Río Alhárabe, 09/07/10





Dedico este texto, que me parece bello y 
esclarecedor, a mi compañera de viaje, 
Victoria, que mañana cumple años y anda 
ahora convertida en hortelana de nuestra
 querida parcela de tierra, en donde transcurre el mayor tiempo
de este último tramo de nuestras vidas.



El sol tiene esta mañana el aspecto de traer un calor demoledor tras de sí. Frente a mí, después de El Sabinar, donde las sabinas obviamente pueblan un paisaje salpicado del verdor austero de estos árboles (y aprovecho para decir, antes de que lo olvide y ya que de árboles notables hablamos, que hoy dormí en un bonito bosquecillo de almeces, un lugar silencioso y recoleto donde se oía sonar el agua de la rambla); frente a mí, ahora, decía, se extendía el deslumbrante campo amarillo de las gramineas, ribeteado por dos formaciones azulencas de pequeñas lomas, y por medio del cual corre un riacho denominado río Alhárabe.



El cansancio se ha instalado temprano hoy en mí, demasiado temprano para el sol que hace, para el camino desangelado que llanea junto al río Alhárabe hasta Moratalla. Treinta kilómetros que se me parecen cien. Después de caminar desde las cinco y media de la mañana mi ánimo sigue un tanto bajo. En el bar donde tomo un piscolabis me entero del triunfo de España, esa fiesta que dejé a última hora de la tarde en Puebla de Don Fadrique. No hay mujeres en los bares. Fuera el sol pega tan fuerte que ganduleo alargando el momento de incorporarme al camino. Moratalla se me parece como al otro lado del mundo.





Esa sesación de bestia del campo, del monte, de las áridas tierras calcinadas que obligan a los bichos a esconderse en su cueva, a dormitar en los ribazos, junto a la charca semiseca hasta que el sol, su ánimo, la disponibilidad de su cuerpo les despierta, entreabre los ojos y se ve obligada a buscar otro refugio porque la sombre huyó, a buscar un altillo donde corra un poco el aire que alivie del peso del calor, el del cansancio.
Me desperté un poco después de haber cambiado medio dormido tres veces de sitio yendo tras la sombra que huía de mí; me comí dos ciruelas y, como el sol me pegaba en un costado pasando a través de los troncos de los chopos, obligado a moverme de nuevo y algo más despierto, pude considerar esto de la bestia de que hablo. Ya no soy un tipo de camina y hace un sendero llamado GR-7, en este momento soy otra cosa, un puñado de sensaciones entre las cuales prima esta de ser uno de tantos pobladores del planeta, acuciado por necesidades elementales de hambre, sed o sueño y que hace lo propio, independientemente de ese contexto, tantas veces virtual, en el que a veces se nos presentan aliviadas nuestras raíces de seres atados a la tierra, a su movimiento rotativo, climático, atados al decurso de los cambios ambientales. Sentir estas cosas y tratar de escribirlas, ver de qué estamos hechos. Leer un libro es vivir la propia vida, más o menes cercana, intensa, descepcionante, apasionada; si cuando leemos un libro, el autor no es capaz de promover en nuestro interior una catarsis, un reconocimiento de nosotros mismos, un asombroso descubrimiento que dormitaba en nosotros esperando como el arpa de Bécquer el soplo de unas manos encantadas que lo despierten, como el principe del cuento el beso de la princesa, si no es capaz de todo esto, entonces el libro es malo. He ahí una de las claves para determinar si un libro es bueno o no. Porque escribir debería consistir en ese intetento ciclópeo de superarse a uno mismo en el trabajo de expresar casi lo inexpresable, todo ese fluido que atraviesa el espíritu y que requeriría de una atención sensual y esclarecedora en concordancia con esa intensidad con que a veces vivimos algunas horas de nuestra vida. Poner la atención y la memoria en el circuito de una inteligencia despierta que sepa aislar los conceptos, las sensaciones, todo aquello que realmente constituye el hilo candente de nuestra mismidad.
Despertar somnoliento bajo una piedra, desentumedecer los miembros, comprobar que esa pesadilla, obtener unos sorbos de agua, pertenece al sueño o a la vigilia. Sentir en la piel, como si esta civilización en la que nos movemos, civilización de la crisis, del fútbol, del trabajo diario, de nuestros hobits, de nuestros sentimientos en relación a otros grupos humanos, no existiera; sólo hubiera ahí el sol implacable, el viento inhóspito, el frío, el calor sensual de la noche al final de un día caluroso. Sensaciones que para sentirlas necesitan de una historia personal, unos hechos, unas dificultades, un dolor, sin los cuales no es posible experimentarlas. Es el dolor el que desarrolla las formas del espíritu, dice Proust en algún lugar. Sería ingenuo pensar que muchas de las grandes obras maestras que han creado los hombres a través de todos los tiempos, hubieran sido posibles sin haber vivido experiencias, sentido en lo más hondo de sí mismo, esa corriente salvaje que alimenta con su fulgor las profundidades del ser, ese dolor. Ese combustible que tanto puede crear un sinfonía, un libro de poemas, o una novela como la de Proust que debe sobrepasar las cuatro mil páginas. El fervor de la vida en el amor, en los celos, en el contacto con el peligro cuando alguien escala una gran montaña, en la experiencia del solitario que atraviesa los mares.



Y desde esta visión, quizás así, pueda entender mejor ese topo de Kafka, que aislado del mundo exterior vive perseguido por fantasmales inquilinos que vendrán a perturbar, a destruir su obra, a robar sus provisiones; todos esos seres que a veces asoman su nariz en sus relatos, metamorfoseados, perseguidos, metidos en la relatividad de una madriguera que construyó su mente o su relación con el entorno. De todos modos, ahora hablamos del calor, del cansancio, de la sensación de mareo que produce el camino moviéndose delante de nosotros como si quisiera dar con nosotros en el suelo; del deseo improrrogable de tirarse al suelo y dormir, dormir junto al alivio del agua que canta a nuestro lado como si nuestra propia madre nos estuviera meciendo en su regazo en una noche de desasosiego. Y de despertarse y sentirse uña y carne con el cañaveral y el riacho de agua sucia que corre al lado, con los chopos que se mueven señoriales y altivos como compañías de soldados que guardaran aquí y allá los trigales y los campos de avena; con la fatiga, que aviva las sensaciones y las pone en estado de alerta; con nuestro estado de somnolencia, que moviéndose en el mágico mundo a caballo entre la vigilia y el sueño, nos descubre un mundo que, absortos como estamos en nosotros mismos, en nuestra soledad, porque vamos solos y sentimos ese ser solos con mayor fuerza en ese momento, permite, como en ese proceso de asimilación de los alimentos, que después de transformar las sustancias nutritivas, pasan a través del tubo digestivo a la sangre, nutrir la parte de la vigilia con la sustancia onírica de nuestras experiencias menos captables, más reconditas, que están en nosotros, pero que necesitan un catalizador que nos las hagan más presentes, más sentidas, a fin de que nuestro yo, en ese trabajo de espeleología interna, pueda acceder al fantástico mundo que abajo, en nuestra más silenciosa profundidad, germina y construye gota a gota, como las estalagmitas y las estalactitas, un fantástico mundo que de no estar atentos correría el peligro de pasar inadvertido; pasar nosotros mismos sin pena ni gloria por el decurso vital porque acaso no forjamos las circunstancias necesarias que nos podían ayudar a esa especie de alumbramiento personal.
Y me alegro en este instante de mi cansancio y de esa sensación de cuerpo desmembrado y roto y que confirma aquello de que el dolor puede llegar a ser una buena matrona. Ahora la tarde se va suavizando, y el señorial chopo, alzándose como enorme gigante frente a mí, como un complejo mundo de vida, de pájaros, de chicharras que zumban incansables, se mueve con esa parsimonia ceremoniosa de las grandes olas antes de descargar en la lejana costa la enorme masa de sus agua. Dentro de un rato será hora de ponerse en camino de nuevo, cuando el sol baje todavía un palmo. Volveré a ser entonces el caminante, el peregrino que, con los ojos descansados y el alma liviana, emprende la senda a ninguna parte, ese existir en el mundo pisándolo, acariciándolo, admirándolo, sufriéndolo.










1 comentario:

Noches de luna dijo...

Muchas gracias, Pichón. ¡Pero qué bien que lo estamos haciendo! Descubrir que la/mi sensibilidad crece y me encuentro feliz con una cosa tan aparentemente tonta como quitar las hierbas de los bancales de la huerta bajo el sol aplastante de estos días y luego sentir cómo mi cuerpo se va refrescando mientras nado en la piscina.

Y es que el mundo es grande y pequeño y puedes sentir lo mismo caminando por el Himalaya, paseando por Dar es Salaam, andando por los campos murcianos o cuidando tu parcela.

Un beso muy fuerte