El final de una larga caminata. La Seo, 04/09/10

Tuixent


Me corre por dentro un atisbo de felicidad. Salgo del refugio anochecido, hace fresco, me pongo la camisa, emprendo la bajada por un ancho camino tapizado de verde. Evidentemente estoy en el Pirineo, la tierra siempre verde, la tierra del agua, la tierra en la que quizás ya no sea necesario pegarse esos madrugones que he vivido desde que empecé este largo peregrinaje. El refugio se llama Coll de Port y sus guardeses Artur y Nuria; hace tiempo que no comí tan bien, y eso que fue comida improvisada; creo que entré en el refugio después de las cinco y media. Me había hecho un lío porque el gps y las señales no se ponían de acuerdo, y al final quedé en tierra de nadie, subiendo una empinada pendiente de hierba veía los mojones quitamiedos de la carretera, eso creía, así que decidí prescindir de señales y gps y me dirigí a ellos. Estaba a punto de remontar la pendiente, hasta los mojones no me quedaban más allá de tres o cuatro metros, cuando, date, coño, sal corriendo... puse los pies en polvorosa cuesta abajo sin reparar en otra cosa que en alejarme de allí a toda prisa. Mis mojones, grises, cuadrangulares, una treintena, unos al lado del otro eran, sí, colmenas. No hay cosa a la que tenga más pavor que a las abejas cabreadas. Las historias se cuentan a millares, el TBO que leía de niño estaban llenas de esas historias, Carpanta, la familia Ulises, esos personajes inolvidables, ya veía yo nubes de abejas picándome el culo, zumbando alrededor de mi cabeza... y no había por demás ningún pilón en el que tirarse de cabeza. El caso es que huyendo de las abejas me topé de golpe con un refugio de aspecto excelente. Una variada y apetitosa ensalada, un bacalao de chuparse los dedos, un postre de helado casero cosa fina, un café y, para celebrar el ágape un chupito de coñac; al cuerno con la tensión. Ya estaba recogiendo mis cosas cuando pegué la hebra con Artur; una lástima que no nos hubiéramos descubierto antes, podríamos haber llenado unas cuantas horas de agradable conversación. Fue cuando Arthur empezó a contarme de sus aventuras por Europa, seis meses pedaleando de aquì para allá, con un buen francés pero apenas nada de inglés. Un viaje solitario así merece una larga tertulia, el viaje y lo que ello implica, quiero decir; uno no se encuentra todos los días con esa gente privilegiada que se dedica a hacer cosas raras; porque raros son, se quiera o no, en un mundo tan reglado y gregario como el nuestro. Vamos, que siento una cierta sensación de solidaridad cuando topo con personas así, un poco como yo, como tantos que se ponen el mundo por montera e intentan seguir el dictado de lo que les va dictando el ánimo. Es claro que hay gente muy especial en el mundo, a Guillem, el guardés del refugio de Mas del Tronc, le pasaba algo parecido; gitaneaba por ahí, por el mundo, siempre con su bicicleta, solo, con sus seis kilos a la espalda, pedaleando arriba y abajo según le mandaba el ánimo o la intuición.







Flotando en el líquido amniótico de la tarde, bajo por el camino encantando del bosque acariciando mi plenitud del momento; no quiero otra cosa que retener el instante, acariciarlo, mimarlo, tenerlo cerca de mí todo lo que pueda (las arañas patonas se me suben por encima y me obligan a cerrar la puerta de la tienda, no tengo más remedio que espachurrarlas, lo siento...); está oscuro, pero el fondo azul de las montañas todavía acapara las luces del crepúsculo; en el fondo del valle se ven las casas de Tuixent. Pienso con ternura en los personajes de Houellebecq, desmembrados, altamente cualificados, sabios, infinitamente desgraciados; el sexo persiguiéndoles miserablemente durante tantos capítulos; al final la ternura, la infinita ternura; y después la muerte, la muerte de ella, su único amor; y a continuación también la muerte, la de la madre, aquella puta que jamás se ocupó de él, Bruno, que sólo buscó follar y que apadrinó una comuna de hippies para poder acostarse con todos los jovencitos de la región. Se trata sin duda de un gran libro, esos buenos libros tan difíciles de encontrar en la literatura de nuestros días. Cuando salgo de la lectura de los clásicos siempre hecho de menos una es critura densa que, independientemente del argumento, constituya en sí misma un placer, el placer del texto; y difícilmente lo encuentro. Sin embargo en Houellebecq es distinto, su brusquedad, su rudeza, su desnudez, sus recreaciones filosóficas y científicas (o pseudocientíficas, no sé), su análisis de nuestros males modernos, pero sobre todo esa sinceridad con que los personajes se muestran, tan desnudos, tan ellos mismos, sustituye con creces a ese deseo mío de encontrarme con una prosa trabajada y armoniosa. Es difícil no recordar a Celine leyendo a este hombre, que por otra parte me pasó casi desapercibido en otra novela suya que leí, Plataforma, y que no me pareció ni mucho menos tan buena como ésta.




Eso fue anoche, poco después de la cena, cuando hube montado la tienda y saboreé de nuevo el gusto de un fin de jornada intenso tumbado en mi casita de tela. Hoy estoy menos animoso, fue una jornada dura, desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde, con dos breves descansos. El caso es que la espalda empezó a dolerme mucho antes que en otras ocasiones, y siguió así durante todo el día. Poco antes de entrar en La Seu d'Urgell, hábida cuenta de que a esas horas no encontraría un restaurante abierto, me tumbé en un prado durante un buen rato a ver si aquello remitía. No, no remitió. Durante el largo descenso, amén de terminar con la novela de Houellebecq que incluía un largo epílogo que para mi gusto se sale de la línea de la narración, haciéndo perder a ésta fuerza con una inesperada indagación sobre la posibilidad de que otros seres humanos más equilibrados y racionales vengan a sustituir, vía laboratorio, a los tan imperfectos y desquiciados humanoides a los que la novela da vida; amén de terminar el libro, decía, después de que la visión de que La Seo d'Urgell se me apareciera como si la visión del mar se tratara, relacionándolo con aquella ocasión en que después de caminar mes y medio desde el Mediterráneo por la dorsal del Pirineo, cuando avisté las aguas del Cantábrico, se me saltaran las lágrimas, empecé a considerar que mi uforia del día anterior bajo cuyo efecto había planeado seguir caminando hacia el oeste por el Pirineo, había desaparecido.





Cuando terminé aquella travesía, mi estado emocional era muy alto. Había emprendido aquella aventura huyendo de un desengaño amoroso y la intensidad de mis vivencias, en donde la soledad, las tormentas que hube de vivir, los muchos días de lluvia en los que imperturbablemente seguí caminando, la escritura, que me salía del alma a borbotones, desgrarrada, sangrante, y que después se convirtió en novela, Vivir en los bosques, se titulaba, hicieron de aquella experiencia algo muy extraordinario. Hoy, por el contrario, simplemente me dolía la espalda y estaba cansado; vislumbré ese paralelismo entre el mar y aquel valle en donde terminaría mi larga aventura de este año, pero nada más. Terminé por convencerme de que la cosa estaba bien así, todo tiene un final, y el GR-7 a su paso por España finaliza aquí. No tenía interés por los diez kilómetros que llevarían a la frontera acompañando a la carretera. Un final un tanto prosaico, pero qué le vamos a hacer.
En la estación de autobuses abrí el portátil y miré todas las posibilidades de regreso. Al último Ave que salía de Barcelona no llegaba. Así que obtuve un billete para el mediodía siguiente desde Lérida. Haría noche en un hotel de La Seo. Me iba a venir muy bien una larga ducha y un largo zanganeo hasta la hora de cenar. 































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