen llama a la memoria, a otros instantes, hacen que ésta se agite y eche a caminar por aquí o por allá; a los olores les sucede lo mismo, el espliego y las jaras siempre me llevan a algún rincón encantado de la Pedriza o los Pirineos. Probablemente en el futuro, cuando mis pies, caminando entre el romero y el tomillo, levanten oleadas de perfume seguramente me acuerde de alguno de estos días atrás, cuando sentarse, caminar o armar la tienda rozando estas plantas era hacer las delicias del olfato.
Se me están quedando los pies fríos, me parece que va siendo hora de meterlos en el saco de dormir y pasar lo que queda del día oyendo los cuentos de Chejov que empecé esta mañana. La cosa es así: extiendo el aislante, ato las botas empeine contra empeine, coloco encima el jersey doblado, despliego el saco y coloco el macuto de manera que pueda tener las piernas en alto sobre él. Cuando está todo preparado me meto en el saco, conecto el mp3, pongo los brazos bajo la cabeza y cierro los ojos: un maravilloso modo de terminar el día.

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