El oso y el madroño





Els Ginestels, 25 de septiembre 


Me despierto de la siesta abotargado y con el cuerpo dolorido por el cansancio. Una brisa ligera envuelve las copas de los pinos. No sé qué hacer, terminé con el agua y la comida y la única provisión que me queda son una almendras. Una chica muy simpática y que hacía footing con dos perrazos por compañía me indicó amablemente que a una media hora, en Alella, encontraría restaurantes. Miré el mapa y lo que vi fue una urbanización llamada Alella Parc, así que entendí que la cosa marchaba, pero después de hora y media de camino decidí hacer averiguaciones, aquello se presentaba demasiado largo. Descubrí que la Alella de los restaurantes a la que se refería la chica, simpática pero despistada, estaba en el quinto pino, ya cerca de la costa. Hoy había estado muy ocupado con mi lecturas y mi podcast de la BBC; el camino, generalmente pistas que recorrían el bosque, se prestaba para caminar deprisa y así mis piernas, como un motor que marchara ajeno a mi voluntad a un nivel de revoluciones demasiado elevado acaso, y digo acaso porque mis piernas y pies están desacostumbradamente cansadas y porque a estas alturas ya he perdido la cuenta de lo kilómetros que he hecho desde las cinco y poco de la mañana; así mis piernas, decía, ni se enteraron de que andaba tragando demasiados kilómetros. No se entiende bien que el cuerpo camine tantas hora casi ajeno al esfuerzo, pero es así, todo él está bien entrenado y hay días como hoy en que me puedo permitir el lujo de centrar más la atención en mi libros que en mi cuerpo, algo que redunda evidentemente en favor de la comprensión de lo que leo. De hecho creo que con una vida cotidiana como la que llevo, si ésta se prolongara durante mucho tiempo todavía, no me sería difícil sacar una licenciatura o un máster en la UNED por el camino. 


Tengo en estos momentos a un helicóptero dando vueltas  alrededor de mi cabeza a una distancia excesivamente cercana. El bosque es apretado y muy poco transitable, se me ocurre que si hubiera un incendio me las vería en un aprieto para salir de aquí, una estrecha senda por el medio de un terreno como de yesca dispuesto a arder al completo con sólo oler una cerilla, uno de esos  bosques cuya limpieza en previsión de incendios parece imposible. Espero que sólo sean maniobras de rutina. Esto parece el pulmón de Barcelona, no creo que me separen más de veinte kilómetros de ella. 


Continúo, me admiro de que sea capaz de integrar en mi día a día estas cosas. Me gusta. Marina hablaba esta mañana del tiempo dedicado a una labor provechosa, el trabajo, y del otro tiempo en que parecemos buscar la diversión como alternativa y descanso de aquella otra que consideramos la principal, la "seria". A mí me parece una división mediatizada por el hábito insano de considerar al trabajo como el eje sobre el que debe girar nuestro tiempo y nuestras preocupaciones. En ese contexto la diversión aparece como un paréntesis en la vida. 

Hacer de la vida una completa diversión rodeando el escollo del trabajo, parece que sólo sea posible a gente privilegiada. Sin embargo no estaría de más dejar de sacralizarlo para dejarlo en la justa medida de aquello que sirve para gatantizar las necesidades que consideramos oportunas. El resto, que podía ser mucho en una sociedad menos tarada que la nuestra, no tendría por qué llamarse necesariamente diversión. Creo que hay palabras mucho más adecuadas para referirse a mucha actividades que hacemos de las que no sacamos provecho económico y que son muy gratificantes. 

Así que adormecido cono estoy la única solución recomendable es recoger, liar el petate y echar a andar camino adelante. No parece que haya incendio a la costa, el helicóptero desapareció, de nuevo el bosque está en calma.


Más adelante el sendero termina por abrirse, cae físicamente desplomado sobre una pista y al poco rato ésta rodea por su parte superior una pequeña urbanización, acaba por hacerse mirador sobre el cercano mar. El camino a última hora de la tarde es un enorme y alargado balcón sobre la costa, de nuevo el mar, la mar extendida azul hacia el infinito del horizonte, la mar de Odiseo y Eneas, el recuerdo de las viejas historias de Homero y Virgilio para consolarme de la trivialidad de este ejército de viviendas que se extiende a mis pies ocupando acá y allá el bosque de redondas copas de los pinos. El planeta está excesivamente poblado, haciendo el sur la costa es ya un continuum de bloques de hormigón, las afueras de Barcelona. Parezco un trasnochado romántico. ¡Qué se le va a hacer! Barcelona me gusta, las ciudades me gustan, sin embargo visto desde aquí todo ese hormigón parece un altercado contra la armonía verde de las montañas, contra la armonía azul del mar. 


Hoy quería escribir algo anecdótico sobre el oso y el madroño a cuenta de la zampada que vengo dándome hoy con lo madroños, también con las uvas, que crecen prolíficos en estas montañas de la costa, pero me pasó ya la frescura del recuerdo que ello provocaba. Debido a la  inesperada aparición de Cupido que me tuvo al alcance de sus dardos durante un lustro, resulté convertirme en osito durante esa larga temporada, de ahí que cuando empecé a pararme frente al los madroños para dar cuenta de sus frutos, la asociación de ideas del oso madrileño con aquel osito que fui, y al que no le faltaba entonces la osita correspondiente, me sugiriera algún nostálgico recuerdo. Pasó el momento, pero en el aire de la tarde quedó la leve caricia de un tiempo ido que ya no volverá. 


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