Costa Ártabra, playa de Meirás, 28/05/2009




Hoy, sentando en un restaurante de la costa de la costa Ártabra, cercano a Valdoviño, la agraciada y solitaria costa por donde camino estos días, abrí el correo enviado por mi amigo Ignacio y lo leí. En él relataba minuciosamente su próximo viaje a pie por tierras de Gredos. Leo despacio, un recorrido de un par de semanas que comienza en San Martín de Valdeiglesias y termina en Hoyos del Espino. Ignacio tiene planificada etapa a etapa su viaje y lleva referencias documentadas de Cela y de todos los personajes que pasaron por la zona en los últimos cien años, incluido Alfonso XIII, que acudía allí a la caza de la cabra montesa. Me asombra tu capacidad de planificación del futuro y de las etapas, le escribo, y digo me asombra porque un servidor que se hizo vaguete con el tiempo apenas llega a decidir día a día a la hora del desayuno por donde ha de tirar mi cuerpo en las horas siguientes. Y no, no es pereza, es otro modo de andar diferente a como hacía antes; quizás una de las razones sea que tengo tiempo, pero fue siempre aspiración implícita esa de vagar, flanear que decía don Miguel de Unamuno, allá por donde te pide el ánimo y las circunstancias. Antes de tirar para el norte había planeado ir hacia el sur, pero un caminar meridional después no cuajó, empezó el calor; así que el primer punto de arranque era una cuestión de temperatura; después había que elegir qué norte, y estaba tan disgregado mi ánimo que no se me ocurrió otra cosa que esa referencia del mar; y ya puestos a elegir mar, opté por un mar que había abandonado el pasado año una mañana húmeda en que en Finisterre, un vivac sobre una roca, amenazaba lluvia. Lo demás fue cosa de suerte, miré en Internet y me encontré un billete de ida y vuelta en avión por cuarenta y cuatro euros. Ya no tenía otra opción, la vuelta sólo porque el billete venía así. Al día siguiente estaba en el aeropuerto. Esta vez ni historia, ni geografía, ni propósito alguno, nada, sólo la idea somera que caminar junto al mar y vivir como un vagabundo a su vera procurando ser molestado lo menos posible. Un reciente aparato que había adquirido se ocupaba de toda la música y de todos los libros que pudiera necesitar.





Y la verdad es que la cosa funciona. Apenas sé donde estoy; como anoche no encontré nada y tuve que cenar de mala manera, hace un rato pasé por una tienda y me aprovisioné para todo el día, pero media hora después me tropecé con un restaurante; bueno, bienvenido sea, me metí en él. A partir de este momento durante día y medio ya no tengo que preocuparme por la comida, lo que me permitirá sentarme a ver el mar si encuentro un lugar que me gusta; también puedo huir de los pueblos y ceñirme más a la costa que es por donde me gusta caminar. Ahora voy a ver si el portátil termina de cargarse y saldré a buscarme una sombra frente al mar donde seguir ese otro vagabundeo de Arturo Barea por el Madrid de principios del pasado siglo, o si no acaso las poesías completas de Machado, que son muchas y tengo algo abandonadas, o acaso no haga nada y me eche la siesta, que me está pidiendo el cuerpo después de dormirme tardísimo con una peli que no me entusiasmó demasiado, El buscavidas, con Paul Newman. No, no es mi fuerte este tipo de films, la psicología obsesiva del jugador es un tema que me aburre, algo que está excesivamente repetido; me pone nervioso ver cómo la degradación de especulador, del jugador, unido casi siempre al hecho de ingerir enormes cantidades de alcohol, sigue indefectiblemente un camino absurdo que termina con la defenestración del jugador. De todos modos la ambientación, los personajes que rodean la trama central hacen de por sí un buen film.








Desnudo sobre el acantilado
miro hincharse las aguas verdes,
el cordón de agua nace solemne
de la nada,
avanza, se hincha,
sus pies tocan la arena
y el arco se convierte en un gran rizo,
se rompe en ruidosos encajes blancos
en besos sobre la playa.



A su lado, el sol, ancho y poderoso,
camina solemne sobre el mar
huyendo hacia el incendio del horizonte
hasta el gran mar de nieve.



Las grandes zarpas
junto a la espuma, negras,
el lomo de la fiera, verde.
El monstruo duerme
el agua lava sus pezuñas,
las gaviotas pasan acariciando
el tapiz en sombra,
se alejan cruzando la espada de fuego,
hacia el sur, donde la tierra
es una silueta de ceniza
avanzando hacia el azul.




Estoy desnudo frente al mar
las garras, la espuma,
el gran camino que brilla sobre poniente.
La brisa mueve
las briznas de hierba y sus flores,
sólo el monstruo yace quieto
con sus zarzas cubiertas de espuma.



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