Guardia civiles de servicio


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Guardia civiles de servicio

Arribes del Duero. Mieza, 05 de julio de 2008



Para Marisa, en recuerdo de nuestra amistad.

Eusebio y Martina hacían la ronda en la carretera que llevaba a Aldea del Obispo; el motor del coche patrulla ronroneaba suave. La mañana era fresca y apacible. Estaban a punto de tomar la desviación que llevaba a Puerto Seguro, cuando al otro lado de la chopera que acompañaba a la carretera, divisaron a un senderista. El hábito del servicio hizo que Eusebio pisara ligeramente el freno y observara a aquel individuo. Paró el coche unos metros más adelante.

-Tienes ganas de curiosear, ¿eh? –observó Martina.

Él se volvió a ella y esbozó una de esas sonrisas encantadoras que a ella le dejaban las piernas flojas de gusto. Se limitó a hacer un gesto ambiguo. Hicieron tiempo en la cuneta y quince minutos después entraron en el pueblo. Como habían supuesto, el caminante paraba en el parque cercano a la plaza; sentado en una de las mesas desayunaba una lata de pulpo en salsa americana. No volvió la cabeza hasta que ellos estuvieron encima. Siguieron las preguntas de rigor.

-Ustedes son dos iguales -se quejó bonachonamente el caminante, después de haber echado un largo trago de agua de su cantimplora-, parecen los metafísicos de la patria; no hay pareja de la guardia civil que me encuentre que no se interese por mi existencia, de dónde vengo, a dónde voy… Eusebio y Martina rieron amablemente. Él les contó cómo de muy joven tuvo algún altercado con la guardia civil, en los tiempos de Franco, puntualizó, aquellos sí que eran guardias de pura cepa.

Diez minutos después descendían las curvas que bajan hasta Gallegos de Armañán. Eusebio y Martina hacía apenas medio año que se conocían. Eusebio era un maño de pura cepa, hombrón, guapo, de una sonrisa encantadora. Hablaba poco de su mujer, que trabajaba como funcionaria de Hacienda en Salamanca; sus dos hijos seguían estudios regulares en esa ciudad. Él, no se sabía muy bien por qué, había pedido el traslado a Ciudad Rodrigo. Martina sospechaba que la razón era una mujer joven que daba clases en uno de los institutos de la zona. Ella había fantaseado no pocas veces con tropezar con él en un bosquecillo discretamente alejado de los pueblos y caer accidentalmente en sus brazos. Eusebio no hablaba mucho de sus cosas, pero era un hombre culto y se refería con no mal disimulado empeño a lecturas que hubieran resultado controvertidas para cualquier compañía femenina. Sus últimos comentarios de la tarde anterior habían estados salpicados por alguna cita del Ars amandi de Ovidio, del que Martina, llena de humor en aquel momento había dicho que el tal Ovidio fue el tenorio más notorio de la antigüedad clásica.
En los últimos meses Martina se había hecho fría y calculadora como nunca hasta ahora lo había sido; quizás por ello un buen día se le ocurrió que no había razón para que no pudiera especular con la posibilidad de que aquel maño, hermoso y de sonrisa melancólica como un ángel bonachón, pudiera acogerla en su corazón. El gusto con que Eusebio se acercaba a las mujeres e intentaba seducirlas con el candor de su sonrisa, con su conversación apacible llena de incisos y de observaciones engatusadoras, era tan conocido en Ciudad Rodrigo como la voluntad de ellas por encontrar acogida en los brazos algo paternales de él. No había mujer en los alrededores del barrio alto que no hubiera caído tarde o temprano bajo el embrujo de su silenciosa y edulcorada seducción. La estatura del maño y su robusta constitución no parecía en aquel tiempo óbice para que Martina, con su escaso metro y medio metro de estatura y su muy singular manera de relacionarse con el mundo, pues era tan tímida que en sus mejores momentos relacionarse con cualquiera de los compañeros del cuerpo le suponía siempre una dura barrera que superar; no era óbice para que en aquel tiempo se viera provista de una determinación inusual en ella. Había en Martina una necesidad que la apremiaba.

¿Qué es lo que había sucedido, qué clase de curiosa situación la había llevado no sólo ya a dejar de bajar la vista ante la presencia de un ser del género distinto al suyo, sino incluso a pretender hacer la competencia a todo el cortejo de mujeres que a diario daban vueltas alrededor de Eusebio como las moscas alrededor de la miel?; mujeres por demás a las que ella sacaba más de un cuarto de siglo, mujeres hermosas, alegres, divertidas, de esas que desde jovencitas pisan fuerte en la vida y son capaces de coquetear hasta con las piedras? Su escasa relación con la gente del trabajo había sido hasta ahora norma en su comportamiento; pero parecía como si en su yo interior se hubiera producido algún tipo de revolución que la impelía a enfrentarse al mundo y tomarle el puso. Su esposo, un bruto al que había dejado de querer muchos años atrás, hacía meses que había empezado a acosarla a consecuencia de un amor que se había introducido en su vida hasta hacerle perder de la cabeza; los celos de él fueron devoradores. Hubo de todo en casa. De todo. Incluso violencia de esa que llaman tan eufemísticamente de género. Incluso llegaron al juzgado. Pero ella se rindió a última hora; su miedo al marido, hondo y soterrado, los hijos, el entorno de la familia, tantas cosas, la hicieron optar por permanecer junto aquel individuo fatuo e insignificante.
Una cosa había aprendido Martina de aquel amor que había venido a visitarla en las cercanías de la menopausia, y era que no podría permanecer mucho tiempo más junto a su marido. Eusebio estaba al tanto de estas cosas, y miraba a Martina, como hombre al que gustan las mujeres, con los ojos brumáticos de quien entiende que la mujer es el fin de todas las cosas; le gustaban las mujeres, basta. Además, Martina, entre todas ellas, demostraba cualidades relevantes para su gusto, especialmente esa de saber organizar las ideas por escrito; admiraba su imaginación, su capacidad para crear relatos cuyos detalles de la vida cotidiana eran el centro anímico de su propia infancia.

Martina necesitaba probar hasta dónde ella misma era capaz de ser centro de atención, atracción para el otro, embeleso de unos ojos luminosos y azules aunque un tanto melancólicos. Eso debió de ser uno de los grandes descubrimiento de Martina a la que algunos pequeños incidentes de la vida había puesto en condiciones de experimentar lo que muy pocas mujeres casadas, siempre en solemne estado de aburrimiento y hastío matrimonial, han sido capaces de vivir. Alumbrar, es decir, ser iluminadas por la muy deseable posibilidad de conocer varón más allá del obligado débito conyugal. ¿Qué pequeños incidentes? Un día alguien le ayudó a quitarse el disfraz de la mojigatería, se enamoró de ella; Andrés, se llamaba. Con él supo que el mundo es ancho y largo, mucho más de lo que a ella la habían enseñado; se enamoró por consiguiente, folgó todo lo que pudo, urdió todos los engaños habidos y por haber para el marido amodorrado que usaba de ella como adorno, como quien usa un abrigo para atravesar el invierno o como palafrenero para que le tenga a punto su caballo, y a partir de ahí, visto que sus encantos brujiles eran muchos y que surtían efecto, vivió contenta y feliz ante la idea del agasajo que recibía tanto por parte del maño como por parte del ingenuo amado que le había ayudado a abrir los ojos. Sí, había sucedido que, descubriendo que los adoradores de los encantos femeninos eran muchos y que ella, podía, llegado el caso, hacer la competencia incluso a las más jovencitas, de golpe, se sintió llena de confianza en sí misma y, siguiendo lo que el instinto le dictaba, una semana después de aquella mañana de encuentro con el caminante, haciendo mohines que su coquetería no supo ocultar, le propuso de golpe a Eusebio encontrarse en el primer día libre en Salamanca. Pensaba en ello constantemente; pero también el recuerdo de se cruzaba en sus pensamientos. Andrés estaba también casado, pero Andrés, aunque libre como un pájaro, no estaba dispuesto a dejar a su esposa, y ella necesitaba a un hombre para sí sola; y sobre todo necesitaba un hombre para salir de ese jeroglífico que era su vida matrimonial, la de tener que aguantar el yugo de un marido al que se refería despectivamente cada vez que se ofrecía ocasión para ello.

¿Qué sucedía además de lo dicho? Sucedía que no es que tuviera claro del todo su decisión de seducir a Eusebio. El grueso del asunto estaba en que después de un año de andar con su amante en una relación de tente mientras cobro, debido a su empeño de que Andrés abandonara a su esposa para marcharse con ella, única posibilidad plausible que ella contemplaba, sus relaciones habían entrado en una vía muerta. Éste no me sirve, parecía dictarle su instinto, y entonces soñaba con otros posibles candidatos. Y la ocasión no tardó en presentarse dos meses después cuando Eusebio, recién trasladado a Ciudad Rodrigo, empezó a menudear por su vida, cosa que se vio acelerada desde el momento en que dos veces por semana vinieron a coincidir en el servicio. Podría tratarse de la solución de su vida. Durante un tiempo sondeó las relaciones de éste con su esposa y con la mujer del instituto y, considerando que pese a todo tenía alguna posibilidad de éxito, decidió su estrategia para sustituir al maño por el ingenuo amante de estos años atrás.

Se encariñó con esta idea; espiaba la presencia de Eusebio en las escaleras, miraba la hoja de servicio deseando, esperando ver aparecer juntos sus nombres para cualquier servicio de los pueblos. Así fue como llegaron al día de la cita.

El día previo al encuentro estuvo nerviosa desde la mañana a la noche, no paró de dar vueltas al atuendo que llevaría. Consideraba que el uniforme mermaba mucho sus posibilidades femeninas; se pondría guapa como para una fiesta. Durmió mal aquella noche pensando en el encuentro. La expectativa era cosa de verse; excitada ya desde temprano, pasó parte de la mañana probándose arrumbadas indumentarias que pudieran estar en la línea de permitirle hacer un buen papel ante el maño de ojos azules. Pero no hubo suerte, nada de lo que había en su ropero valía para su propósito, con lo que decidió buscar en el armario de su hija adolescente algo que le viniera bien. Aquella mañana espero pues a que su hija saliera para tomar el autobús del instituto para salir disparada hacia la habitación de ella. Abrió bruscamente las puertas del armario y fue sacando percha a percha todos los vestidos que colgaban de la barra superior. Se probó seis de ellos. Los vestidos yacían extendidos sobre la cama; pasaba su mirada de uno a otro. Se los fue probando todos frente al espejo. Su mirada era dura y calculadora, como de quien está urdiendo un plan cuyas cuerdas sólo ella debe conocer. Con simplicidad, ingenuamente, echando mano a argucias femeninas antiguas como la vida misma. Si lograba embaucar al maño en aquella entrevista, podría quedar a salvo de las tenazas de su marido. Esa era su obsesión. Encontró lo que buscaba en un modelito minifaldero y en un abrigo de volante propio de una señora jovencísima de postín que fuera a asistir a la recepción de una embajada extranjera. Ella, que hacía veinte años que no se maquillaba, cuando salió de su casa aquella tarde, camino de la ciudad, semejaba un pavo disfrazado. Se movía engolada y nada natural, pero trató de adaptarse a la nueva situación; su timidez pugnaba por imponerse asomándose a sus mejillas ruborizadas, pero siguió adelante. Ella, que no necesitaba ni afeites ni vestidos llamativos para estar guapa, aparecía tan engolada y poco natural que producía cierta lástima verla caminar con los ojos bajos y la expresión seria y algo ceñuda.

Aquella tarde sucedió, además, lo que parecía imposible fuera a suceder. Cuando salía del negocio de fotografía al que había acudido para comprar algo para su hija, se topó de frente con Andrés, el innombrable amante con el que un día sí y otro también había estado jugando al ratón que te pilla el gato; estaba ahí no más, frente a ella y su disfraz.
-He quedado con alguien, los siento, me tengo que marchar –dijo, más muerta que viva- encontrando a duras penas palabras para responder a tan repentina aparición.
El otro, que la quería mucho más de lo que ésta se merecía, se quedó chingado y patidifuso ante la aparición no tanto de su persona como de aquel remedo de disfraz que cubría un rostro lleno de pintura otrora sencillo y lleno del encanto de una timidez salpimentada siempre con un deje infantil que a él siempre le había cautivado.

No se dijeron mucho más. Ella se despidió precipitadamente. Minutos entraba en el local de la plaza Mayor en el que había quedado con Eusebio. Él estaba sentado al fondo del local. Miraba abstraído por la ventana. Según se aproximaba a su mesa sintió que todo su cuerpo era invadido por el instinto ancestral de la hembra a la busca del macho, hermoso varón de sonrisa cautivadora, como una preciada presa dispuesta a ser atrapada entre los delgados hilos de su seducción. Dio unos pasos y se paró. Sintió entonces que su cuerpo temblaba ligeramente; sintió cómo el rubor le subía décimas de segundos después por el pecho y le incendiaba las mejillas; sintió que la conciencia penetrada como un alfiler se doblaba de dolor. Sintió que un mareo repentino balanceaba su cuerpo a punto de perder pie. Se sostuvo en una columna adornada de flores de acanto, apoyó su frente en el fuste y no aguantando más su presencia allí, dio la vuelta y salió precipitadamente del local.

Corría, sus zapatos de auja sonaban por la acera como el eco de una metralleta que fuera a reventarle los oídos. Cinco o seis manzanas más allá se paró exhausta. Cuando hubo recuperado el aliento, sacó el móvil y marcó el numero de Eusebio. Tartamudeó cualquier disculpa. Perdona, lo siento. Luego se perdió calle abajo, camino de cualquier sitio, camino de su soledad, del silencio. La tarde era amablemente suave, hacia el río corría una suave brisa que jugaba entre las hojas de los álamos. Por el horizonte cabalgaban unas pocas nubes blancas.

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