Hacer versos




Playa del Corral, Carboneras, 27 de octubre 

Esto tiene todo el aspecto de un desierto. Mi ruta ha transcurrido toda la mañana por ramblas y montañas desnudas donde sólo las chumberas parecen crecer a su gusto; desde Mojácar una bella desolación se extiende hacia el sur. Apenas es posible evitar el asfalto de la única carretera que pone en comunicación los pequeños pueblos de la zona. 



Comí como un cerdito en un restaurante de Carboneras en donde el ruido hacía difícil entenderse con los camareros y ahora, despanzurrado a la sombra de unas palmeras en la playa, trato inútilmente de echar una pequeña siesta; las moscas y unos niños próximos, en exceso bullangueros, hacen todo lo posible para impedírmelo. Un desierto de arena moja sus pies en el otro desierto del agua en donde un gran peñón emerge solitario. Una delgada calina disuelve en azules sedosos el perfil de las montañas más al sur que debería atravesar esta misma tarde si el ánimo me da para ello.



Anoche metí el teléfono en una manga del jersey que me sirve de almohada para protegerlo de la humedad y el resultado fue que no oí el despertador. También es cierto que el estruendo del mar durante la noche era tan notable que me obligó a dormir con los tapones de cera puestos. Clareaba por el horizonte cuando me desperté. El no oír el despertador quedó sobradamente compensado por la oportunidad que ello me dio de sacar unas hermosas fotografías, primero de un velero que navegaba cercano a la costa, y después de una serie de siluetas de chumberas, pitas y palmitos en fuerte contraluz con los primeros rayos del sol, incluso me forcé en pedir a una señora mayor que paseaba con su perrito para que posara para mí, lo que hizo con agrado. Lastima que el perrito no ofreciera su mejor perfil, que tampoco era cosa de hacer posar a la señora hasta obtener lo composición que yo quería. 






Ayer, emulando el tema que cantaba Joan Baez décadas atrás, daba gracias a la vida junto al mar del final de la tarde, y lo hacía tímidamente en versos como alguien que pidiera permiso por usar un medio que sólo está al alcance de ciertos privilegiados o de aquellos que viven una circunstancias especialmente emotivas. Poder hacer versos es un regalo de los dioses que sólo de tanto en tanto otorga el cielo. Yo escribí muchos versos tras un calamitoso naufragio que hizo que todas las sustancias de mi cuerpo gimieran como el maderamen de una vieja embarcación al embate de las olas. Mi cuerpo andaba entonces como huérfano vagabundo que no encontrara tierra en donde recalar, en donde aliviar sus penas. Y eran lo versos entonces mi alivio y mi válvula de escape. Nunca escribí cosas mejores en mi vida, tres, cuatro libros de versos, dolidos versos casi siempre que eran como gritos en el desierto unas veces y otra como desesperada esperanza de que todo fuera un mal sueño. Sin embargo aquello no era un sueño, el tiempo fue pasando y el eco de la conmoción fue sembrando las tardes de varias estaciones con poemas que no podían ser más que versos de amor. Por entonces nació un blog de parecida orientación a este de caminar cada día, aquel recibió el nombre de Escribir cada día... versos. A la necesidad de caminar se unía entonces la de poner en verso lo que el ánimo y mi cuerpo, zozobrando frente a la tempestad, gritaban en la semioscuridad de todos los crepúsculos. Durante muchos meses no hubo tarde que no naciera un poema entre mis manos. Era la respuesta de mi cuerpo ante el naufragio. Después llegó el momento en que el manantial se fue secando poco a poco hasta prácticamente secarse del todo. Con el tiempo llegué a considerar desde otro punto de vista aquel caos emocional, llegué a pensar que desde la perspectiva de la creación literaria la situación que pasé fue un regalo de lo cielos, ninguno de aquellos versos habrían visto la luz si aquella mujer pequeña de desdichada historia no se hubiera cruzado en mi vida. Uno no hace versos cuando quiere, los versos vienen como consecuencia de una vivencia extraordinaria. Pedro Salinas no habría escrito uno de lo mejores libros que existen sobre el género si no hubiera conocido a una lejana amante que fue en todo momento el combustible de su mejor obra poética. Lo dice el título de su libro más conocido, La voz a ti debida, en su caso Katherine R. Whitmore, una estudiante americana. La voz, la poesía, tiene su razón de ser, debe su existencia en el caso de Pedro Salinas a aquella mujer. 
Tienen los versos una condición de cosa sagrada que hace que sea casi imposible acercarse a ellos si uno no está en cierto estado de gracia, en profunda comunión con alguna honda verdad que lo agita a uno, lo conmueve, llama a las más cristalinas de las emociones, de ahí mi rubor, mi sensación de estar en terreno prohibido cuando inesperadamente lo que escribo empieza a no terminar de llenar las líneas, empieza a ser un lenguaje acaso anárquico donde pueden primar las imágenes y las metáforas sobre la claridad de las ideas. El lenguaje, como la música, quiere huir entonces del pautado de la razón para convertirse en melodía, sonidos, canción... Quiere, lo intenta, pero... 

Voy a caminar otro rato. 



Cae la noche sobre la playa del Corral, no anduve al final mucho, lo suficiente como para encontrar un trozo de mar junto a mi vivac. A la hora del crepúsculo el mar es como esas fogatas alrededor de las cuales vaqueros y forajidos de los westerns americanos se reúnen para calentar sus cuerpos y tomar una taza de café. La hoguera amiga, el mar amigo me acompaña como todas la noches. Hoy hace fresco. El paisaje es tan diferente al resto de la costa que he recorrido que me hace sentir como aterrizado en una lejana isla, un rincón de las Islas Canarias, por ejemplo. El riguroso enjabelgado de la casas, alguna dispersa cúpula entre la palmeras me remite a la costas de Argelia y Marruecos.







La crisis o los dioses, quién sabe, paralizaron la construcción de esta enorme pirámide a lo Tecnoctitlan 


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