Desde las dunas de Bellreguard



Playa de Bellreguard, al sur de Gandía, 13 de octubre 

Me desperté antes de que sonará el despertador , por el cielo volaban pequeñas nubes como rebaño de ovejas, lejos cantaba un gallo, mi saco de dormir y toda mi impedimenta estaban mojados por la humedad de la noche, no había todavía rastro del amanecer en el cielo. Había caído la noche anterior en medio de un campo de sandías abandonado sin advertirlo y al despertarme, junto a mí cabeza, lo que yo pensé era una pelota abandonada por un niño resultó ser una sandía. Me serviría de desayuno, pensé. Luego, cuando iba a abandonar el sembrado encontré otra, la eché también al macuto.


Después del amanecer camino por lo alto de las escolleras. El mar está limpio y luminoso; la arena, húmeda, brilla en sus pequeñas conchas dispersas por los taludes que dan al mar. El sol extiende su estela por el centro del suave azul marino. 

Camino por la arena junto al sol y sus olas. Nadie en la extensa playa. Las olas, yo, la arena, ese azul turquesa que visten las aguas de la mañana, quizás parecido a unos pendientes que vestía mi madre, como el manto de una virgen de escayola de mi niñez. 



Llevo dos sandías a la espalda y debo encontrar un lugar para desayunar y aligerar así mi peso. En lo alto de un espigón doy cuenta de una de ellas, cae además una empanada de espinacas, un trozo de tarta de manzana y medio litro de leche. A juzgar por mi apetito mi salud debe de ser excelente. El mar rompe a mi pies. El sol está ya alto, el mar es plata y nieve, azul intenso fuera de su estela. 

La música de la mañana es siempre la misma, el ir y venir del agua a mis pies, el encaje de las olas desvaneciéndose en la arena dibuja líneas como venas que se entrecruzan unas con otras dejando en la playa el santo y seña de su trajín. 


Empieza a hacer calor, en la playa de Tavernés de la Valldigna hago una pausa, en una fuente me afeito, lavo dos pares de calcetines y unas mallas, coloco mi colada tras el macuto para que se seque y continuo mi camino a la vera del agua. 

Mi soledad se acaba según me voy acercando a Gandía. La gente gusta de estar amontonada, menos mal... En la cercanías aquello empieza el convertirse en una clásica playa del sur. Dos ancianas me paran para preguntarme de donde vengo. Jugamos un poco, les invito a acertarlo, van dando nombres cada vez más lejos. Cuando nombran la ciudad de Valencia se dan por vencidas. Al fin se lo digo. Abren lo ojos incrédulas. Se interesan después por mi destino, oír donde duermo, todas esas cosas les produce cierto gusto. Se despiden seguro que contentas por hacerse tropezado con un raro homínido en su mañana de playa. 

Hace calor, cuando al final de la playa de Gandía me paro un rato en unas rocas para descansar unos minutos, echo cuentas, con el paréntesis del desayuno llevo siete horas caminando ininterrumpidamente. Caminar junto al agua es relajante, especialmente cuando la arena es firme. 



Ella dormía allá
al otro lado de mi lecho, 
como un proscrito. 
Lo recuerdo hoy que leo versos de Benedetti, 
hoy que acaso voy recogiendo hilachos de pasado, 
pasado roto por la lógica plebeya de la calle. 
Hoy que las olas hablan entretejido su discurso 
con otras vidas y países 
recuerdo aquello, 
pobre muchacha de afiladas uñas y cara de niña, 
durmiendo en mi lecho, sí, 
como una proscrita, 
me lo recordó una mujer de pechos pequeños y ojos tristes
con la que me crucé esta mañana, 
su rostro serio 
su mirada como de quien perdió la vida 
en un callejón sin salida. 
Y mientras, yo oía versos 
que reivindicaban el derecho a la alegría, 
que hablaban, cómo no, de amor y de todas la sustancias 
que corren por las venas del hombre.

La tarde se va echando, 
la playa vuelve a la soledad del alba, 
y nuestras vidas son los ríos 
que van a dar a la vida, 
canta Ernesto Cardenal, 
y una gaviota cruza sobre las olas 
y un aire fresco me recuerda que pronto llegará el invierno. 


Noche sobre las dunas, al resguardo del viento. Estoy en medio de una escabechina urbanística al sur de Cullera. No hay un solo metro que no esté ocupado por grandes torres de hormigón, imposible ver las montañas de poniente, un enorme biombo de cemento y ladrillo lo impide. Sólo queda la posibilidad de mirar al mar. Me he cobijado en un pequeño espacio de dunas que se salvó de la quema por pura mojigateria medioambiental.


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