Arboli, 26/08/10






Suena el despertador. Me doy la vuelta, lo busco bajo el aislante, lo apago. Arriba las aspas del molino dan vueltas solemenes y parsimoniosas envueltas en una niebla lechada de luna. Paisaje para una película de vampiros ambientada en las enriscadas alturas de Colldejou y L'Argentera. Todo está ligeramente húmedo; salgo del saco, a tientas voy recogiendo mis cosas, el saco, el neceser, una bolsa de comida, el teléfono. Cuando todo está en orden, rastreo el terreno con la linterna y me pongo en marcha; creo que aún no me ha dado tiempo a despertarme; ya lo iré haciendo por el camino. La senda hace su andar junto a una larga hilera de estos gigantes plateados que bufan como demonios. No sé muy bien de donde sacan ellos el viento para estar tan agitados; es un misterio, podría encender una cerilla sin que ésta moviera su llama y, sin embargo, allí arriba todo es movimiento. El manto de niebla se abre por momentos y entonces se ven las luces de lejanos pueblos a mi izquierda, los tempranos faros de algún automóvil; arriba, el ronroneo de los molinos de viento sustituye hoy al silbo de los pájaros. El camino da una brusca revuelta y empieza a bajar hacia la vertiente contraria de la montaña, a siete kilómetros, las lejanas luces de L'Argentier tililan en el fondovalle como una pequeña constelación, trescientos metros de bajada para después volver a retomar el camino de la sierra bajo el farallón de la escarpadura somital. Nada abierto en el pueblo, encuentro la fuente, lleno la cantimplora y retomo el camino de subida. Durante toda la mañana la ruta será la ruta de los molinos, a un parque eólico le sustituye un segundo, un tercero, después el camino queda a la deriva de un paisaje de encinares sobre una sierra de lomas iguales, iguales, uniformes, monótonas. La pista entra y sale de los vallecillos, sube, baja, vuelve a ascender igual a sí misma en muchos kilómetros. A la una me tiro bajo la sombra de una encina; voy leyendo Un artista en el mundo flotante, de Kazo Ishiguro, pero cuando me quiero dar cuenta he perdido el hilo del relato, me he quedado dormido. Apago el ipod, dejo a hacer a mi cuerpo, que evidentemente hace lo pertinente, dormir, descansar de la solanera y el camino.


Dos día especialmente duros estos últimos, los innumerables barrancos de ayer, las pistas de hoy; un enorme calor ha venido de nuevo a ralentizar mi marcha, a hacerla penosa con mucha frecuencia. Mientras escucho leer a Luis Arabia, el lector que lee la novela de Ishiguro, -ah, el placer de escuchar a este hombre, el arte del buen leer; la cantidad de horas que habré pasado escuchándole, su cadencia, el dominio de la trama y la entonación, la calidez de su voz, esa sensación de relajación que produce como si fueran que salen de él mismo, aquella historia situada en el Nagasaki de los años cincuenta-, mientras el calor cae a plomo sobre mi cuerpo, mientras mi camiseta se convierte en un trapo que deja caer mi sudor sobre el camino, siguiendo la trama de la novela, y en relación con ella, mi memoria se va por los cerros de Úbeda, se hace eco de una corta visita que hice al barrio en donde transcurrió la mayor parte de mi infancia, el paseo de Extremadura. Allá nos fuimos a dar una vuelta mientras hacíamos tiempo para comer. Colonia del Patriarca Eijo y Garay, se llamaba aquello entonces. Cuando hago este tipo de cosas me acerco siempre con la impresión que mi presencia va a romper algo dentro de mi, algo que tiene que ver en el conflicto que genera, la memoria, la imaginación, cuando éstas tratan de confrontar realidad y recuerdo. Siempre es el mismo desencanto, pero aun así no sé resistir de tanto en tanto a la fuerza de reencontrarme con los espacios de mi infancia. En la plaza al otro lado de la calle en donde había vivido, muy al gusto de los tiempos que corren, habían desaparecido todas las referenicas de entonces, no estaban los árboles en círculo que en un mes de mayo plantamos los chicos del barrio, no supe localizar las ventanas en cuyos cristales de tanto en tanto iban a estrellarse nuestros peones, tampoco estaba el campo de tierra donde, cuando llovía jugábamos a rayuela con la lima, ni la tierra en donde jugábamos a las chapas en largos circuitos como jaramas, ni donde echábamos el tacón, ni las paredes que servían de apollo para jugar a dólar, ni los laberintos que nos servían para aquel alborozado juego de policías y ladrones; ni la ventana de unos amantes de los animales, bajo cuyo alféizar nosotros poníamos cepos para cazar gorriones. Nada, era necesario hacer un gran esfuerzo para juntar aquellos dos espacios tan diferentes. Después dimos la vuelta al bloque y nos acercamos al número cuatro de Federio Mayo. En una de las ventanas había unos juguetes, las persianas estaban echadas, un bloque del sistema de aire acondicionado sobresalía de la fachada. No había tiesto alguno. Seguramente la habitaba ahora una pareja joven; me hubiera gustado llamar a la puerta y explicarles... ¿explicarles? ¿Que me dejaran ver mi habitación de niño, esa en cuyo alféizar estaban ahora los juguetes, esa con la que soñé no hace mucho y en donde me reencontraba con mi madre muerta, y que en sueños con cierta frecuencia durante una larga temporada, yo revivía no como si se hubiera muerto, sino que yo me había olvidado de ella y entonces la volvía a reencontrar allí, haciendo su vida diaria?, ¿que me dejaran ver los muebles del comedor y el canario que en su jaula circular debería de estar cantando junto a la ventana?, ¿o el baño en donde mi prima Carmen dice que yo les encerré, a ella y a mi hermana, por alguna razón que no recuerdo, el baño en donde yo un día, maravillado, descubrí que tenía pelos entre las piernas, admiración comprensible para esa educación espartana que nos impartían en los salesianos, que debía impedir a toda costa no sólo el contacto con los genitales sino la simple visión de ellos? ¿o la habitación de arco de medio punto en donde los primeros recuerdos de infancia relacionados con el descubrimiento del sexo son tan confusos como perturbadores? No, habría sido una tontería querer reconstruir de nuevo un espacio que sólo pertenece ya a las ruinas de la memoria. Desde la acera opuesta me limité a recorrer con la vista el espacio de lo que debía de ser el principal escenario de mi vida cincuenta años atrás. Mira, le decía a Victoria, ahí vivía la tetorras, un apelativo que se debía a mi madre y que debió de hacerse popular en la calle, una señora de cuerpo desproporcionado y enorme delantera, como acostumbraba también a decir mi madre, que solía pasar largos ratos con sus dos enormes tetas sobre el alféizar contemplando la vida de la vecindad; y allí, en el cuarto piso, don Florencio, el director del colegio donde iba mi hermano, un tipo pelirrojo, de rizos muy cuidados, de dos metros de estatura, al que un día mi madre bajó a imprecar, los brazos en jarras, el delantal con el que estaba cocinando puesto, la actitud de fiera herida, porque se había atrevido a tirar de las orejas a su hijo pequeño, un angelito que no debía de hacer en el colegio otra cosa que trastadas. En fin, la visita habría dado para sacar a escena a toda una corte de los milagros. El rico mundo de entonces no existía, pero sirvió, sin embargo, para resucitar en la memoria algunos rostros y hechos que me llenaron de una cierta nostalgia.



Hoy no hubo siesta. Son las cinco y Alberi, unas pocas casas en donde sin embargo hay un bar, está a media hora de camino; así que voy a caminar un rato y recargaré allí el portátil mientras me tomo un par de tónicas. Hoy me recogeré antes e intentaré compensar estas horas de sueño acostándome más pronto.




Y al fin llega la hora de las tónicas, unas cuantas, Arboli, una pequeña aldea perdida en el monte, sin tienda, pero con un bar por todo lo alto, así tónicas y llesca amb espinaes, panses i pinyons gratinat, helado y café; y todavía no podré resistirme a probar las delicias de medio litro de cerveza helada. Nada mal para una media tarde antes de caminar de nuevo un rato antes de buscar el lugar para el vivac.
















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