Outeiro, 26/05/2009






Qué extraño y a  la vez qué habitual sentarse a la mesa de un restaurante frente a la gente. Me sucede hoy después de haber pasado dos días aislado bajo mi tienda. Me sucede con frecuencia cuando camino durante días sin relacionarme con otra gente. Me parece aterrizar en un mundo menos mío. Sin embargo me siento bien, ligero y comunicativo; incluso hasta mi pierna izquierda parece sentirse igual de bien, está elástica, firme; no me duele, que ya es mucho.
Del mundo de la lluvia y del aislamiento sólo hay un paso a este otro del restaurante y de la gente amable que me acompaña hasta el lugar donde puedo comprar algo con que arreglar mi tienda, que me señala cortesmente un restaurante bueno, bonito y barato, la parada de un autobús que me lleve a Outeiro, el primer pueblo más allá de el hormigón de El Ferrol. Gente amable y servicial los ferrolenses.
Aunque en las paradas de los autobuses raramente se encuentra el horario, hoy tengo la sensación, esperando a un autobús que igual llega en cinco minutos que en tres horas, que el mundo está muy bien organizado. Me sucede, creo, desde que dejé de leer los periódicos y me hice vagabundo; por cierto uno de los mejores empleos que uno puede encontrar en la vida.
Muchos kilómetros de costa por los que pasé, desde que salí de A Coruña, están jalonados por mansiones y jardines de alto standing; ante esto me indignaba, ahora no; ahora las miro con indiferencia, me parece que forman parte de un reparto injusto y desigual de la riqueza, pero también pienso que es parte de un sistema que no es el mejor pero sí el menos malo, un sistema en que un currante, eso que fui siempre a mucha honra, puede hacer lo que quiera sin grandes dificultades. Parece que una de las leyes irrenunciables del sistema dice que es necesario que unos tengan mucho para que otros vivan mejor. Me he sacado de la manga esta afirmación pero me parece muy cierta, al menos más cierta que aquella otra del 1917 que llenó el mundo de cadáveres y de gentes famélicas. Es el caso, además, que si la gente no compra mogollón la cosa no marcha. Hay gente que colecciona ladrillos y cemento en determinado estado de elaboración, o máquinas de cuatro ruedas con las que ir más deprisa que el viento, pero ¿y qué? Hay espacio en el mundo para todos, y si en tu camino tropiezas con una montaña muy alta o con grandes moles de cemento, pues lo rodeas; esas cosas dice el tal Paolo Cohelo, y lleva razón. Yo rodeo los chalets que me encuentro en el camino o paso de largo cuando encuentro un lugar que no va con mi humor del momento.
Otra cosa es dar con un tendedero a mi gusto, que es lo que necesito ya mismo si quiero secar toda mi impedimenta. Ha salido un poco el sol y debo elegir un lugar discreto junto al mar en donde hacerlo. Eché una ojeada al mapa y encontré el sitio, se llama Outero.
Allí me esperará una soleada playa y un inmenso prado donde secaré todo, incluidos los billetes de 50 y 20 € que están a punto de convertirse en pasta de papel.
El mar vuelve a ser mar tranquilo y amigo, brilla como un gran espejuelo movido por el viento.
A poniente de El Ferrol, después de Outeiro, se extiende el Espacio natural costa Ártabra, una larga costa de entrantes y salientes donde rompen abruptas las olas mientras el caminante pasea por un extenso prado de hierba rala donde crecen dedaleras moradas y unas altas flores amarillas en forma de abanico.
El sol deja su cegadora estela de luz frente al emplazamiento de mi vivac. Es muy agradable tenderse al atardecer frente a este paisaje a esperar la noche. Después de tantos días de lluvia creo que me merezco unos cuantos así, luminosos y deliciosamente templados.
Aprovecho estos últimos momentos del día para acompañar a Arturo Barea en su paseo por el Lavapiés de principio del pasado siglo. Dejo un fragmento pinchado aquí

en realidad un daguerrotipo sonoro, dedicado a los habitantes de Mesón de Paredes, incluida la Golondrina que ya empieza a dar sus primeros pasos, y a los nuevos inquilinos de la calle Encomienda que hacen su traslado este fin de semana: un muestrario de muy querido barrio cuando todavía andaba en pañales,
Junto al retrato de Lavapies, va también un muestrario de cómo es hoy el atardecer en este rincón de Galicia.

2 comentarios:

Marga Fuentes dijo...

Un post verdaderamente interesante.
Cada vez me ronda más la idea de hacerme vagabunda.
Un beso y que sigas feliz en tu camino,

Alberto de la Madrid dijo...

No lo dudes, una de las mejores profesiones, hoy fue dormir en una playa donde había olas, una luna pequeña y un bronco silencio. No se puede pedir mucho más.
Un beso