Alcornoques






La Ardenya 21 de septiembre 

Me decía esta tarde Franz, un chico alemán con quien estuve charlando un poco a la sombra de un alcornoque, que después de caminar durante tres o cuatro días se sentía confuso y necesitaba tomarse un día de descanso para aclararse y volver a la normalidad. Yo no salgo de la confusión de ningún modo, al final del día no me preguntes por todos los lugares que he atravesado porque tendría que hacer un buen esfuerzo para recordarlo; para ello necesitaría abrir el mapa y volver hacer el recorrido virtualmente. Cuando Franz me preguntó de dónde había partido hoy, no supe contestarle, sabia que había dormido en la mórbida arena de una pequeña cala bañada po la luna, pero no era capaz de localizarla. Playa d'Aro, S'Agaro y Sant Feliu aparecen ahora después de mirar el mapa, los principales  lugares de tránsito de hoy, y tras este último una larga caminata por las cimas de la Ardenya, donde esta noche pernocto al abrigo de unas rocas entre los alcornoques. ¿De dónde vendrá eso de: eres un alcornoque?, ¿por qué le habrán colgado a este árbol el san benito de inteligencia corta, alguien que malamente comprende las cosas, como le pasa a un servidor de tanto en tanto? 



Y digo esto con toda seriedad mientras pienso en alguna cosas que leo durante las mañanas después de haberme desayunado con algún podcast que uso para volver a refrescar mi pobre inglés, ya que como he decidido hacerme más sociable durante esta itinerancia de vagabundo voy a necesitar a no más tardar alguna herramienta más que mi sola voluntad de conversar con quienes me encuentro,  bla, bla... que me pierdo; decía que me hace sentirme un alcornoque comprobar con qué brillantez  sujetos cómo Antonio Marina, leo actualmente Crónica de la modernidad, son capaces de penetrar en la complejidad de la realidad para punto por punto ir analizándola , ordenándola y sirviendonosla en un segundo momento como dispuesta para ser habitada con una mayor claridad y orden. Y no sólo eso sino que, además, este señor del que he leído ya algunos libros más, consigue escribir con una soltura, un dominio del lenguaje tal de convertir una lectura de un libro de filosofía en un placer literario. Sus digresiones sobre su jardín, los árboles o el mar, entreveradas en el discurso, a veces incluso sirviéndole de notorio apoyo, consiguen encandilarme hasta el punto de sentirme un puro idiota escribiendo estas crónicas del camino que aparecen en este blog. Decía Fernando Savater en algún lado que a él el placer de las palabras, su escritura, llegaban a producirle una clase particular de orgasmo. Y tengo la sensación de que a Marina le sucede otro tanto de lo mismo, con la ventaja de éste sobre aquel de no ir de creído por la vida. A Fernando Savater, cuya sabiduría no discuto, faltaría más, le falta un tantico de modestia, uno tiene la sensación, cuando se le lee de que se le han subido los humos a la cabeza. Algo que no se ve en Marina y que como Montaigne ejerce su magisterio con una sobriedad y una elegancia dignas de alabanza. 

Apago el teléfono un momento y miro a lo alto, un cielo cuajado de estrellas ocupa el hueco que dejan las ramas de los alcornoques por encima de mi cabeza. La luna tardará todavía un buen rato en salir, el silencio es total esta noche, ni grillos, ni ranas, ni pájaros despistados que rompan el silencio. El monte está agradablemente solitario, sólo muy de vez en cuando se oye el canto de un cárabo. Algo que se agradece después de recorrer por la costa durante toda la mañana las calles y el asfalto de estas grandes ciudades que crecen junto al mar para dar servicio a los turistas. Cuando esta mañana me senté en el paseo marítimo de Playa d'Aro a dar cuenta de mi desayuno que había comprado en una tienda próxima, estuve dedicado por un rato largo a contemplar a los viandantes del paseo. Chicas que hacían footing, parejas de gente mayor agarrados de la mano, matrimonios que salían temprano a pasear con sus hijos; era agradable este ambiente de apacible vacaciones sin pretensiones. Mientras tanto, frente a nosotros, el sol fulgía dejando su estela de nieve deslumbrante sobre la superficie del agua. Hice algunas tomas cuando la estela era cruzada por algún caminante, un momento antes había logrado otra toma de alguien que en lo alto de una roca parecía estar haciendo el conocido saludo al sol; en ambos casos la irrupción de la figura humana dentro del halo de luz del sol o su reflejo, producían un bello efecto de irrealidad, como si los cuerpos, envueltos en el halo luminoso hubieran sido arrebatados de su vida terrena para ser transportados a un universo que sólo lo visionarios son capaces de percibir.



Decía del cielo estrellado que pace tranquilo y silencioso por encima de las ramas de lo alcornoques, en la oscuridad de la noche, cuando toda la dimensiones de la realidad quedan reducidas a su mínima expresión, los negros profundos de los árboles y arbustos, la nada que envuelve al caminante que no llega a ver siquiera sus propias manos, el cielo en fin también de carbón ligeramente más claro, acaso recogiendo ya la tenue claridad de la luna por venir.




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