Siesta en propiedad privada



GR-10. Navatalgordo, 21 de junio de 2008




Hacía calor allá arriba de Burgondo, así que después de la comida, cuando avisté en el monte un prado conveniente bajo una frondosa sombra, salté la valla de piedras y preparé mi catre para la siesta. Los cambios estacionales imponen sus propios ritmos y horarios al caminante. Ya no estamos en marzo como cuando comencé a caminar junto al Mediterráneo, ni en mayo, cuando caminaba por tierras de Guadalajara y todavía las noches eran tan frescas. Ahora ya es verano verano; fue apenas hace unos días, de repente ya pudo dormirse envuelto solamente en una sabana y, durante el día mi cuerpo, de buenas a primeras pidió desprenderse de las pantuflos y volver al acostumbrado despelote de la época; todo el día ya como Dios me trajo al mundo para gusto y regusto de todo mi cuerpo.
Andar con la fresca, tumbarse bajo una sombra durante las horas de calor y dar otro estironcito a la caída de la tarde cuando la agresividad del sol decae hasta hacerse suave y acariciadora; e incluso, si se tercia y el camino no es muy abrupto, aprovechar la luz de la luna para estirar todavía más la jornada y el camino.
Hacía calor y la noche anterior había dormido poco, así que no tardé en quedar transpuesto como un bendito a los pocos minutos. El lugar era unos aseos colectivos de un hotel de una lejana ciudad de Oriente. Cuando salía de los servicios, reparé en los pies desnudos que asomaban por debajo de la mampara opaca de una ducha. Se oía el chapoteo del agua al otro lado. Supuse que se trataba de mi vecina, una chica joven que en el trayecto del aeropuerto a la ciudad había hechos ostentación de una desenvoltura edulcorada y empalagosa, como de quien tiene necesidad irreprimible de hacer un buen papel frente a los viajeros con quienes recién coincidió en la cinta de recogida de equipajes del aeropuerto, una pareja de catalanes que andaban un poco perdidos en un país que pisaban por primera vez y que la escucharon durante todo el trayecto hasta la ciudad con admirativa complacencia. Yo, que recién aterrizaba también en un país extraño, había escuchado, escondido en el anonimato de mi silencio, a la chica, y miraba mientras tanto el tráfico tumultuoso de la calle; pese a aquella terrible facundia con que envolvía su gesto, no dejé de pensar que una mujer sola tan cabeza loca como aquella y además hablando el idioma de los madriles, aunque le envolviera aquella manera de hablar, quién sabe si podría venir a desentumecer esa melancolía repentina que se me había metido por dentro desde que habíamos despegado en Zurich; unos miles de kilómetros de casa a veces producían el efecto de volverme algo locuelo y desenvuelto. Por lo que fuera había sentido un repentino deseo de tener una mujer a mi lado; indagaba, pensaba en cualquier bobada que se le pudiera ocurrir a mi timidez para pegar la hebra más adelante y acaso encontrar compañía para las largas horas de calor bajo un ventilador. La cosa no llegó a más, hice saber a aquel trío que éramos vecinos de la misma tierra, charlamos algo y, llegados a la ciudad nos despedimos sin más. El caso es que después de encontrar hotel, cuando salía a la calle para tomar contacto con el lugar, me los encontré en el vestíbulo; la pareja tenía su reserva en un hotel próximo y ahora andaban buscando habitación para la chica. La única que quedaba era algo cara para su presupuesto, como quien no quiere la cosa le dije que si quería podíamos compartir la mía, así, como una cosa normalita, no más. Ella hizo un gesto indefinido y yo aparenté tener prisa. Nos despedimos. Cuando volví de la calle, la habitación libre ya estaba ocupada; no me cupo la menor duda de que la ocupante era la chica de desenvuelto aspecto de hacía rato. Así que una vez dentro, colocado bajo el chorro de aire del ventilador, no pude dejar de montarme mi propia película; ya me veía sumergido, pese al sofocante calor que envolvía toda la ciudad, en el nuevo paisaje del cuerpo de aquella mujer.
Mi sensación de soledad se había acrecentado hasta tal punto que no comprendía bien qué hacía yo allí tan lejos de casa. La ventana daba a una concurrida calle de Bankog donde día y noche un alboroto fenomenal se colaría sin remedio por sus intersticios. Después de salir del cuarto de baño seguí oyendo el ruido como de aguacero lejano de la ducha, durante media hora o más. Me preguntaba si no habría sucedido algún accidente. Más de media hora en la ducha era mucho tiempo, a no ser que estuviera haciendo allí algún tipo de juego íntimo, lo que tampoco era difícil de imaginar con aquel calor. La idea me excitó. Luego la excitación tuvo tiempo de hacer un largo camino, transcurrido el cual pude agudizar mi oído y encontrar que fuera la situación no había cambiado. Lo mismo la tía la habia palmado o estaba a punto de ello. Pero no me decidía a salir a ver que sucedía, lo que por otra parte exigía el gran trabajo por mi parte de incorporarme, vestirme, abrir la puerta y dirigirme sigilosamente al cuarto de baño. Quizás bajo la puerta de la ducha saliera un riacho de sangre, o le había dado un síncope y se encontraba ahora encogida en el rincón de la ducha esperando a que alguien pudiera entrar a auxiliarla. Empecé a tener el alma en un puño; había atardecido y yo no me resolvía a entrar en la secuencia de la película que podía estar rodándose unos metros más allá del chorro de aire de mi ventilador. Al fin me decidí; pensando lo peor, me vestí, tomé la llave, la puse en la cerradura…
¡Eh, Eh!, me despertó insistente una voz. Me incorporé desorientado, intentando todavía saber en dónde estaba. La voz venía desde el otro lado de la valla. Era un hombre joven con cara de propietario de propiedad privada y aspecto soliviantado de dueño de prado en que un extraño había venido a descabezar un sueño. Me le quedé mirando en silencio, él no dijo tampoco nada durante unos segundos, como esperando que yo hablara. Por fin dijo: esto es propiedad privada. Un pradito el mitad del monte, sí, señor, que le podía yo ensuciar la hierba con mis botas algo llenas de polvo, o tumbar las hojitas o robarle algo del frescor de la sombra del roble bajo el que me había refugiado. Al propietario de la propietario de la propiedad privada, una vez satisfecha su necesidad de hacer valer su derecho y comprender que mi siesta en nada iba a perjudicar a su propiedad, se le bajaron los humos de dueño y señor y me dejó continuar con el sueño interrumpido; ahora, eso sí –genio y figura hasta la sepultura-, siempre y cuando no le aplastara toda la hierba del prado… que es que después no se puede segar, ¿sabe?, añadió.
Pero aun así ya no pude retomar el sueño, con lo que éste lo vinieron a ocupar el marinero que había estado en Singapur, el capitán Altolaguirre y el cocinero chino, que esperaban en una taberna del puerto el momento de zarpar de El Gan Sol, ese barco que sirvió a Ignacio Aldecoa para hacer una bella novela y un puñado de relatos. Entre mi siesta y Navatalgordo siguieron otras historias, éstas ya de tierra adentro; la España de los cincuenta, historias de gente de la calle.
La tarde se echa mientras el sol larga sus últimos rayos recostado sobre los cerros de poniente. El circo de Gredos, que tantos recuerdos alberga para mí, el Almanzor, la Galana, muestran su perfil desvaneciente huyendo en el horizonte. Las jaras que me rodean ya perdieron sus flores, tan espléndidas en aquellos días de lluvia de Retiendas y Belaños; los cantuesos, con su plumero de sioux sobre la coronilla, se aquejan de calor; las amapolas y las dedaleras siguen sin embargo alegrando el campo. Como dice la canci

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