Cuando la belleza se hace desolación





Valle de Rodalquilar, 28 de octubre

Las cinco de la mañana. Mi saco esta mojado del relente, hace frío, hay una luna raquítica encima. Las rocas golpean a mi pies. Esta madrugada ya no es verano. 



El verano se esfumó. 
el viento barre la playa. 
El sonido de mis zapatillas sobre el asfalto, el de mis bastones, abren en el silencio una pausa que se cierra tras mis pasos. 
Sirio y Orión en lo alto ocupan el frontispicio del cielo. 
La luna deja su manto de nieve gris claro sobre las montañas, sobre el camino. 
Uno dos, uno dos, uno dos, tres por cuatro,
firme el paso camino por el medio del silencio. 
Atravieso una bolsa de aire tibio, después otra de humedad cargada con un perfume que desconozco. 
Más tarde será el bullicio de una temprana pajarera en los árboles de Agua Amarga, casi al amanecer. 



Mi memoria se pierde tratando de recordar los caminos por los que he transitado durante todo la jornada, dura jornada que pese al frío de la madrugada se hizo más tarde tremendamente calurosa cuando el camino dejó atrás  Cala Puente y Cala Chumba y se subió desde el nivel del mar a la ceja superior de las montañas a casi trescientos metros de desnivel, un largo corredor que zigzagueaba claro y espectacular al borde del abismo. Ni un mísero árbol crecía en aquellas montañas, para desayunar me tuve que refugiar en un arbusto a ras de suelo para que al menos mi cabeza estuviera a la sombra. La desolación del lugar era la mejor parte del paisaje, lomas y más lomas que cuando llegaban a la orilla del mar se precipitaban de inmediato sobre él dejando en el corte de la ruptura la piedra desnuda y quebrada que deslumbraba como camino de nieve marcando el límite superior de la montaña. Allí, tumbado, fui dando cuenta despacio de una lata de sardinas en aceite, almendras , dátiles, chocolate y buenos tragos de agua. 



El altiplano, que tenía mucho de parecido a aquel otro andino en donde apenas crece otra cosa que las rojizas matas de unas hierbas llamadas paja brava. El mar al fondo aparecía inmenso y solitario en su inmensidad azul con la estela de luz cubriendo los pies del altiplano.



Cuando el altiplano se asoma a la siguiente ensenada, la cala de san Pedro, famosa por su aislamiento ya que no tiene comunicación por pista o carretera alguna, y por su enorme chorro de agua que sale formidable y misteriosamente en medio de este desierto entre las rocas, el espectáculo de la costa es formidable. El camino desciende abruptamente hasta la cala desde sus trescientos metros. El lugar es un raro prodigio de aislamiento y belleza. Según me voy acercando descubro un jardín a lo salvaje primorosamente cuidado, restos de casas sin techumbre, algunas cabañas hechas de cañas, alguna tienda de campaña dispersa buscando la escasa sombra de un árbol aislado. El lugar parece tomado por grupos de jóvenes que viven allí un aislamiento parecido a lo que debía de ser el Edén de los primero habitantes del Génesis. El grupo con el que tropiezo junto a la fuente no se muestra en absoluto sociable, dos chicas rapadas y con una cresta de gallo en el centro de su cabeza, no mueven un solo músculo de su rostro cuando me ven. De humor desde luego no están. Ni siquiera sé si contestaron a mi buenos días. Les pregunto: the way to Las Negras? Y entonces contesta el chico que se encuentra fregando una perola en la fuente. Me señala el sendero. Le doy las gracias y continuo mi camino. Me gustaría saber qué cosa andaba por la cabeza de esta gente joven, pero con el recibimiento que me han hecho cualquiera intenta hablar con ellos.



Tras la cala de San Pedro el camino atraviesa ancho y a media ladera la montaña. Será a partir de aquí que el paisaje se ponga rabiosamente bello. No es espectacular ni llamativo, ni siquiera las formas de las montañas son agresivas, se trata de un paisaje de lomas pero que en su aislamiento y su desnudez, cubiertas por las rojizas hierbas sedientas, producen una peculiar mezcla de colores y soledad, algo que en conjunto resulta de una extrema belleza. La desolación suele ser siempre hermosa. 



Las Negras es un pequeño pueblo a la orilla del mar donde parece que se puede uno tropezar con facilidad con jóvenes aspirantes a hacer vida monástica en alguna parte de aquella desolación, presumiblemente en la cala San Pedro que he dejado atrás. Me cruzo con dos parejas de mujeres que cargan voluminosos macutos. 



En Las Negras solo me detengo para hidratarme con una botella de acuarius que acompaño con cuarto kilo de queso de cabra. Es pronto todavía para la comida del mediodía que haré un par de horas más adelante a la sombra de una higuera. Allí comeré, pondré a secar mi saco de dormir y echaré una siesta hasta que el sol pegue con menos fuerza sobre este desierto. 

En el valle de Rodalquilar la luz se hace de un bello dorado que cae sobre las montañas, sobre la paja brava, sobre las pitas o las chumberas creando una armonía de colores proverbial que naturalmente me dedico a fotografiar. La tarde esta avanzada, debería pasa por Rodalquilar para comprar agua, pero tengo que dar una pequeña vuelta y no me apetece. Me hago a la idea de que me llegará con la que tengo. Instalo mi vivac en un campo yermo lleno por el canto de los grillos. Será una noche de un cielo cuajado de estrellas a donde ninguna luz del valle llega. 



Mi cuerpo está especialmente cansado hoy. Me duelen lo pies, pero es un gran placer tumbarse y, metido en el saco, descansar e ir redactando estas notas para mi diario del camino, diario amigo que me acompaña día tras día este año desde el pasado invierno fiel, incansablemente.







3 comentarios:

JOSE LUIS dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
slechuga dijo...

Alberto, ya los hippies de los 70, ya no existen, ese espíritu se ha perdido hace ya muchos años.
No creo que los hippies de ahora escuchen la música de antes.

Alberto de la Madrid dijo...

De todos modos siempre habrá gente joven que guste de lugares apartados. Allí había muchas cabañas rudimentarias que indican el paso temporal de pequeñas comunidades.