Sobre la atalaya de Penas Roia

Portugal, Castillo de Penas Roia, 8 de julio de 2008


Sobre el promontorio del castillo de Penas Roia miro ocultarse el último sol como un halo de fuego huyendo hacia poniente. Sobre el promontorio del castillo miro la luna, la luna de mi amiga desconocida que quizás la haya despedido hace un rato allá al otro lado del Atlántico. El bellvedere de Penas Roia domina el llano, un río a sus pies, las lomas como un tapiz donde se alterna el arbolado, las viñas simétricas como un ejército en formación, las lomas como una mancha de aguada sobre el horizonte.
Recorro ahora el día que termina.
Variz, mi primera parada en tierra lusitana. Dos bares. El primero está cerrado; han ido al médico, me dicen. En el segundo charlamos, ella en su lengua musical, yo en el áspero castellano de la capital… y da gusto lo bien que nos entendemos; ahora, de comer, nada de nada. Así que el menú de hoy: una bolsa de patatas fritas, dos cervezas con alcohol porque no hay sin, dos bollos de esos que malcomen los críos, un helado y un café con leche.
-Esta tierra es muy pobre -me dice la mujer que atiende el bar con un tú encantador que me encandila-; los dos pueblos por los que quiere ir no tienen ni tienda ni bar. Mejor que vayas por Mogadouro.
Pero yo no quiero ir por Mogadouro y cocerme los pies en el asfalto; yo he trazado una línea recta hasta Chaves y a ella tengo que atenerme; caminos y senderos que me vaya encontrando, porque en el momento que me desvíe mucho de ahí me quedo sin mapa y sin mapa ni idea de por donde tirar. Como esta mañana que me salí algo de ruta y cuando quise volver a mi itinerario me tropecé con una valla de espino, al otro lado de la cual resultó encontrarse las instalaciones de una cantera, cuyos trabajadores me miraban con rechifla, yo disfrazado de mallas cortas, gorrito y gafas de sol entre las maquinarias, el ruido ensordecedor de la molienda de las rocas, el polvo que lo invadía todo; debía de parecerle una aparición a los currantes portugueses. Subí unas escaleras metálicas que llevaban a la torreta de control desde donde se vigilaba la carga de los camiiones.
-Me he perdido –dije a modo de saludo.
Rieron un poco socarronamente. Repitieron en castellano:
-Me he perdido.
Luego me indicaron el camino.
-Dos kilómetros a Variz –dijo uno de los operarios, levantando el dedo índice y medio.
Así que ahora camino a golpe de brújula y siguiendo las indicaciones que me va dando la gente con la que me encuentro. Hombres y mujeres saludan muy amablemente, se extienden en explicaciones, pretenden que siga el asfalto. Yo me niego.
Tras tan opípara y curiosa comida (sic) no me quedaba otra solución que la consabida siesta. Así que nada más dejar atrás el pueblo, salto una valla de piedra y me voy derecho a dos frondosos fresnos que he avistado desde lejos. Maravilloso, allí mismo junto a la sombra, en un recoleto talud lleno de verdor canta el chorrito de agua de una fuente que se remansa en una pila de piedra y en donde dos ranas salen disparadas saltando sobre una charca próxima.


La voz de la lectora de Artículos de costumbres, de Larra, es cortante, sincopada, un tanto agresiva, como la voz de un sargento dirigiendo un destacamento; machaca el texto, lo destroza con una curva tónica difícil de seguir; lee como si las líneas, las palabras fueran material arrojadizo con que batirse a modo de espada con el escuchador.
El arco del sol se convierte en el gestor de mis movimientos; la sombra de un fresno en paraguas; la fuente en amiga de mi sed. Me rijo por los astros, pues. Cuando el rol se acerca al horizonte, recojo mi campamento, mi siesta llena de moscas y me vuelvo a poner en marcha. El sol caldea la tarde y viste el campo a lo Cezanne, delicados azules sobre las lomas; a lo Van Gogh en los trigales de espigas maduras, en los rastrojales adornados por las alpacas cilíndricas esperando sobre el campo su otoño, el camión que les lleve a su destino definitivo. A lo lejos, el sol hace de la torre del Penas Roia un hito en el paisaje, a contraluz, oscuro sobre el fondo de las lomas azulencas. El trigo se mece blandamente, el campo está solo.
De mi cuello cuelga la brújula, me dirijo hacia oeste, quizás camino del mar. Echo de menos el mar. El mar de esta parte del mundo es siempre hermoso, rompedor, de grandes olas, el mar que costeé el pasado invierno en Fuerteventura y Lanzarote; entonces mar solitario, robusto, de azul intenso y pespuntes de espuma de nieve, tendido a la noche a mis pies como un beso: el Atlántico. Pero no pasa nada, ya llegaré; ahora es el campo dorado, las cosechas de los cuadros de Brueghel, las gavillas apiñadas, la tarde marchándose, un carro cargado de heno del que tira un borriquillo de mirada apacible; sobre él una pareja de ancianos que saludan dulcemente cuando pasan a mi lado; y un perro del color del tronco descortezado de los alcornoques, que lleva un trotecillo elegante y que me recuerda a Jara, la perra de Mario y Paula.
La tarde se va echando, mis pisadas resuenan en el asfalto como el metrónomo de casa cuando Victoria hace prácticas en el piano. Algún grillo ha empezado a dejarse oír. Atravieso junto a un enorme castaño, me paro, tomo una fotografía, reanudo la marcha. Vuelvo a Larra. Camino, pap pap pap; me quito de encima alguna mosca zumbona.



La muerte. También ella está en la tarde, ahora un pajarillo; antes algunas lagartijas. Una alondra da saltos inquietos en el asfalto. La lectora de voz angulosa y ritmo sincopado desgrana una historia de amor que después sirve a Larra para hacer un discurso moral algo trasnochado. El pobrecito hablador, como gusta firmar sus artículos, sale a los bares y a la calle a buscar los materiales de su escritura; ya lo dije, otros se fueron a la guerra por parecidos motivos, otros recrean su soledad en la naturaleza esperando de la cháchara con ella el estímulo de su propio discurso. Larra es primo hermano de don Francisco de Quevedo, ambos se chotean del público, el público les sirve en bandeja material para su quehacer de escribidores. Larra discursea con su hipotético amigo Andrés, vecino de Las Batuecas, como quien hablara con una parte del mundo situado en el Paleolítico. Larra escribía allá por mil ochocientos treinta. Ahora Las Batuecas, como Las Hurdes, son otra cosa, ya todos semos uropeos, como decía Boadellas en aquella representación de Els Joglars.
Penas Roia no tiene asfalto, es un pueblo pobre, deslucido, con tres mujeres sentadas a la puerta de sus casas charlando, con dos chuchos tumbados sobre la tierra, abúlicos, de mirada extraviada, con la torre del castillo como testigo de mejores tiempos. Pueblo de boñigas en las calles, empedradas de cantos rodados. Recuerdo inevitablemente Las Hurdes de hace unas décadas, unas navidades que las visitamos a pie y fuimos apedreados por los chicos de El Gasco cuando bajábamos de los altos de la sierra de Gata. Aquí no son tan brutos, aunque algo huraños sí lo parecen. Una moza de grandes tetas y cuerpo ampuloso evita mi mirada; ni siquiera me atrevo a saludarla. Atravieso calles estrellas llenas por la bosta de las reses, subo una calle empinada que termina en un sendero escalonado que lleva al castillo, una torre bien conservada que se yergue orgullosa por encima del pueblo y del paisaje circundante.
Ayer dormí en una choza de piedra sobre una prominencia rodeada de viñedos que se asomaban a los tajos del Duero como desde la balconada del cielo. Hoy lo haré sobre la atalaya medieval del castillo, un precioso nido de águilas colgado hacia poniente, orgulloso como un gran falo erecto sobre el páramo. Me acompañará la luna, que trepa allá en lo alto sobre las aristas de la torre medieval.


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