En la sierra de Loureiro

Galicia. A Quita (Orense), 15 de julio de 2008

Bajo el sol del mediodía lo único que sobresalía en el horizonte era una familia en larga formación de molinos de viento rodando cansinamente. Nada más, una alta montaña que cruzaba de parte a parte el camino a lo lejos y que yo, cansado y sudoroso, me prometí rodear por el sur. Pero, ay.


Hoy es Cabrera Infantes, Tres tristes tigres, bajando de las alturas de la sierra de Loureiro. Ya no hace viento, menos mal, se oyen lejos los camiones que se dirigen a la frontera española. Yo no sé ya en qué país estoy. A veces sí, a veces camino con una pierna en cada uno de ellos, porque a veces sigo unas crucecitas rojas en el gps que son la frontera y es el único sitio por donde puedo caminar, un ancho cortafuegos que separa a las dos naciones peninsulares,
Extraordinario, sí, mi narrador de hoy, él es el presentador del cabaret más famoso del mundo, La Tropicana, en La Habana; él cambia de idioma sin es necesario, canta, se dirige al público, presenta a la vedette, les presta su voz a los personajes, y parece enteramente que estés oyendo, allí mismo, en la bahía, junto a las fachadas herrumbrosas, tan bellas, cómo el salitre, la decrepitud y el tiempo pueden dejar las mamposterías y los estucos, a los personajes de aquella isla de gente alegre que no parece llevar en el cuerpo otra cosa que el chascarrillo y la música tropical.
Eso bajando de Loureiro, en cuya picorota tuve un dormir un poco ventoso mientras la luna pastoreaba las lucecitas de todos los pueblos de Orense que pacían en la noche dispersas por los aledaños de la sierra.


Loureiro, monte de molinos de viento como fantasmas a la caída de la tarde cuando yo subía las últimas empinadas pendientes de la sierra. Loureiro, que se interpuso en mi camino como un alto farallón que me daba sudores verlo al mediodía y que, a la tarde, más descansado y animoso, después de un par de horas de recrear mi cuerpo a la sombra de frondosos sauces, decidí escalar. Sí, cosas de esas que a uno le pasan de repente por el magín: la luna, la noche, la altura, la soledad, todo eso que ya se sabe.


Así que arriba, sí señor. Llegaba a los molinos cuando el sol doraba los macizos cilindros blancos de Iberdrola. Estos daban vueltas solemnes, todo un ejército, como aburridas estatuas postmodernas se alzaban sobre la línea cimera sugiriendo una belleza todavía por reconocer. Sí, son bellos estos bichos, estos gigantes que no muelen el trigo, pero que proporcionan energía a la región, y que con seguridad no se regalaba a otras regiones, como atacaba una anciana que me había encontrado aquella mañana en una aldea, que echaba la culpa de todos los males a los vascos y a los catalanes. Me cogió por banda y no me soltaba, una inquina que le salía por los poros de la piel a borbotones; Franco era un criminal, pero había dado toda la industria al País Vasco y a los catalanes. El pueblo, es verdad, se caía de miseria y abandono; pero la mujer había encontrado un chivo expiatorio para sus males un tanto atípico. Ni más ni menos como sucede en toda España en una parte grande de la población, a quienes de una manera u otra los azares de la política siguen sibilinamente inculcando la segregación, las varias Españas, el odio entre unos y otros. La ignorancia la abonan los políticos con sus rencillas tendentes a hacer incrementar sus votos con lo peor que llevan los ciudadanos dentro de sí. La señora apenas me dejaba hablar. ¿De dónde podía haber sacado ella aquel odio contra los vascos en un pueblo tan remoto y decrépito como aquel? Yo me sigo negando con regularidad a leer los periódicos y, por supuesto, a seguir la actualidad en la televisión. Y es que me revuelve el estómago. Es difícil pensar que esta señora haya sacado ese odio político contra otros ciudadanos de su país de otro lugar que no sea la televisión. Fin de paréntesis. El señor de los vientos no les daba tregua a esta tierra venteada.
Luego, pasando esta escultórica prole, en la picorota de la montaña asomaba una casita sobre un peñasco; total, que allí me fui. Me vino en seguida el olor de la leña de una chimenea. Estaba oscuro. La vista era espléndida, trescientos sesenta grados alrededor se veían las luces de los pueblos. Verín al este, el pantano de Salas al oeste. Cuando llegué junto a la casita, grité:
-¡Hola! ¿Hay alguien?
Y salió una mujer regordeta de mejillas rosadas uniformada de guarda forestal. La vigilancia del fuego en Galicia, después de los desastres de años atrás, está presente en todos los estamentos. Ella hacía el turno de noche hasta las seis de la mañana. Ella, mientras los pueblos dormían, vigilaba la noche, una posible colunma de humo, el nacimiento de un fuego que de no ser atajado en su nacimiento podría ser devorador. Me ofrece café. Charlamos. Yo la tuteaba, ella eludía el tuteo. Me indica un rincón en la casa donde puedo extender mi saco. Se lo agradezco. Es muy tarde, casi medianoche, cuando salgo con mis bártulos a un lugar prominente donde instalo mi vivac. Ella me da las buenas noches desde el porche. A las seis de la mañana, todavía de noche, me despierta. Abro el saco, hago un hueco en el doble techo de la tienda que me protege del viento y veo allí su figura cotra la oscuridad lechosa del amanecer que se aproxima. Nos deseamos un bonito día y ella se marcha y yo continúo durmiendo.
Sí, Cabrera Infante, qué riqueza la del castellano de aquellas tierras. Su prosa desenvuelta llena de los requiebros del trópico, de la sabiduría desenfadada de los años, de la música de la noche. El mundo es un regalo, la vida es un viaje, así que si al final no hay nada habrá que buscarlo todo en el tránsito. El mundo es un regalo, los robles y las sombras son un regalo, el arroyo que canta junto al camino esta mañana tibia, es un regalo. Un regalo que atraviesa una tierra pobre como ninguna he visto en España en estas últimas décadas. La última vez que estuve en Galicia recuierdo que me admiré del progreso general que veía tras muchos años de ausencia. No recuerdo por donde fue aquel viaje. Sin embargo, por aquí, al sur de Orense, las cosas son muy distintas. ¿Y eso qué es?, vienen a decirme con sus miradas, cuando pregunto en los pueblos si tienen servicio de Internet; algo que en los pequeños pueblos de los Arribes del Duero que atravesaba era normal, aquí ni se tiene idea de ello.


Caminar por tierras pobres tiene un atractivo un tanto morboso, porque dado que uno busca encontrarse con algo diferente a lo cotidiano, una naturaleza más primitiva, aprecia más el encuentro con esa mujer que ayer subida en una plataforma de madera dando vueltas a lo ancho y largo de un campo tirada por un caballo, aprecia más los personajes del campo que parecen de otra época, el señor de la boina y el cigarro en la comisura de los labios que pedaleaba en una bicicleta primitiva ayer al amanecer, aprecia más la rusticidad, la pareja de ancianos que con la azada al hombro se dirigían a la huerta y saludaban con cordialidad.
Hay autores que deberíamos usarlos de metrónomos cuando escribimos, hablamos o pensamos. Cabrera Infante es uno de ellos. Cuando uno coge un boli, quedarse un momento parado y escuchar su lectura, sumirse en el ritmo de las palabras, el fraseo saliendo como del alma de las cuerdas de una guitarra, la ola rítmica de un saxo que sólo responde a la música que lleva dentro sin saberlo; música que nace porque sí, y no de otra manera, como por generación espontánea; como un capricho sonoro, como el ritmo del viento sobre la arena; así, sin más. El metrónomo tic tac tic tac y tú detrás, tratando de no perder el ritmo, sacando de ti la música o las palabras con que llenar un trozo de tarde. Eso, ya que no hay una finalidad, tratar al menos de hacer atractivo el tránsito.

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