Sobre los derechos





Bonastre, 30 de septiembre 

A las aves acuáticas les gusta la vida nocturna, no dejaron de chapuzarse en el agua, a cuya orilla yo dormía, durante toda la noche entre los cañaverales y las espadañas; metían un ruido de mil demonios revoloteando entre las cañas, cualquiera diría que estábamos en primavera. 

Como estamos en tierra del Penedés mi desayuno principal no podía consistir en otra cosa que no fueran uvas; sólo tenía que desplazarme dos o tres metros y alzar mis manos hasta las uvas, pequeñas,  prietas y deliciosamente dulces. Así que mi caminos hasta L'Arboç es azucarado y entretenido. Termino mi desayuno con un café con leche y un croissant en una cafetería de la plaza del pueblo. 

Esta mañana mi caminar es tranquilo, la cotidianidad va poniendo las cosas aquí o allá según la hora de la mañana o de la tarde, se va adaptando a las cuestas, a lo intrincado del sendero o la facilidad que éste ofrece para poder sumergirme en el estudio, la lectura, la reflexión o la simple contemplación de unas nubes que flotan somnolientas sobre las colinas próximas. El camino atraviesa campos de labor, olivares, viñedos, unos campos de coles. Los pueblos son pequeños, algunas fachadas se merecen que saque mi cámara, una en donde sobrevuelan dos golondrinas pintadas en un vuelo espectacular sobre el amarillo cobre de la pared, una iglesia cuya torre sobresale orgullosa sobre lo tejados taciturnos de un pueblo adormecido. 



El cielo está cubierto ahora por una fina capa de nubes y una suave brisa agita las rústicas flores azules de la achicoria; achicoria la Noria,
recitaba de tanto en tanto la radio cuando yo era chico junto a los anuncios del colacao y alguno más que quedaron grabados en mi memoria como parte de lo recuerdos de mi infancia, como quedaron grabadas tantas cosas que a veces resucitan alentadas por similitudes, olores o circunstancias que producen revuelo en el baúl de la memoria. Las olivas están verdes, centenares de caracolillos trepan por los tallos agostados de los olorosos hinojos. Esos caracoles por los que días atrás, un anciano que andaba recolectándolos, me paró para preguntarme si los había visto en mi camino. Pequeños y de color café con leche clarito aparecen a veces como rebaños de corderos apretados unos contra otros en algunas fachadas o, como en el caso de hoy, ocupando los tallos de un arbusto.



Cuando dejo a mis espaldas La Pobla de Montornès y he terminado con mis lecturas matinales siento que mi cuerpo está tan bien que me empeño en subir corriendo la colina que se alza tras el pueblo. El sudor vuelve a inundar mi cuerpo como en lo altos del Tibidabo, la piernas firmes, los músculos en tensión pero ligeros. Mientras las campanas del pueblo dan las doce del mediodía. Subir corriendo con mis trece, catorce kilos a la espalda me reporta un placer muy especial, me sube por dentro un ramalazo de gusto al comprobar cómo funciona mi organismo y lo bien que sienta a mi cuerpo esta carrera. 

En el camino, junto a la consabidas señales blanquirrojas, han vuelto a aparecer las  conocidas flechas amarillas que identifican a todos los Caminos de Santiago, me acompañan solo por un rato, después se perderán en el monte camino de poniente. 



Paso por Santa Olivia, Albinyana, La Pobla de Montornès y me detengo en Bonastre en donde he puesto a tender también mi colada mientras dejo que pasen las horas de más calor. A la deleitosa sombra de unas catalpas, después de haberme afeitado en la fuente una barba de tres días, trato de disminuir el peso de mis viandas que me acompañan innecesariamente y que hacen más fatigoso mi caminar, quesos, embutidos, chocolate, alguna golosina. De momento no necesito cargar con nada de esto, los pueblos aparecen ellos solitos en mi camino sin necesidad de que los tenga que ir buscando. 



Que los derechos que tenemos las personas no sean algo que nos viene del cielo ni que recibimos con nuestro nacimiento, es algo que yo sabía mucho antes de leer al señor Marina. Cuando nos rasgamos la vestiduras o alguien se mesa las barbas  porque ve conculcado algo que entendemos que es un derecho con el cual nacemos, entramos en una situación de evidente olvido que puede ser peligrosa porque teniendo a éstos como indiscutibles y fijados para siempre podemos llegar a no tener en cuenta de que se trata de un bien social conquistado, a veces durante décadas o siglos en dura lucha, y que en cualquier momento puede sernos arrebatado de las manos. Los derechos son conquistas y como tales deben ser defendidas. El derecho es algo surge de la confrontación y el acuerdo entre la distintas fuerzas sociales que suscriben, en función de una idea o la defensa de determinado estatus, un acuerdo, un compromiso de la partes implicadas para conducirse de determinada manera en tales y cuales circunstancias. Un tema muy actual cuando vemos como esta banda de aprovechados y gilipollas que nos gobiernan se pasan por el mismísimo derechos fundamentales de todos lo españoles en razón simplemente de nuestra incapacidad para poder defenderlos de manera operativa. Su tremenda capacidad de manipulación a través de lo medios de comunicación, la enorme ignorancia en que una parte sustancial de la población vive, hacen posible que derechos esenciales sean conculcados a cada momento. Derecho al trabajo, derecho a una vivienda digna son relegados, olvidados para sacar a los bancos de apuros con miles de millones de euros como gratificación por el ejercicio sistemático de su codicia durante las últimas décadas. ¿Dice la Constitución que son prioritarios los bancos frente a la necesidad de una vivienda o de un trabajo? Con una población cómoda y adormecida es posible dar la vuelta a la Constitución y convertir la acción de gobierno en un expolio del patrimonio nacional, caso evidente de la privatización de la sanidad pública y la educación. 

Es peligroso olvidar que los derechos son una conquista y no un regalo que recibimos del cielo. ¿La culpa de nuestros males? Yo creo que en gran parte la tiene la ignorancia y la pereza de un número importante de los ciudadanos. En cierta ocasión, después de viajar durante dos meses y medio por África, en Nairobi decidí tomar un vuelo a Atenas. Huía de África, estaba harto de ser asaltado continuamente por ladrones que incluso en plena calle no se cortaban un pelo en meter la mano en mi macuto, en mi bolsillos, en donde podían, era un continuo estar en guardia. Aquello era la ley de la selva. La misma ley que rige en todos los lados solo que aquí matizada por ciertos derechos que de no ser defendidos terminarán por retrotraernos a la oscuridad de las décadas en que el mangoneo, que siempre ha existido, era el rey  del mambo. 

Mi colada se secó, la tarde se ha hecho toda suavidad, toda brisa, es hora de ponerme de nuevo en camino.





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