La mujer que escribía cartas a su hijo muerto



Galicia. A Xironda, 14 de julio de 2008

Esta madrugada, al alba, es delicioso pasear por la mañana tibia, casi fría, escuchando los cuentos de la selva de Kipling. Me pregunto por qué tuve yo tantas prevenciones contra este hijo del imperio Británico. Desde muy jovencito no me gustaron los imperios, los ingleses me caían mal; de ahí debió arrancar mi poca afición a algunos autores; aunque leyera a Kipling creo que lo hacía a regañadientes. Quizás también tuviera la culpa la portada con que se venden sus relatos, como destinada a los niños, o quizás porque dirigí algún grupo de scout en algún momento y aquellas aventuras sobre las que se sostenían la actividad de los pequeños, los lobatos, no me convencían; un tiempo por demás en que mi encuentro con la pedagogía era fuerte y comprometido. Nada que tuviera que ver con imperios precisamente; aquella pedagogía, que Paulo Freire bautizara como Pedagogía del oprimido, tenía que ver tanto con el Jesús combativo del Evangelio que se liaba a porrazos con los mercaderes del templo, como con la lucha de los obispos más activos del Brasil, como era el caso de Herder Camara. Vamos, que en aquella época lo que menos apreciaba yo era la rapacidad de los imperios, uno de cuyos representantes era notoriamente Kipling con su acercamiento a la India un poco costumbrista y poco exigente con una visión exigente de la realidad de aquel pueblo dominado por la realeza británica.
El olor de los eucaliptos que acompañan en parte al camino me traen recuerdos de un temprano viaje portugués en donde también esta fragancia estaba presente; aunque fuera acompañada con una experiencia culinaria que interpuso entre nosotros para toda la vida la posibilidad de volver a comer raya. Habíamos comprado en la lonja una raya de dimensiones respetables, teníamos apetito y Victoria se puso a la tarea de cocinarla nada más tropezar con el primer prado sombreado que nos encontramos. Todos nos dábamos una vuelta de vez en cuando a ver qué pasaba en la cocina; se había hecho muy tarde y teníamos un apetito canino. Además, para celebrar nuestro primer día en Portugal habíamos comprado una botella de vino blanco espumoso que prometía gran cosa. No lo alargo más; el resultado fue desastroso, aquello no había quien lo comiera, y eso que en casa todos éramos buenos comedores… imposible. Fuera el modo de cocinarlo, fuera que no estaba en condiciones, el caso fue que aquello quedó como un hito entre nosotros. Si a cualquiera de mis hijos se le pregunta ¿cuál es la peor comida que has probado en tu vida?, no cabe la menor duda que responderán: sí, claro, la famosa raya de Portugal.
Es jodío esto. Ayer por la mañana, mientras caminaba, tomé apresuradamente una nota en mi cuadernillo que dice: las bragas negras sobre el ficus. Ni idea de qué se trata, seguro que fue una idea brillantísima llena de erotismo que pretendía reflejar aquí, pero por más que le doy las vueltas al asunto no logro acordarme. Lo siento, porque tratándose de bragas, y más, negras, lo mismo se trataba de algo notoriamente interesante y atractivo. Si me acuerdo ya volveré sobre ello.


No tuve suerte hoy a la hora de comer. No hubo manera de encontrar restaurante, pero como acertó a pasar allí por donde iba el vocinglero camión del pan, le día una voz y paró. Así que me compré tres paninis y con eso me hice unos bocadillos; dos de jamón, muy poquito jamón, y el otro de aire. Me los tomé bajo la sombra de un castaño. Fue allí donde probé si tenia cobertura con el portátil y me llevé la agradable sorpresa de que sí, y no sólo eso, allí estaba una larga carta de mi amiga desconocida, lo cual es siempre materia de gusto y a menudo motivo de nuevos temas, como es el caso de hoy. En ella mi amiga me contaba de un tiempo en que teniendo acceso a los secretos de un cementerio, supo de una madre que después de veinte años se acercaba a la tumba de su hijo con una frecuencia insólita. El encargado del lugar, hombre curioso él, no tardó en descubrir el pequeño acto que aquella mujer venía a cumplir cada vez que visitaba aquella tumba. Una tarde la siguió de lejos y la observó. Siempre era igual, un rato después de algo que podría ser el esfuerzo por hacer presente la imagen de su hijo, la memoria de algún detalle cotidiano, su sonrisa, un rato de charla con él, ella abría su bolso y sacaba de él un sobre que introducía inmediatamente por una rendija que la mampostería bajo la lápida dejaba libre. En veinte años aquella mujer no dejó de acudir, siempre con la misma asidua frecuencia, a la cita epistolar con su hijo muerto.
Durante el camino me venía a la cabeza el recuerdo de esta madre. Quizás de ahí arrancaba esa impresión de estar vendiendo el alma al diablo que me vino de repente. Pensando en alguno de mis muertos, me pareció misérrimo el tiempo que les dediqué en vida. Siempre caemos en la cuenta de muchas cosas cuando ya no hay remedio. Si no estamos muy ocupados por el trabajo, por “graves ocupaciones”, por nosotros mismos, es cualquier otra cosa. La persistencia de aquella madre me recuerda el débito que tenemos con los muertos cuando estuvieron en vida.



La chupa que cayó por la noche fue de aúpa; la humedad caló hasta atravesar el techo de la tienda con que había cubierto el saco y dejó todo caladito. Me daba una pereza de padre y señor mío salir del saco, pero… ésta era una de las normas básicas del camino que yo tenía pactadas conmigo mismo. Minutos después caminaba encogido de frío y con las mangas del jersey tapándome las manos, por un camino amurallado a ambos lados por un bosque de altas retamas.
Amaneció pasado Sao Lorenzo. Desde allí tiré directamente hacia el norte. Iba yo pensando qué le sucedería a Sarnoso, el gorrión que había perdido ayer a su amigo en el asfalto de la carretera, cuando me pareció que aquello, mi camino, no marchaba, las fotocopias del Google terminaban allí, a doscientos metros y detrás no sabía lo que había; me había ido demasiado hacia el Este. En las silenciosas calles de Falao apareció entonces un hombre pequeño que resultó ser bombero y que se ofreció a acompañarme hasta que mi camino se hizo evidente. La senda que llevaba me hubiera dejado en Braganza.
En la frontera me encuentro la señal del Camino de Santiago que viene de Portugal, que era en principio mi itinerario; pero había optado definitivamente por encontrarme con el mar, quiero pasar unos días entre los acantilados viendo constantemente el mar mientras camino; además, confío en encontrarme con el mar con la luna llena… sólo quedan unos pocos días para ello; en fin, quiero contemplar el sol poniéndose sobre la inmensidad azulada.
Con frecuencia me parece mentira que esto sea posible, ese milagro de las cosas que decía ayer o anteayer, este río nada más cruzar la frontera, calmoso y de aguas claras y con aspecto de carbón porque el cauce es así; las mariposas, las moscas zumbonas, algunas aves acuáticas que chapotean entre la vegetación. Sí que existen lugares así, lugares desde donde puede oírse también otra existencia, las campanas que tañen el ave maría cada hora hermanadas con el viento que se revuelve inquieto entre las hojas de los avellanos, los sauces, los álamos. Parece imposible que existan estos pedazos de selvas como apenas tocados por el hombre.
Cuando se acabaron definitivamente las fotocopias, quedé in albis, como en un vacío lleno de niebla. Los datos de mi gps no empezaban antes de diez kilómetros al norte, sólo sabía que tenía que caminar por donde fuera pero con dirección a septentrión. No había encontrado a nadie por los caminos. De nuevo había vuelto a trazar una línea recta, ahora entre la frontera cercana a Chaves y Vigo, desde donde seguiría por las Rías Bajas hasta Finisterre, pero sólo tenía esa línea. Así que me arriesgué, seguí ciegamente la línea que me llevaba a Mirandela, y atravesando campos de altas hierbas fue donde me tropecé con el río, un río de profundidad indefinida y corriente tranquila. Lo recorrí por uno o dos kilómetros sin encontrar manera de cruzarlo, así que en algún sitio me decidí a probar suerte. Descargué mi equipaje en la orilla, me desnudé y, provisto de los bastones me metí en el río a ver qué profundidad tenía aquello. Resultó que el agua no pasaba de ahí mismo; el fondo era arenoso con algunas rocas resbaladizas, pero no había cuidado. Si resbalo en algún sitio de estos se produce la catástrofe electrónica: portátil, teléfono, mp3, cámara, todo al carajo.
El lugar era encantador; en la corriente flotaban largas hierbas, los árboles se inclinaban sobre el agua donde planeaban libélulas de alas azules y metálicas. Hice la colada, me bañé, yací al sol rodeado de sensaciones que el calor despertaba en mi piel y después di cuenta de mi almuerzo y de las manzanas que fui recolectando de los árboles del camino.
Yo siempre digo que el campo de mi casa es el lugar más bonito del mundo, pero la verdad es que hay otros muchos que no le van a la zaga; éste era uno de ellos.


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