Cieza-Madrid, 11/07/10


Me miro en el espejo por primera vez desde que salí de casa, el sol y el calor ha dejado en mi rostro su impronta, mi aspecto es bastante salvaje. Casi siempre es así cuando me escapo de casa. Mis pies no están bien del todo, con la idea de llegar a Cieza en día de cumpleaños apreté acaso demasiado, y como consecuencia mis pies lo pagan. Sentirse el cuerpo, machacado, cansado, hoy las cinco de la tarde y todavia sin comer porque una vez llegado a la estación, que está en un alto solitario, ya no tuve ganas de desandar el camino para encontrar algo que comer. Me repondré en el tren.
Ayer, después de darme un nuevo baño en el río Moratalla, se me hizo muy tarde en medio de un paisaje de rastrojos dorados y colinas sembradas de olivos; en Calasparra la gente charlaba en las puertas de las casas aprovechando el alivio del relativo frescor de la noche; tomaba su apertivo en las terrazas. Era grato tomarse un gazpacho y un plato de sepia a la plancha mientras las tónicas entraban unas detrás de otra, frías, deseadas, apagando poco a poco mi sed. Tras el helado no tuve más remedio que buscar en la oscuridad el camino que me alejaba de la ciudad y que me llevaría a Cieza al día siguiente.


Me gusta ser un salvaje, un salvaje que ha leído, como decía en cierta ocasión que viajaba por las islas del Pacífico. Leía entonces a Stevenson y allí también había un salvaje que había leído. Desde la cafetería del tren veo pasar el paisaje, quebradas de una caliza blanca cubierta de arbustos enanos. Este tren es como ir en un avión a ras de suelo. Es bonito viajar en tren, no echo de menos aquellos trenes de antaño de los que tanto García Calvo escribía en el periódico con añoranza; un tiempo que inevitablemente se fue para no volver. Vienes del infierno del calor y te metes en este avión que llaman Altaria. Comes lo que te apetece, incluso cometes la infracción de tomarte un par de cervezas con alcohol, y es que estan tan ricas, y además cuatro sandwich y unas almendras y un café con leche. Esto es la civilización. Viva la civilización. Voy descalzo, decidí guardar las botas y las medias en el macuto y dejar al aire mis pies lastimados. Nada más echar a andar el tren, me voy a buscar el vagón restaurante, veo a revisor mirarme distraidamente por encima de la montura de las gafas, contesta amablemente a mi pregunta de dónde anda el restaurante. Soy un salvaje leído, pero no hay problema, extraño un poco, creo, pero siento tratarme con deferencia. En Cieza, en la estación, donde no había un alma, me había echado la siesta en un banco; cuando desperté el jefe de estación me atendió solícito, me abrió el servicio, me indicó amablemente dónde pararía el vagón de mi número de asiento. Todo pura amabilidad. Pese a mi aspecto salvaje, porque atravieso todo el tren para ir al restaurante, pasajeros acomodados, metidos en sus periódicos, sus libros, su película. La España de hoy no es ya la del pasado siglo, y sin embargo podemos vivir todos sin problemas, los salvajes y los menos salvajes, los encorbatados, las chicas de postín, los que recorren España de punta a punta para asistir a un partido de fútbol; esto es la civilización. También esa posibilidad de tomarte las cervezas que quieras pese a la hipertensión. Esto es la civilización, y es necesario decírselo a uno, porque tan dentro de ella estamos que es posible a veces olvidar que todo esto es producto de una larga evolución, un gran trabajo, una gran lucha, ese estado en el que cada uno pueda dentro de ciertos límites atender a sus necesidades, a sus proyectos, a aquello que se le pueda ocurrir, sin verse importunado excesivamente.



Después del café atravieso el tren en sentido inverso, hay gente que estudia, otros leen, algunos dormitan, el viaje en tren para la mayoría parece un paréntesis en sus vidas, apacible tránsito. Me gusta esta compañía que me invita en cierta manera a ver mi propia versión de la vida, la de hoy, por ejemplo, desde las cinco de la mañana en que sonó el despertador. Apenas cinco horas de sueño, moverme a oscuras, buscar las mallas, la camiseta. Había hecho una noche de calor, la más calurosa de mi periplo, abajo se veían las luces de Calasparra, oscuridad, silencio. Me tomo unas magdalenas con un capuccino y el resto de la leche en polvo que me queda, despacio voy metiendo mis cosas en el macuto, cada una tiene su lugar preciso en él, primero el saco, después el poto, el neceser, la comida de reserva que llevo; dejo encima de todo mis pantalones, mi camisa limpia, hago mi aseo con toallitas húmedas, ese invento. Cuando he terminado, enciendo la linterna y doy un repaso al terreno para no olvidar nada. A mi alrededor es noche total. El gps, que había encendido hacía un rato, ya marca mi posición. Me pongo en camino a oscuras, pero no he caminado más de un kilómetro cuando el camino se corta, un gran montón de tierra lo confirma; detrá un campo arado. Me lo imagino, las continuas disputas de algunos destripaterrones a los que molesta que la gente pueda pasar por ciertos lugares y, agarrando el tractor como si fuera una apisonadora, en una arrancada dan al traste con el camino; ya no existe camino, ya es la noche total, y el gps, del que dependo totalmente se me apaga porque está bajo de batería. Cambio las pilas y me encomiendo totalmente a la línea azul que atraviesa el aparatito que marca el camino, pero que no habiendo camino es como una línea por el medio de la nada de la oscuridad. No enciendo la linterna, perdería la poca sensación de conjunto que tengo. Camino por un sembrado y después la línea me lleva monte arriba, aparece una débil senda, después arbustos que me cierran el paso, más tarde otra pista, ésta ya la continuación de aquello que el destripaterrones de turno había destruído. La débil claridad del amanecer va descubriendo poco a poco un paisaje encantador, al fondo un gran picacho aparece, saliendo de la noche, empieza a dorar sus laderas con la ambarina luz del alba. Pinares, quebradas, más tarde un gran pantano que remansa las aguas de un río Segura adulto con el que, infante días atrás, me había encontrado, creo en el pueblo de Pontones, nada más dejar las serranías de Cazorla. Y atravesar las sierras desperezándose, las montañas llenándose de los rumores de todos sus bichos, apareciendo al fondo, como en un grabado japonés, el perfil agreste de las altas rocallas antes de desembocar en el calor, en la sed que el camino provocará y que sólo calmará la gentileza de una señora que me llenó la cantimplora directamente del agua de su frigorífico. A la una pisaba las ardorosas calles de Cieza, que, allá por donde pasé no eran otra cosa que calles marroquíes, gente, tiendas árabes con música del sur del Mediterráneo; de hecho no me produjo una sensación muy diferente a si hubiera recalado en Fez o en cualquier otra ciudad del norte de África.



Qué bello es viajar el tren. Después del cansancio, con dos cervezas encima, después de haber hablado con casa, plácidamente repantigado con las sensaciones a flor de piel instaladas en el cuerpo. Qué privilegio éste de hacer lo que te da la gana. Y qué poco se necesita para ello. Un poco de salud y echarte al monte. Sólo eso, y dormir como las bestias, adormecerte mirando las estrellas, escuchando acaso un ruido sospechoso, un quebrarse de ramas al lado, el sigiloso desplazamiento de alguna culebra, el torpe paso de un topo. Y así dormirte como un lirón, porque estás cansado, porque tu conciencia está tranquila, porque estabas enamorado y tu amante decidió tomar su propio rumbo y ahora sólo eres tú y la madrugada y las piernas que responden fuertes y entrenadas al trabajo que tú solicitas para ella.









2 comentarios:

caroig dijo...

Que lastima que has terminado tu marcha. Esperaba verte aquí en Enguera y leer sobre tu ruta hasta su terminación en Atenas!!
Mi refugio de la vida moderna, esta en la pequeña aldea de Huelga Utrera, y aunque nunca lo he hecho a pie, conozco muy bien la ruta que has trazado. He disfrutado mucho seguir tus reflexiones sobre esta.

Alberto de la Madrid dijo...

Hola Caroig,
No he terminado, sólo me he dado un pequeño descanso para andar por casa, en donde se está también muy bien.
Mi camino pasa ligeramente al oeste de Enguera, por Tintorero y Caserio Benali.
La vida no me da para llegar a Atenas, aunque ni falta que hace, pero en unos días me voy otra vez para Cieza en donde dejé de caminar. Poco a poco.
Espero seguir reflexionando por el camino. Me alegro que te hayan interesado mis post.
Ah,visité tu blog. Ummmm, abre el apetito eso de Islandia, un destino que me persiguió durante años y que después abandoné por el excesivo peso de impedimenta que requería caminar por esa tierra de soledad. Quizás algún, día, quién sabe.
Un saludo