Vallibona-Barranco de Gallera, 20/08/10





Hay que tocar con las cuerdas que quedan.


Tras la tormenta la calma. Amaneció lindo, sin una nube, por el hueco de la cuadra entraba la luz liviana del alba; me había dormido. No es agradable caminar con los pies empapados, las botas mojadas, los calcetines chorreando, pero bueno, al poco rato apenas ya lo notaba. Estábamos otra vez en verano.
Marinoff contaba una historia que me emocionó. Hablaba de un célebre violinista al que en mitad de un concierto para violín se le rompió una cuerda. Paró la orquesta, él miró por un momento perplejo su instrumento y a continuación indicó al director que comenzara de nuevo el movimiento interrumpido. Tocó con tres cuerdas. El violinista sacó de sí un potencial que acaso ni él conocía; fue una interpretación inolvidable. Cuando terminó el concierto se hizo un asombroso silencio en la sala, después del cual todo el auditorio en pie prorrumpió en un fervoroso aplauso. Tras ellos tomó la palabra el violinista y emitió ese pensamiento tan plático y que a mi tanto me emocionó: es como la vida misma, hay que seguir tocando las cuerdas que quedan. Hay que seguir tocando con las cuerdas que nos quedan, se me aparece esta mañana como un emotivo enunciado con que paliar los estragos del tiempo. Es una bonita imagen la poder seguir haciendo música mientras se pueda.



Son acogedores estos pequeños barrancos que bajan hacia el ancho valle de Vallibona, breves escarpes que cruzan la ladera y que el camino va rodeando en largas revueltas; un caminillo que pasea entre los pinos y las encinas sin prisas, que obliga a saborear el descenso, la sombra, ese perfume a pinar que desprende la tierra humedecida por la tormenta.
No es fácil a veces seguir tocando, sin embargo, más bien hay que hacer un gran esfuerzo para ello, sobre todo cuando no llega esa fantástica disponibilidad con que antes venían los proyectos, o cuando uno se sentía inmerso en una idea que lo arrastraba con su fuerte corriente. Hoy todo es más liviano, por una parte no tienen el empuje de lo nuevo, se ha vivido muchos años y como consecuencia la rodadura, el haber cumplido tantos caminos de alguna manera va matando, deshaciendo aquella fuerza primera; y por otra esa sensación de las mermas que la edad acarrea consigo, tan fuerte a veces cuando absortos ante una idea atrevida llegamos a comprender que aquello ya no nos pertenece, ya no tenemos edad para ello.


El lugar de mi vivac huele intensamente a tomillo; las lluvias de anoche han despetado los perfumes del bosque, dejándolos por ahí, vagando por los prados y barrancos. El desfiladero que sube al norte de Vallibona es estrecho, se respira en él una intimidad ligera y familiar. En lo alto, mientras atravesaba un prado pedregoso, el olor era tan intenso que decidí quedarme pese a que todavía faltaba media hora par la noche. El Boixar, donde espero desayunar, debe que quedar a dos o tres horas como mucho. Subía leyendo a Yusunari Kawabata, Lo bello y lo triste; tenía ganas de retomar a este autor que leí siendo muy joven en La grulla en la taza de te, en una vieja edición del Círculo de Lectores que todavía conservo. No recuerdo absolutamente nada del argumento, pero el libro fue capaz de dejar en mí, como tantos otros, una impresión que tendría que calificar con epítetos destinados a la pintura o a la música, el suave paste de la pintura clásica japonesa, el Fujiyama siempre al fondo tras la silueta de un templo, unos arrozales, la ceremoniosa y tranquila liturgia del té; todo respiraba, sin que yo consevara la imagen de alguna escena, ese tipo de cosas intangibles que sin saber cómo ni por qué se instalan en nosotros con la fuerza que lo hacen ciertas músicas que escuchamos inesperadamente en algún remoto lugar del mundo y, que tiempo después vienen a nosotros, en cualquier momento inesperado en forma tan vivencial, tan intensa, que es capaz por sí misma de transportarnos a sus lugares de origen en un abrir y cerrar de ojos. Hoy tengo que hacer un gran esfuerzo para traspasar la brutalidad japonesa en todo Oriente, durante la Segunda Guerra Mundil, para llegar a ese otro Japón que descubrí en la literatura, que imagino a través de Los sueños de Kusosawa. Quizás sea ya tiempo de ir pensando en visitar Japón; esta próxima primavera acaso, cuando florezcan los cerezos. 








2 comentarios:

Marga Fuentes dijo...

Preciosas fotos. Todas.
Esto que has escrito me llega al alma.
Gracias.
Un beso,

Alberto de la Madrid dijo...

Hola guapa,
ya se va acabando el calor, espero que te sientas mejor así. En Cataluña aflojó la temperatura y ahora el paisaje son bosques y montañas verdes en donde poder todavía sestear.
Un beso