¡Brava ragazza!






Beget, 28 fe agosto 

No es novedad, llueve, tuve que apurarme, allá abajo se veía un pequeño prado, salí pitando, me desembaracé de mis cosas, las cubrí con la capa de agua y visto y no visto ya estaba montada la tienda y yo y toda mi impedimenta dentro oyendo el acostumbrado repiqueteo del agua sobre la tela de la tienda. 


Una larga jornada la de hoy, salí de las cercanías de Setcases y hoy duermo en las proximidades de Beget. Tengo la sensación de que Molló quedó atrás hace días. La gente con la que me tropecé, los paisajes, tan distintos unos de otros, los recolectores de setas, un hombre que en mangas de camisa asomó por el área de visión de la puerta de mi tienda cuando me estaba levantando. Para mí hacia un frío que pelaba, pero él, con una cesta bajo el brazo como si de Caperucita llevando la merienda a su abuelita se tratara, y con una liviana vestimenta, se aprestaba a dar cuenta de todos los robellons, níscalos por los madrileles, que las últimas lluvias hubieran despabilado bajo las ramas de los pinos. Derrochaba un ánimo de primera para la hora tan temprana que era.



Tras una subida de cierto empeño hasta el collado de Liens, el paisaje se dulcifica y el sendero cabalga durante un par de horas por el lomo alfombrado de los pastos de altura, suaves pendientes y más allá la nubes enredándose entre la cumbres más altas. El camino seguía el lomo suave y verde de la montaña hasta caer delicadamente sobre el pueblo de Molló. En la loma encontré dos recolectores de setas almorzando a lo grande entre chorizos, longanizas y buenas dosis de cerveza. No habían encontrado ni un níscalo pero se daban por contentos con el paseo. Les acompañaba un chucho color ajo que movía el rabo como un descosido cuando vio acercarse al caminante, pensando acaso que éste le iba a premiar con un muslo de pollo de esos que aparecían en las aventuras de Carpanta del TBO de la infancia del vagabundo. Eran de Vic y no les preocupaba llevar la cesta vacía, el paisaje y la soledad del lugar eran ya suficiente premio para la jornada. Compartí con ellos un sustancioso pedazo de salchichón. 




En Molló el bar lo atendía la mesonera y su hija. Cuando pedí algo de comer la hija muy resuelta me dijo que no, que bocadillos, que era muy pronto y que tendría que menear mucho el culo, grande lo tenia, es cierto, encender la cocina y no sé qué más. Visto que la hija era poco comprensiva con el caminante intervino la madre que propuso unos macarrones con carne y un trozo de ternera si quería. La hija desapareció haciendo mohínes y la madre se puso a la tarea. Con el plato de macarrones que me trajo tenía el cuerpo a punto hasta el final de la tarde. 




Con el estomago hasta lo topes me fue imposible, una vez de nuevo en el camino, continuar con la lectura de Jung, no entendía ni patata. Decidí darlo por terminado, de la relación de lo mitos con el inconsciente no logré enterarme absolutamente de nada. Un libro más que me mirará con conmiseración desde lo estantes de mi casa echándome en cara el no haberle dedicado la atención debida; uno más... son tantos que les sucede lo mismo... Lo sustituí de inmediato por Abaddón el exterminador, de Ernesto Sàbato. Podía haber elegido otra cosa más suave para la digestión de los macarrones pero la atracción que ejerce sobre mí Ernesto Sábato es demasiado poderosa cómo para hacer caso de uno miserables macarrones. Mi relación con este autor es un tanto peculiar, por un parte me cansa su sentido de la vida, siempre atribulado por los problemas de una humanidad continuamente lacerante y creadora de horror a su alrededor, hay que tener en cuenta la circunstancias de horror que le tocó vivir en Argentina, y por otra actúa sobre mí como una segunda conciencia que me alentase a vivir los problemas del mundo con una mayor implicación.  Su último libro que leí es quizás el responsable de esta última visión. Se trata de Antes del fin. En él Sàbato aparece como un hombre torturado por los acontecimientos de su tiempo, por las tropelías que le han tocado vivir y, que sin muchas diferencias, son parecidas a las que vivimos nosotros. El dilema cuando lo leí era si la vida había de parar, empujada por los graves acontecimientos del país, del mundo, en ser una permanente desesperación, eso veía yo en el vida de Sábato, o si por el contrario había que hacer el esfuerzo por compatibilizar la vida privada y nuestro derecho a recolectar un poco de felicidad con aquella faceta social que pide de nosotros solidaridad e implicación en lo asuntos sociales para construir un mundo mejor. Es un asunto espinoso de no fácil solución, algo que yo no he logrado resolver pero que conociendo la vida de este hombre me pone en guardia, en guardia contra un exceso de implicación que hiciera de mi vida un sufrimiento continuo por razón de los demás, por razón de este mundo tan loco que tanto sufrimiento engendra. Teniendo como no tengo nada claro donde ha de situarse el punto medio de una actitud que tenga en cuenta tanto el aspecto social y colectivo como aquel privado y personal, el caso es que el encuentro con Ernesto Sàbato, entre otros, siempre supone para mí una vuelta a reconsiderar ese peso que deben tener mi proyección social y la atención a mi propia persona y mi inmediato entorno afectivo. Parto, claro está, del respeto y aprecio que me merece este hombre por el que siento un especial aprecio no exento de recriminación, precisamente porque llegar al final de la vida con el ánimo que destilaba ese libro póstumo que cité más arriba, por muy solidario que uno quiera haber vivido, me parece algo lamentable. Las desgracias del mundo siempre van a estar ahí, probablemente es algo incontestable, y aunque esto no deba servirnos de consuelo, sí debe estar presente en nuestra conciencia para no arruinar con su sombra una vida individual en donde deben caber lo uno y lo otro pero sin echar a perder la vida en su conjunto. ¿Será posible esto? Tiene que serlo, si estuviera en mi mano educar a una persona desde el nacimiento teniendo en cuenta todas estas consideraciones, yo jamás abogaría por una conciencia social que hiciera del individuo un hombre atribulado totalmente por la desgracias de su tiempo. 



En algún momento del trayecto entre Molló y Beget tuve que dejar la lectura porque el entorno que atravesaba era tan inesperadamente interesante y bello que necesitaba todos mis sentidos para él. Una pequeña y apretada selva había surgido entre las revueltas del camino remitiéndome a algún parque nacional que visitara años atrás en Sumatra y Borneo, tal era esta pequeña jungla húmeda donde el sol apenas llegaba, donde los árboles eran abrazados por el movimiento envolvente de las plantas trepadoras, donde los bojes, apretados formaban pequeños túneles bajo el arbolado y donde el río, bajo lo pies en un salto de un centenar de metros bramaba como una bestia herida que se abriera paso en el boscaje exhalando un ruido bronco como de búfalos en estampida. ¿Quién iba a decir una vez más que a los pies de aquellas montañas de aspecto pacífico y de extensas praderías donde pastan las vacas y los caballos iba a encontrarme aquella maravillosa selva donde un diminuto caminillo atravesaba su corazón para mostrársela al caminante? 




Una pamplonica resuelta y coloquial me salió al paso cuando daba cuenta de mi ensalada y mi bacalao a la vizcaína en la fonda de Beget. Venía del Cap de Creus, le acompañaba un inglés con el que se había tropezado días atrás. Menuda, de corta melena, exhibía un tatuaje junto al tobillo. Me puso enseguida al tanto de la etapa que tenía por delante. Yo hice otro con ella. Viajaba con un perrillo color café con leche. Me quedé con la gana de intimar un poco más con este personaje femenino de ojos vivos y resueltos que pretende en esta época que tanto frío empieza a hacer, llegar a Irún, lo que con la marcha que llevaba se podía producir en las cercanías del mes de octubre. ¡Brava ragazza! 


Decir antes de terminar que Beget, con sus diecisiete habitantes permanentes es un auténtico museo rural, casas de piedra, una bonita iglesia románica, arcadas de medio punto y los balcones repletos de flores. La lluvia no me dejó alejarme del pueblo; muy cerquita, junto al río, quedé a pasar la noche. Su cantinela acompañará mi sueño. 



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