Junto al cementerio



GR-10. La Alameda de Gardón, 1 de julio de 2008


No cabía esperar que fuera de otra manera, y como había previsto, según me acercaba a la frontera portuguesa (a menos de diez kilólometros ya), empecé a notar que la presencia de Pessoa me la traía la brisa, ya mismo, que corría entre las retamas amarillas cargadas de perfume. Pessoa, sus numerosos heterónimos, llamaban con los nudillos de la mano a mi puerta pidiendo paso. Hacía tiempo que no le leía, aunque la lectura ya de muchos años atrás de su Libro del desasosiego, había dejado tan honda impresión en mí que fue como si me hubiera bebido la mitad de su obra. El delicioso pesimismo de Pessoa, tan corrosivo y sutil es capaz de encandilar al más pintado. Me decía yo por entonces, cuando leía cosas como aquella de que una vez cazado el primer tigre no había aventura que valiese, que para qué seguía yo leyendo a este hombre que tiraba por tierra muchas de mis inclinaciones más queridas desde su pesimismo. Muchas cosas debí descubrir en él, quizás pequeñas joyas que aparecían aquí o allí, también sus contradicciones, acaso ese encanto con que don Fernando exhortaba a cuidar nuestras sensaciones, que son lo mejor que tenemos, decía. No lo sé, siempre me pareció un hombre muy desgraciado, sólo, quebrado por el peso de una insatisfactoria relación con las mujeres. El amor, decía uno de sus heterónimos, es una mera ilusión ya que cuando amamos a alguien es un concepto nuestro ya que es a nosotros mismos a quien amamos (¿Cuánta gente dice esto últimamente? –Cioran, Proust, Musil… -, ¿o será acaso un modo de espantar las moscas?). Y bien, ¿no esconderán estas cosas en el fondo una incompetencia para la vida?
¿Por qué me gusta Pessoa, cuyo pesimismo parece destinado a socavar las razones que todos necesitamos para nuestra existencia personal? No lo sé; ya tengo materia en la que pensar un rato.
Esto era ayer mientras hacía los últimos kilómetros antes de llegar a Gallegos de Argañán, y es que dio la casualidad de que habiendo terminado con el primer volumen de los relatos de Aldecoa, hurgando en el mp3, me encontré con un texto que no tenía título; pero que me agarró nada más empezar (luego averiguaría que el título era La educación del estoico); se trataba significativamente de Fernando Pessoa, que sintiendo su tierra cerca debió de saltarse todos los convencionalismos a la torera y se me vino directamente a los oídos.

Alameda del Gordón. Los cementerios son una representación bastante elocuente de la estupidez humana. Paso de mañana temprano junto al cementerio de Alameda de Gordón, donde dicho sea de paso la guardia civil volvió a interesarse por mi persona. Parece que soy el primer caminante que han visto en su vida. Hoy no andaba yo de conversación así que la entrevista se acabó enseguida. A los cementerios siempre me gusta asomarme; mirar a través de los barrotes de la puerta es como mirar a través del alma de la gente. El mausoleo de hoy es un mamotreto aparatoso de mal gusto hecho en mármol gris moteado de negro; una llama alegórica en el mismo material, un cristo repujado en latón a los pies del muerto, el silencio de lo que se extinguió, pese a esa llama que quiere negar la realidad… y se quedarán los pájaros cantando. Y tanto, y muchos en los cipreses un poco desgarbados que presiden el lugar.
Hoy camino tranquilo, hay cierta apacibilidad en mi interior, mi cuerpo no apetece de lecturas, leo en el campo, en el mármol del cementerio, en ese jardín de cruces adornado con flores de plástico que son también alegorías del recuerdo. Te queremos, flores desteñidas, incorruptible, no biodegradable. ¿Qué son las flores?, ¿a qué finalidad sirven?, ¿qué diferencia hay entre poner flores frescas, o del campo, o de la floristería, del jardín de casa, y esas otras de plástico, funcionales y como para adornar el sepulcro? Yo, durante muchos veranos, visité la tumba de Nena, amante y amiga de mi primera juventud que murió mientras ambos escalábamos una montaña de los Alpes. Cuando llegaba allí, a Cevo, un pueblecito de la Alta Lombardía, me gustaba llevarle flores, recorría el bosque, recolectaba olorosas ciclaminas, edelweis y, si salía de excursión, a la vuelta cargaba con grandes ramos de rododendros. Me gustaba, era una manera de estar un rato junto a ella. En el mármol habíamos colocado una foto suya, sentada sonriente, en la cumbre de la Cima Grande de Lavaredo, una de nuestras montañas más queridas de las Dolomitas. En Italia se usa dedicar pequeñas ermitas en los caminos en donde amigos y parientes recuerdan a muertos caídos en la montaña. Para ella, los amigos de Brescia, hicieron también un placa con unos versos que colocaron en una de aquellas ermitas en las Dolomitas de Brenta, junto a Trento. ¿Cuánto tuvo para mí de peregrinaje aquellos lugares? Nena era maestra de pueblo, su generosidad era conocida en aquellos valles. Tenía muchos amigos alrededor de aquellas montañas en donde ella vivía. Veinte años después de su fallecimiento todavía era frecuente encontrar flores frescas sobre su sepulcro.
Después de la muerte no hay nada, pero los vivos necesitamos todavía de los muertos aunque no estén, nuestro corazón quedó atrapado en otras vidas y tolera mal la distancia, la realidad de la nada, por eso les convocamos de maneras tan diferentes. Nosotros estamos vivos y nuestra vida está llena de alguno de ellos, tan llena que es incapaz de concebir la no existencia repentina. Vivimos todavía por mucho tiempo con los muertos, oímos sus pasos, su tos en la habitación contigua; cuando nos despertamos cada día, todavía necesitamos unos segundos para volver a la consumación de los hechos. Después, cuando el hilo del tiempo se va estirando y adelgazando, las cosas se hacen diferentes, aparece como un perfume flotando en nuestras vidas, que después, como sucede con las matas de espliego o romero, cuando algo las agita vibran en el aire y extienden su perfume, su recuerdo, parte ya de nosotros, sustancia nuestra como sustancia es el campo, el perfume de las flores.
Así son los muertos en nuestras vidas con el tiempo. Estos tantos días que camino interminablemente absorto en diversidad de mundos y que de golpe el aire me trae olor a pinares, a jaras, a la tierra húmeda de los ríos donde viven las lombrices; que de repente el camino me trae a un muerto, a una amante desdichada, a algunos amigos que perdí en la montaña.
Hoy no tengo prisa, hoy terminaré este camino que empecé en el mar de Valencia y aunque el camino no se acaba porque seguiré caminando cada día, sí parece que esta etapa, tan cercano ya de Aldea del Obispo, tenga un cierto aire de vacaciones, de relajo. De ahí que me haya sentado, tan temprano, sí, a la sombra de una magnífica encina a hablar de los muertos.
Creo que tenía doce o trece años cuando leí Los Miserables, de Víctor Hugo. De ahí arranca, creo yo, el primer germen que se formó en mí contra la hipocresía humana; un pasaje hacia el final de la novela en el que el autor recrea algunas páginas en torno a esas aparatosas manifestaciones post mortem en que termina la vida de algunos individuos. Grandes sepulcros blanqueados. Curiosa impronta la que dejan a veces las lecturas tempranas. El último entierro “de categoría” que apareció en mis lecturas fue el de un estanciero de la Patagonia en una novela de Luís Sepúlveda. Al hombre se le había ocurrido estirar la pata (lo que después fue un grave inconveniente, como se verá, que mejor le había valido estirar la pata pero encogido) a cientos de kilómetros de lugar civilizado. Como era impensable que aquel cadáver de categoría pudiera pudrirse allí, se obligó a punta de pistola al piloto de la zona a meterlo en una avioneta en donde era imposible que cupiera aquel cuerpo gordinflón. La decisión tomada al final fue la de meter la parte más voluminosa del cadáver tras el asiento del piloto, dejando desde las partes pudendas para abajo sobresaliendo por la ventilla de la avioneta. El vuelo en la Patagonia y en invierno fue una aventura heladora y notable; y el recibimiento del cortejo, encabezado por las autoridades de la región, se puede suponer, siendo que no sabían nada de los problemas del servicio funerario aéreo improvisado que se había contratado. Ver aterrizar a la avioneta con medio cadáver fuera de la ventanilla fue un show indescriptible. Ni qué decir tiene que casi fusilan al piloto por tamaña falta de respeto con aquella notabilísima personalidad. Después de esta aventura se recompuso el cadáver, que debía de llevar buena cara de susto después del vuelo y siguieron los fastos propios debidos a aquel cuerpo amojamado de frío.
Me parece que va siendo hora de que levante el culo de debajo de la encina y me ponga a caminar. Ya conseguí información por los guardia civiles del pueblo final de etapa. Acaso encuentre usted una pequeña tienda que abre de vez en cuando. Del resto nada, y menos un bar. En fin, me espera un final de GR-10 un poco desangelado, sin cerveza, sin restaurante, sin celebraciones… pero qué le vamos a hacer.




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