Barcelona a vista de pajaro




Molins de Rey, 27 de septiembre

En un chiringuito entre las lomas que se asoman al mar. Me lo encontré no más saliendo de la espesura de un pinar, Santa Creu D'Olorda. En mi camino de vez en cuando surge un monasterio, una ermita, esta mañana había dejado atrás el monasterio del Tibidabo. Alegra la vista esta afición de monjes y curas a ocupar lugares prominentes entre el boscaje de las sierras. Testimonios de otro tiempo. Si hoy tuviéramos que sembrar aquí o allá algún testimonio de nuestro tiempo, tendríamos que plantar una tienda Apple o Samsung, una fábrica de coches, un estadio de fútbol, algo así. Los tiempos cambian, pero la gente gusta de acudir a los santuarios, unos lugares que con el tiempo consagraron algo, hechos, santos, circunstancias especiales. Hoy, descreídos y carentes de dioses como estamos sólo nos queda la añoranza y un consumo que la capacidad utilitaria de  nuestros contemporáneos ha sabido explotar hasta el ridículo. ¿Ejemplos?  No hay santuario o monasterio que no venda prolijamente cualquier cosa que pueda dar dinero, sea éste un monasterio cisterciense, una iglesia o el entorno del monasterio de Montserrat convertido en un típico mercado de playa. Extraño mundo el que estamos creando en donde la capacidad de diversión de tanta gente apenas va más allá de un consumo corriente, lo que sea, cocacolas, recuerdos, trastos a trochi mochi, todo lo que sea siempre que no haya que mover mucho el culo. En cierto modo me da cierta lástima este concepto que tiene tanta gente de la diversión, ir y venir de aquí para allá haciendo que transcurra el tiempo consumiendo esto o aquello. Hace días, Marina, que hablaba de la diversión, haciendo referencia a la curiosidad que suponía que Marx, que volcó toda su capacidad de trabajo en desentrañar los mecanismos del mercado, buscando a la postre liberar al hombre del peso de un trabajo excesivo, cuando éste se ve constreñido a decir en qué podrá el hombre del futuro de una sociedad socialista emplear su tiempo libre, a Marx sólo se le ocurre decir que a cazar y a pescar. Una inesperada respuesta que apunta a la incapacidad de una parte mayoritaria de la población para ser protagonista de su propia vida sin necesidad de que otros velen para mantenerlos entretenidos. Si lo españoles ven una media de tres horas y media de televisión al día, trabajan una media de ocho horas y duermen otras ocho. quedan otras cuatro horas y media de las que, descontado el tiempo de transporte, comida, etc., evidencian una muy pobre posibilidad para dedicarse a actividades presumiblemente significativas. Acaso la liberación del trabajo, que nos parece tan ideal, pudiera traer al mundo algún tipo de desgracia inesperada, sí, el advenimiento de un terrible aburrimiento. La diversión, generalmente de dudosa calidad, basada en productos fabricados por otros y en donde el individuo se convierte en mero espectador, en consumidor compulsivo, amenaza con invadir la vida de la personas atrofiando su capacidad de creatividad y conformación del mundo a imagen de sus propias determinaciones; el individuo termina convirtiéndose en dócil servidor del mercado, al que alimenta con su pasividad y su carencia de iniciativa. 

El miedo al aburrimiento parece correr como un reguero de pólvora amenazando nuestro planeta con no tener niente da fare entre la manos. Ante una revolución que pretendiera liberarnos de una importante parte del tiempo que dedicamos al trabajo debería anteceder una educación para el ocio que no se sustentará, por ejemplo, en estúpidos programas televisivos. 


Hoy pruebo a correr de nuevo, y lo hice ayer cuando subía el barranco de Isle, un magnífico valle con una vegetación ubérrima. Ese paso ligero y continuado con el que caderas y cuerpo entero se ponen en movimiento en una secuencia ininterrumpida, pasos cortos y continuados con los que se devoran distancias a una especie de ritmo de baile. Cuando llegué a lo alto todo mi cuerpo estaba bañado en copioso sudor, sin embargo no me encontraba cansado. Es una especie de juego, te sientes fuerte y experimentas con tu cuerpo obligándole a un ritmo desusado que él asume alegremente invitándote a forzar la marcha por el simple placer de forzarla y comprobar que no pasa nada, que el cuerpo está en sazón y que por dentro la satisfacción corre por las venas hasta el punto en que en determinado momento me encuentro cantando al tiempo que mis músculos trabajan con un chachachás de bielas de una máquina de vapor que emprendiera optimista la larga pendiente de una colina. Hoy volví de probarlo durante una parte importante de la mañana. Excelente. Barcelona iba quedando atrás con el chorro de luz del amanecer bañando la ciudad y el mar que huía hacia levante. 


De vez en cuando me cruzo con algún ciclista o caminante. Todas estas colinas que rodean Barcelona están pobladas por esa clase activa de la población que mantiene todos los días su cuerpo en forma con grandes caminatas, carreras o recorridos en bicicleta por los múltiples caminos, que como venas innumerables atraviesan las montañas de la zona. Desde una eminencia vuelvo a ver las montañas inconfundibles de Montserrat, la mismas que tuve durante días de frente mientras terminaba el Camino de Santiago Catalán y que continuaron a mis espaldas durante el mes de junio mientras me alejaba hacia el Cap de Creus por el Cami Geroni, el Camino de Santiago que llega a la frontera cruzando Cataluña de sur a norte. Montones de caminos que mis pies hoyaron; allí estaba también la Mol con Manresa a sus pies, un amplio valle recorrido por el río Llobregat, cuyos recovecos de meandros recordaba esta mañana con cariño. Una parte importante de la geografía de Cataluña aparecía en mi cabeza, el camino entre Huesca y el Cap de Creus, la travesía del Pirineo Catalán entre el Noguera Pallaresa y el mar de Llançà, en fin, toda la costa de nuevo hasta los altos de Barcelona. Una buen recolección de lugares, paisajes y regiones preciosas y selváticas como la Garrotxa. 




Ahora descanso en un encinar sobre Molins de Rey, mi sendero desciende de nuevo a nivel del mar. 


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