Día de novillos


GR-10. Monsagro, 29 de junio de 2008



Para Victoria



Aquella mañana Eladio se despertó antes de lo habitual; por la ventana del dormitorio entraba la débil claridad del amanecer. Al lado dormía Valentina que dejaba oír un ronquido entrecorta y carrasposo de tubería de calefacción mal purgada. Dormía encogida de espaldas a él. Eladio alargó el brazo y buscó a tientas sobre la silla los calzoncillos. Se incorporó y se sentó en el bordillo de la cama. Miró somnoliento su sexo lacio, pequeño; qué cosa tan extraña, pensó, tomando la prenda que tenía en la mano y doblándose para introducir los pies en ella; se sentía torpe y atorado; debería transcurrir todavía un buen rato antes de éste dejara de existir en su conciencia. Eladio sólo era consciente de su cuerpo cuando algo no iba bien en él; su estómago empezaba a ocupar más espacio del debido; había abandonado la bicicleta y los paseos diarios, no tenia voluntad para aquello; todo daba un poco lo mismo desde hacía años.
Abrió el grifo del agua caliente. Se miró en el espejo mientras dejaba correr el agua. Recordó al caminante estrábico con el que había estado conversando la mañana anterior a la sombra de los guindos. El caminante comía cerezas junto a la carretera como quien se bebe una jarra de cerveza a pequeños sorbos. Tenía la misma edad que él, le había picado la curiosidad y se lo había preguntado. Recordó el segundo gol contra Rusia de la selección, aquella tijereta como una tralla disparando sobre las redes de la portería de los rusos. Recordó a su hija, demasiado pendiente siempre de él; ¿te tomaste la pastilla de la tensión?, ¿llamaste al abuelo?, ¿llevaste el coche a Lucas para que le limpiaran el carburador? El caminante debía de ir ya por la Peña de Francia. Tiempos aquellos de subir a la Peña en bicicleta… ahora se acabó. Puñetera pereza. Qué buena pinta la de la gente que camina, como el tipo ese; ya me gustaría tener arrestos para coger un macuto y salir a caminar por ahí. Echó una ojeada al exterior por el ventanuco del baño. El agua del grifo seguía corriendo. Las golondrinas eran multitud sobre los tejados del pueblo; un rayo de sol restallaba ahora en los ventanales de alguna buhardilla e iba a estrellarse directamente sobre los azulejos del cuarto de baño; la luz jugaba al billar en la mañana temprana de La Alberca. Un gallo daba su do de pecho y se empeñaba en despertar al vecindario. Me tendría que haber quitado esta barba hace treinta años; ahora me hace muy mayor; torcía la cabeza y levantaba el mentón observando atentamente las numerosas canas que la surcaban. Esos ojos azules que tanto le gustaban a Mercdedes, tan llenos de ternura, decía ella, pero tan conformistas, sin la vivacidad de la iniciativa cuando se trataba de ponerse delante de su esposa o sus hijos para pedirles, e incluso exigirles que dejaran de hacerle tantas tantas preguntas, ¿dónde vas?, ¿dónde has estado?, no te vayas solo, deja que te acompañe. Sí, desde aquello siempre tenía la sensación de estar vigilado. Eran unos ojos tristes en cuyo fondo había quedado varado un buen pedazo de melancolía; como la del marinero jubilado que mira el mar en su paseo solitario por el malecón. Las bolsas de debajo de los ojos habían espesado; los pliegues en arco sobre los pómulos subrayaban su cansancio. En su mirada corría un rictus de senectud y desgano. Hacía años que no se veían; a su correo habían llegado en esta primavera dos mensajes que no tuvo el valor de abrir; uno por su cumpleaños y el último hacía unos días. No quiso averiguar la razón de este último.
Tomó las tijeras para arreglarse la barba pero enseguida decidió que para hoy valía; quizás aprovechara la visita al peluquero para descargársela un par de centímetros. Sus pensamientos volvieron a ella, cuando volvieron a encontrarse dos años atrás en casa de ella. Se sentía fuerte entonces; lo decidió de repente; acaba de comenzar las vacaciones de verano y le mandó un breve correo. Quedaron en verse días después. Fue como si el tiempo no hubiera pasado; su marido estaba de viaje y tuvieron la casa para los dos durante una quincena. Eladio había sacado la bici del trastero y con la disculpa de una nueva disposición frente a su pereza, urdió la estratagema de largas paseos en bicicleta para enmascarar sus encuentros con Mercedes. Era necesario salir del pueblo en dirección opuesta a donde se dirigía y dar una vuelta de varios kilómetros a fin de no levantar sospechas, pero mereció la pena. En aquellos días todo volvió a ser como antes; a la casa de ella, elevada sobre el cerrillo que se levanta sobre la dehesa de Peñatuerta frente a Cepeda, se convirtió durante tres semanas en un paréntesis cuyo final, una vez decidió su visita diaria, le hacía estremecer de pesar. Pero el tiempo voló rápidamente y hubo que cumplir el programa de vacaciones previsto para aquel verano, un viaje por Italia que maldita las ganas tenía él de hacer. Aquello fue el resultado de una profunda depresión; durante todo el verano no pudo pensar en otra cosa que en ella. Pero no había solución, pensar en los sucesos de años atrás le paralizaba la voluntad. Hacía diez años de aquello. Una tarde, a la vuelta del trabajo, Virtudes le había recibido con una cara descompuesta, sus ojos echaban fuego. Le estaba esperando cuando llegó; no disimuló, todo lo que tenía que hacer aquella tarde era solucionar aquel asunto. Le pidió que se sentara y sin más prolegómenos le puso al tanto de lo que sabía. Eladio no recordaba haber pasado por una humillación semejante en su vida, recordó todavía asustado cómo todo su cuerpo se puso tenso, cómo la tenaza de la ansiedad lo oprimía; llegó a pensar que su organismo no lo resistiría. Mira, Eladio, concluyó ella, lo piensas y te decides: ella o yo.
Eladio decidió que hoy no desayunaría en casa. Dejó una nota en la mesa de la cocina y se marchó directamente a la calle. A esta hora sólo el bar del hotel estaba abierto. Cuando Aníbal le vio entrar, le pregunto:
-Buenos días, qué, ¿lo de siempre?
-Buenos días, Aníbal. No, hoy voy a desayunar. Ponme una ensaimada con el café con leche.
Eladio no tenía muchas ganas de seguir la conversación de Aníbal pero no tuvo más remedio que prestarle atención; Aníbal volvía a mostrar su contrariedad con la alineación del día anterior, pese al tres a cero contra los rusos. Sobre el televisor del bar permanecía desplegada la bandera nacional en donde, en medio de la franja gualda, se leía: ¡A por ellos!
-Qué mismo da –dijo un cliente desde el otro lado de la barra, mientras mojaba un churro en el café- ¿de lo que se trataba era de ganar, no?
La mañana era fresca. Miró el reloj y calculó su tiempo; todavía disponía de una hora antes de bajar a Béjar, en cuyo Ayuntamiento ejercía de aparejador desde hacía dos décadas. Decidió que pararía por el camino y se daría una vuelta junto al río antes de ir al despacho; tampoco hoy tenía demasiado trabajo. Por debajo de Sotoserrano cruzó el puente de piedra, torció a la derecha y se adentró por una pista de tierra; se detuvo junto a un serval. Sus frutos rojos colgaban como racimos de cerezas maduras. Los juncales y las jaras ocupaban la ribera del río; la tierra tenía el olor profundo de los días de pesca cuando bajaba a por lombrices a la orilla. Arrastraba los pies de la misma manera que se arrastra el alma. ¿Qué sentido tenía todo lo que hacía? ¿A qué servía? Recordó que los aparejos de la pesca estaban en el coche. Movido como por un resorte dio media vuelta y volvió al coche. Allí se deshizo de la chaqueta, de la corbata, de sus brillantes zapatos negros de ejecutivo, y con un fulgor de contento en los ojos como de niño que deja la escuela para ir a tirar piedras al río un soleado día de primavera, se calzó las verdes botas de goma de los días de pesca y, después, con la sonrisa en los labios de los tiempos de olvidadas travesuras, tomó la caña y el pequeño macuto de los trebejos y comenzó a caminar río abajo. En la primera curva del río, en un talud que se desplomaba abrupto sobre el agua, excavó en la tierra húmeda con un palo. Las lombrices, largas y amodorradas, aparecieron enseguida. Cuando hubo llenado medio bote de mermelada con ellas, decidió que aquello era suficiente. Rodeó a sus espaldas unos escaramujos en flor y enfiló por un caminillo que, atravesando un desmonte, bajaba de nuevo al río entre los juncales. Encontró el lugar adecuado en un prado ocupado por un gran tronco de roble que había derribado un rayo. El río Alagón, pariente cercano del Francia, que corre más al norte rodeando Las Batuecas, es río de aguas tranquilas y orillas de animada vegetación.
Hace un precioso día para pescar, dijo en voz alta Eladio; acompañaban a sus palabras un regustillo de satisfacción muy poco habitual en él. En ese momento, junto a él, vino a posarse un petirrojo gordito que le miraba de hito en hito. Eladio sonrió. Ya no existía nada en el mundo aparte del río, el tronco, el petirrojo y esa mañana espléndida en que el gorgojeo del agua torcía sus bigotes para hacerle gracias. Lanzó el sedal lejos, junto a unas piedras que cortaban la corriente y creaban un remanso. Allí el corcho hacía una trayectoria en arco y luego descendía despacio por la corriente abajo. Probó varias veces; a la quita notó el leve tirón del sedal que lo puso en guardia. Segundos después la punta de la caña se doblaba elásticamente, en el otro extremo tiraba fuerte un barbo de respetables dimensiones. Hubo un tira y afloja, pero el pulso de Eladio, manteniendo la tensión del hilo, consiguió llevar al pez hasta la orilla. Mientras lo desprendía del anzuelo lo miró con emoción. Lo depositó en la nasa y se dispuso a ensartar otra lombriz en el anzuelo. Por los aires corrían nubecillas de terciopelo; el cascabeleo de las hojas de un chopo cercano miraba sonriendo a aquel señor barbudo con camisa blanca de ejecutivo y botas de media caña de pescador. El pescador, esta vez viendo el corcho bajar dando tumbos, pensó en esos dos largos años que no veía a su amante; pensó en ese último correo que no había abierto y adivinó de golpe qué decían aquellas líneas; echó cuentas, efectivamente, si en mi cumpleaños me anunciaba que iba a ser abuela, no cabía duda, era eso, Mercedes había sido abuela hacía unos días. Recogió el sedal y lo lanzó de nuevo; volvió a sentir el aguijón de su cobardía. Él no sería nadie solo en la vida; él necesitaba a una mujer y Mercedes tenía su marido, y Mercedes no estaba dispuesta a dejarle por él. Dichosos ellos y su libertad. En mi casa se ven las cosas de manera diferente; nosotros llevamos más de treinta años casados; mis hijos; ¿cómo coño iban a entender todos estos que yo me viera con Mercedes si no son capaces de entender las cosas más sencillas del mundo, si parecen vejestorios de los tiempos de la postguerra. En el sedal había otro pez, ahora era una boga.
El mediodía le sorprendió un par de kilómetros río abajo preparando una fogata. Había limpiado los peces y los había ensartado en sendos palos. Cuando el fuego tuvo fuerza se sentó cómodamente con la espalda recostada en un tronco a contemplar cómo los peces, apoyados entre piedras sobre el fuego se iban poniendo dorados primero y un poco negruzcos después. Echó de menos el vino; qué no hubiera dado por una bota llena de tinto. Los cuatro pescados estaban un poco chamuscados por la llama, pero tenía el sabor de los manjares de excepción. La modorra acostumbrada de después de la comida no tardó en llegar, vino suave suave como una brisa maravillosa en mitad del calor y lo dejó dormido como un bebé satisfecho. La sombra del roble corrió un metro, dos, y después se fue retirando lentamente de su cuerpo hasta dejarlo expuesto al sol y sombra de unas pocas ramas que se salían del orden de la copa. Eladio despertó, miró un poco asombrado a su alrededor, recuperó el conocimiento de donde estaba y tomando el morral que le había servido de cabecera se fue tras la sombra a tumbarse de nuevo. Soñó que él y Mercedes volvían a verse; soñó que Valentina ya no era celosa; soñó en fin que hablaba con sus hijos y éstes le decían: ¿qué tal con Mercedes?
El resto de la tarde la pasó mirando la corriente del río. Sentía una dicha chiquita en su corazón de hombre cansado. Pensaba penosamente en que al día siguiente no podría hacer novillos de nuevo, pensó tristemente en su esposa, mujer de iglesia y penosamente convencional; pensé y pensó el resto de las horas en ella.
El sol hacía tiempo que se había ocultado, cuando Eladio recogió sus avíos de pesca y, agarrado a su pequeña dicha de hombre poco decidido, empezó a rehacer entre los juncales su camino de vuelta. La ranas llenaban la noche con su alboroto. Cuando llegó al coche se desprendió de sus botas de goma, se anudó la corbata, se compuso la ropa lo mejor que pudo y arrancó el coche. Una leve sonrisa cruzaba sus labios. Las luces de los faros acariciaban la vegetación de los arcenes, barría de claror el asfalto. Atravesó la luz naranja de dos pueblos y diez minutos después entraba en La Alberca. Aparcó el coche en el lugar acostumbrado y luego, dejando la fuente a su derecha, subió por el ancho callejón que arranca de la plaza hasta su casa. Valentina miraba la televisión:
-Qué tarde vienes hoy, ¿no? –saludó.
Eladio se acercó por detrás del sillón en donde estaba sentada y le dio un beso en el pelo.
-Sí, me entretuve un poco después de la oficina.
-Yo ya he cenado. Estoy viendo un documental que parece interesante. Si no te importa cenar solo, te he dejado la cena en la cocina.
Eladio cenó y, con la disculpa de que estaba cansado, se fue a la cama dejando a su esposa frente al televisor. El resplandor de las farolas públicas cubría de ámbar la oscuridad de la habitación. Se durmió con una sonrisas en los labios.

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