Malpica, 18/05/2009



Hoy anduve largamente por Monteverdi, su historia pasional de Orfeo y la Coronación de Poppea. El cielo, nublado y lacio invitaba a un caminar pausado y contemplativo.

La Galicia de las casas de piedra, de las vacas, del olor a heno y a bosta no está en mi camino, o quizás no existe, ha desaparecido sustituida por construcciones convencionales sin personalidad.

Seguir los hitos del tiempo con los restos de una singladura que va dejando inerme junto al camino restos de memoria, encontrándose altos muros ya imposibles de sortear; discursos que piden conocimientos previos. Ya no es posible contemplar de un vistazo la realidad multiforme ni construir el puzzle de las muchas y complejas piezas con un minimo de coherencia. El motor de la realidad se ha hecho sumamente complejo y los antiguos conceptos, carburador, levas, caja de cambio, ya sólo es accesible a los especialistas. Mala cosa oír a los sabios y memoriosos, a veces, que parecen detentar entre las manos toda la escurridiza, toda la compleja realidad que a nosotros se nos escapa de la mano. Malo por esa sensación de impotencia que lo acompaña.


Sin plaza, sin fuente, sin ayuntamiento, sólo el cementerio donde enterrar a los muertos y una iglesia diminuta al lado donde rezarles el responso. Así son la mayoría de las aldeas que atravieso esta mañana. Tierra de pastos, eucaliptos y el cogollo de las huertas en las proximidades de las aldeas; por demás solitarias, abandonadas a la intemporalidad.

El mutismo de las aldeas corre parejo con el gris taciturno del cielo. Unos pocos trinos salen de las ramas de los eucaliptos, las golondrinas se aplican a construir sus nidos en los aleros de los tejados. Atravieso decenas de aldeas, en la mayoría no me cruzo con nadie. Hoy el asfalto se hace difícil de evitar, estrechos caminos de grava que zigzaguean entre las lomas. Por algún vallecico asoma de vez en cuando veces un trozo de mar.


Tras el ramalazo de erudición sobrevenido con el libro de Eugenio Trías, El canto de las sirenas, que versa sobre música y que me invitó de mañana a caminar acompañado por las partituras de Monteverdi, pasé a la más sosegada lectura de Marguerite Duras, La impudicia, una elección equivocada de mi parte que anduvo buscando la vena narrativa que la Duras estrenó con la historia del amante chino, que había dejado en mí el recuerdo de un fino erotismo que deseaba recuperar. La impudicia está lejos ya de aquella historia junto a las aguas del Pacífico; es otra cosa. No es aquella Duras que escribía que Sartre era un desierto y que nos descubría el esplendor de la vida en cada gesto, en las yemas de los dedos, en la respiración atropellada del deseo.


Sequé mi tienda en un prado, almorcé y me repantigué a escuchar los pájaros y los grillos. La pantalla de mi gps es tan pequeña que por ahorrarme el trabajo de ir haciendo zoom de un lado para otro prefiero permanecer en la ignorancia del lugar en donde me encuentro. Huelo el mar tras la loma de enfrente y sé que no ando lejos de Malpica, pero nada más… y ni falta que hace. Creo que de postre me voy a despachar con versos de don Antonio, que ya de entrada dice en la introducción algo que me gusta y me parece acertadísimo, a saber, que para él la poesía es una manera de meditar sobre los enigmas del hombre y del mundo.

En fin, otra noche sobre los acantilados, un nido sobre el que a duras penas he podido instalar mi tienda.



1 comentario:

Marga Fuentes dijo...

Te voy siguiendo.
Haré un enlace en mi blog.
Me fascina por dónde vas.
Preciosas fotos, como siempre.
Un beso,